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Voto de Jordirozsa:
6
4.8
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Terror. Aventuras
Justine, junto a sus idealistas compañeros activistas de Nueva York, viaja a la selva de Perú para impedir la destrucción de una parte de la jungla por la tala de árboles, que perturbaría la vida de una tribu indígena local. Lo que no saben Justine y sus colegas es que la tribu en cuestión es caníbal... (FILMAFFINITY)
29 de octubre de 2023
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Una película que, desde el punto de vista técnico, muestra más de una fortaleza (exceptuando algunos bichitos confeccionados en digital). Pero su contenido y las decisiones temáticas son divisivas. La representación de la tribu caníbal puede ser vista como insensible, y la crítica al activismo, aunque válida, se siente exagerada. Es una obra que, aunque técnicamente competente y con momentos de genuino horror, tiene aspectos que pueden no resonar con todos los públicos.
La contribución de Antonio Quercia es indiscutiblemente uno de los aspectos más destacados. Su habilidad para capturar tanto la belleza como el horror en un mismo marco es testimonio de su talento y visión como director de fotografía. A través de su lente, la selva amazónica cobra vida, y el espectador es transportado a un mundo que es tanto fascinante como aterrador. Su trabajo en esta cinta no solo realza la narrativa, sino que también eleva la película a un nivel cinematográfico superior.
La música compuesta por Manuel Riveiro es técnicamente impecable, pero en ocasiones parece no coincidir con la visión cruda y directa de Eli Roth.
El «over scoring» se refiere a cuando la música en una película es excesiva o demasiado dramática para la escena en cuestión. Aunque Riveiro demuestra su valía como compositor en varias secuencias, intensificando la tensión y el horror, hay momentos en los que su música se siente demasiado grandiosa para el tono realista y brutal que Roth intenta transmitir. En ciertos puntos parece más adecuada para una epopeya que para una película de terror visceral.
Esta discrepancia es desconcertante, creando una brecha entre lo que se ve en pantalla y lo que se escucha.
La ambientación refleja claramente la estructura narrativa de la película, mostrando una dicotomía en varios aspectos técnicos y artísticos. El inicio se siente prolongado al establecer a los personajes y sus motivaciones, careciendo de la tensión que se desatará más adelante. Sin embargo, al adentrarse en la selva amazónica, cambia drásticamente. La selva, con su misterio y belleza, se convierte en un personaje más, creando una atmósfera opresiva y peligrosa que contrasta con la presentación inicial. Esta irregularidad es uno de los aspectos que más confunden de la película, pero también puede interpretarse como una elección deliberada de Roth para resaltar el contraste entre la normalidad y el caos.
Los actores que funcionan mejor son, precisamente, los integrantes del reparto que parecen no ser dirigidos; a saber, los mercenarios contratados para la seguridad de los obreros de las empresas desforestadoras, que hablan con sus armas de asalto, y los indígenas caníbales. Sacan una naturalidad bastante creíble a su función de ser en el contexto. Sin embargo, los temerarios expedicionarios parecen, ya desde el minuto cero, impostados sobre un lienzo en el fondo, a excepción de los respectivos cabecillas locales. Tanto la de los «unga, unga», que parece una versión «abuelizada» de la Tina Turner, con su gorila descuartizador; como el de los «rambos» invasores, a los que se da toda suerte de acentos sudamericanos menos el peruano. Los aprendices de activista parecen recortes de monigote de veintiocho de diciembre: no por «santos inocentes», sino porque sus actuaciones parecen una broma de mal gusto; hechos sólo para quedar bien cuando les despedazan y se los zampan.
Entre ellos se encarna la bipolaridad entre el tan tarugo como pérfido de comedia Alejandro (Ariel Levy), y la algo más avispadilla, pero estúpida bonifacia Justine (Lorenza Izzo). Sin embargo, a pesar de la vacuidad y desubicación existencial con la que aparecen al principio del metraje, en su urbanita y despersonalizado entorno, es fascinante como Roth conseguirá la dicotomía proyectiva del espectador, quien canalizará sobre el primero todo lo malo o indeseado que pueda tener el personaje cartón-piedra de Levy, y el proceso de identificación empática con la muchacha, cuyos encantos someten hasta a uno de los chiquillos de la tribu de los despiadados antropófagos.
Entre ambos se desarrolla el auténtico duelo de fondo en la palestra escénica. Pero un mayor desarrollo y profundidad en su «background» habría sido la clave de un filme mucho más arrollador en todos los sentidos, más allá de la superficial pátina de salvajismo primario a la que asistimos.
Hay un contraste demasiado pronunciado entre la poca credibilidad de las acciones y diálogos de los personajes, y la crudeza de los acontecimientos que les sobrevienen.
Como realizador y como coguionista al tiempo, Roth tira millas cogido de una mano de la pluma, y de otra, de la cámara. Pero no logra que ambas emerjan y hagan el crescendo a la par. Siguiendo la máxima de que «la mano izquierda no debe saber lo que hace la derecha», se centra en el grafismo y, por ende, en los focos de la historia donde este grafismo crudo y salvaje habla por sí mismo. Esto pasa factura, y aunque se aprecie una dedicación a la imagen, a la que siempre ha recurrido, subestima la necesaria función de la palabra, por lo menos para cubrir las vergüenzas de lo explícito.
Así pues, tenemos una trama que, dentro de la simplicidad de su estructura, podría haber dado para un desarrollo mucho más complejo. Desde esta perspectiva, las comparaciones van en sentido diferente a las que imperan entre la multitud de comentarios y críticas, tanto profesionales como de aficionados, de un largometraje que tantas alusiones ha generado a «Holocausto caníbal» (1980) y otras adláteres de finales de los 70.
El paralelismo que yo establezco es con la saga de «The Silent of the Lambs», que por otra parte en sus secuelas también degenera levemente a esta faceta más cruel i descarnada. Pero no deja de sostener un argumento que sumerge al espectador en un proceso de reflexión y en una temática compleja y construida, en la que la violencia es consecuencia del planteamiento de un guion bien estructurado.
Roth adopta la postura completamente inversa:
La contribución de Antonio Quercia es indiscutiblemente uno de los aspectos más destacados. Su habilidad para capturar tanto la belleza como el horror en un mismo marco es testimonio de su talento y visión como director de fotografía. A través de su lente, la selva amazónica cobra vida, y el espectador es transportado a un mundo que es tanto fascinante como aterrador. Su trabajo en esta cinta no solo realza la narrativa, sino que también eleva la película a un nivel cinematográfico superior.
La música compuesta por Manuel Riveiro es técnicamente impecable, pero en ocasiones parece no coincidir con la visión cruda y directa de Eli Roth.
El «over scoring» se refiere a cuando la música en una película es excesiva o demasiado dramática para la escena en cuestión. Aunque Riveiro demuestra su valía como compositor en varias secuencias, intensificando la tensión y el horror, hay momentos en los que su música se siente demasiado grandiosa para el tono realista y brutal que Roth intenta transmitir. En ciertos puntos parece más adecuada para una epopeya que para una película de terror visceral.
Esta discrepancia es desconcertante, creando una brecha entre lo que se ve en pantalla y lo que se escucha.
La ambientación refleja claramente la estructura narrativa de la película, mostrando una dicotomía en varios aspectos técnicos y artísticos. El inicio se siente prolongado al establecer a los personajes y sus motivaciones, careciendo de la tensión que se desatará más adelante. Sin embargo, al adentrarse en la selva amazónica, cambia drásticamente. La selva, con su misterio y belleza, se convierte en un personaje más, creando una atmósfera opresiva y peligrosa que contrasta con la presentación inicial. Esta irregularidad es uno de los aspectos que más confunden de la película, pero también puede interpretarse como una elección deliberada de Roth para resaltar el contraste entre la normalidad y el caos.
Los actores que funcionan mejor son, precisamente, los integrantes del reparto que parecen no ser dirigidos; a saber, los mercenarios contratados para la seguridad de los obreros de las empresas desforestadoras, que hablan con sus armas de asalto, y los indígenas caníbales. Sacan una naturalidad bastante creíble a su función de ser en el contexto. Sin embargo, los temerarios expedicionarios parecen, ya desde el minuto cero, impostados sobre un lienzo en el fondo, a excepción de los respectivos cabecillas locales. Tanto la de los «unga, unga», que parece una versión «abuelizada» de la Tina Turner, con su gorila descuartizador; como el de los «rambos» invasores, a los que se da toda suerte de acentos sudamericanos menos el peruano. Los aprendices de activista parecen recortes de monigote de veintiocho de diciembre: no por «santos inocentes», sino porque sus actuaciones parecen una broma de mal gusto; hechos sólo para quedar bien cuando les despedazan y se los zampan.
Entre ellos se encarna la bipolaridad entre el tan tarugo como pérfido de comedia Alejandro (Ariel Levy), y la algo más avispadilla, pero estúpida bonifacia Justine (Lorenza Izzo). Sin embargo, a pesar de la vacuidad y desubicación existencial con la que aparecen al principio del metraje, en su urbanita y despersonalizado entorno, es fascinante como Roth conseguirá la dicotomía proyectiva del espectador, quien canalizará sobre el primero todo lo malo o indeseado que pueda tener el personaje cartón-piedra de Levy, y el proceso de identificación empática con la muchacha, cuyos encantos someten hasta a uno de los chiquillos de la tribu de los despiadados antropófagos.
Entre ambos se desarrolla el auténtico duelo de fondo en la palestra escénica. Pero un mayor desarrollo y profundidad en su «background» habría sido la clave de un filme mucho más arrollador en todos los sentidos, más allá de la superficial pátina de salvajismo primario a la que asistimos.
Hay un contraste demasiado pronunciado entre la poca credibilidad de las acciones y diálogos de los personajes, y la crudeza de los acontecimientos que les sobrevienen.
Como realizador y como coguionista al tiempo, Roth tira millas cogido de una mano de la pluma, y de otra, de la cámara. Pero no logra que ambas emerjan y hagan el crescendo a la par. Siguiendo la máxima de que «la mano izquierda no debe saber lo que hace la derecha», se centra en el grafismo y, por ende, en los focos de la historia donde este grafismo crudo y salvaje habla por sí mismo. Esto pasa factura, y aunque se aprecie una dedicación a la imagen, a la que siempre ha recurrido, subestima la necesaria función de la palabra, por lo menos para cubrir las vergüenzas de lo explícito.
Así pues, tenemos una trama que, dentro de la simplicidad de su estructura, podría haber dado para un desarrollo mucho más complejo. Desde esta perspectiva, las comparaciones van en sentido diferente a las que imperan entre la multitud de comentarios y críticas, tanto profesionales como de aficionados, de un largometraje que tantas alusiones ha generado a «Holocausto caníbal» (1980) y otras adláteres de finales de los 70.
El paralelismo que yo establezco es con la saga de «The Silent of the Lambs», que por otra parte en sus secuelas también degenera levemente a esta faceta más cruel i descarnada. Pero no deja de sostener un argumento que sumerge al espectador en un proceso de reflexión y en una temática compleja y construida, en la que la violencia es consecuencia del planteamiento de un guion bien estructurado.
Roth adopta la postura completamente inversa:
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
la trama se convierte en algo puramente anecdótico, para regodearse en el desparpajo de la masacre; eso sí, siempre dentro de los parámetros del «mainstream», o la «corrección política» impuesta actualmente por parte de la ya tan conocida doble moral de nuestros cánones estéticos, educativos y sociopolíticos.
El despliegue de recursos creativos es innegable. No se puede reprochar falta de talento. La carencia en el despliegue narrativo es más un acto volitivo o una consciente negligencia que una incapacidad para construir una trama sólida. Pero el cineasta pone toda la carne en el asador (nunca mejor dicho), en esa especie de pornografía de la violencia.
Si lo que pretendía era rendir homenaje a Ruggero Deodato, lo máximo que logra es ridiculizar la esencia de lo que fue el primer gran falso documental en la historia del cine. Y lo remata con escenas escatológicas y absurdas: como la «cagalera» de la rubia mientras devoran a Jonah, o Levy pajeándose ante todos justo cuando su compañera de cautiverio se corta el cuello con los restos del plato de cerámica que ella misma rompió para tal propósito. Y no hablemos de cuando a la mencionada le introducen la bolsa de marihuana por la garganta para que, al cocinarla, los indígenas se embriaguen y los cautivos intenten escapar. Son escenas, cada una más irrisoria que la anterior, que dejan en claro la mirada perversa de Roth, que nos lanza un guiño burlón. Es una forma, por otro lado, que tiene el ser humano de distanciarse de todo aquello que potencialmente le horroriza: hacer parodia de ese horror.
Referencias varias a otras películas como «The Mission» (1986) de Roland Joffé, tampoco faltan, cuando, encerrada en su jaula, Justine parece encantar con el minúsculo flautín de su colgante al niño indígena. Lo que dice el Obispo en aquella película: si el padre Gabriel fue capaz de amansar a toda una tribu con un oboe, ¡lo que se podría haber hecho con una orquesta sinfónica!
Lo que ya es de órdago ante la jeta del espectador, es la fuga a lo «Disneyland» de Justine. Al principio uno lo ve cogido con pinzas, pues «cuela» que ese vínculo a través del flautín es el elemento de «planting» que después justifica narrativamente el que el chaval la suelte de la jaula. Pero su escape sin que el jaguar siquiera se inmute, y ella prefiera arriesgarse a ser comida por éste antes que por los indígenas, no deja de tener un tono de esperpento que roza el surrealismo y lo cómico. Con esto y la escena de los guerrilleros haciendo tiro al blanco con los indios atacándoles en tropel, dejando el poblado casi desierto, y Justin parando la matanza con un móvil más roto de lo que está su alma, se funde cualquier resolución plausible y decente del film.
Más allá del alivio dentro del horror, como la escena en la que Lars pide que se paren las barcas para hacer pis, y vemos que una tarántula está a punto de metérsele en los pantalones (curiosamente, la cámara se atreve a enseñar la base de su pene), Roth parece querer arremeter en lo más profundo a la sensibilidad hipócrita de la sociedad acomodada de nuestra época (incluso a los que nos creemos acomodados, pero no dejamos de ser pobres «sedados» con miajas de espejismos).
Está claro que al hombre no le falta talento. Pero trabaja con tanta pródiga de desdén, que si bien su intención podría ser aplaudida, el resultado es tan obviamente fallido, que no sería de extrañar que antes de meterse detrás de la cámara, se hubiesen chutado todos una de esas bolsas de mariguana que tanto empeño tienen en meter en la propia diégesis de la historia. Moraleja para el espectador: el mundo no se cambia desde la embriaguez de la autocomplacencia y el desprecio pusilánime, desde la crítica facilona, sino metiéndose en el lodo hasta la rodilla (o el rodillo de la cocina de un caníbal). Es por esto, por lo que creo bien fundamentadas mis sospechas de que Roth nunca llegará a ser un Demme, un Dooner, un Friedkin o, ni mucho menos, un Kubrick.
El despliegue de recursos creativos es innegable. No se puede reprochar falta de talento. La carencia en el despliegue narrativo es más un acto volitivo o una consciente negligencia que una incapacidad para construir una trama sólida. Pero el cineasta pone toda la carne en el asador (nunca mejor dicho), en esa especie de pornografía de la violencia.
Si lo que pretendía era rendir homenaje a Ruggero Deodato, lo máximo que logra es ridiculizar la esencia de lo que fue el primer gran falso documental en la historia del cine. Y lo remata con escenas escatológicas y absurdas: como la «cagalera» de la rubia mientras devoran a Jonah, o Levy pajeándose ante todos justo cuando su compañera de cautiverio se corta el cuello con los restos del plato de cerámica que ella misma rompió para tal propósito. Y no hablemos de cuando a la mencionada le introducen la bolsa de marihuana por la garganta para que, al cocinarla, los indígenas se embriaguen y los cautivos intenten escapar. Son escenas, cada una más irrisoria que la anterior, que dejan en claro la mirada perversa de Roth, que nos lanza un guiño burlón. Es una forma, por otro lado, que tiene el ser humano de distanciarse de todo aquello que potencialmente le horroriza: hacer parodia de ese horror.
Referencias varias a otras películas como «The Mission» (1986) de Roland Joffé, tampoco faltan, cuando, encerrada en su jaula, Justine parece encantar con el minúsculo flautín de su colgante al niño indígena. Lo que dice el Obispo en aquella película: si el padre Gabriel fue capaz de amansar a toda una tribu con un oboe, ¡lo que se podría haber hecho con una orquesta sinfónica!
Lo que ya es de órdago ante la jeta del espectador, es la fuga a lo «Disneyland» de Justine. Al principio uno lo ve cogido con pinzas, pues «cuela» que ese vínculo a través del flautín es el elemento de «planting» que después justifica narrativamente el que el chaval la suelte de la jaula. Pero su escape sin que el jaguar siquiera se inmute, y ella prefiera arriesgarse a ser comida por éste antes que por los indígenas, no deja de tener un tono de esperpento que roza el surrealismo y lo cómico. Con esto y la escena de los guerrilleros haciendo tiro al blanco con los indios atacándoles en tropel, dejando el poblado casi desierto, y Justin parando la matanza con un móvil más roto de lo que está su alma, se funde cualquier resolución plausible y decente del film.
Más allá del alivio dentro del horror, como la escena en la que Lars pide que se paren las barcas para hacer pis, y vemos que una tarántula está a punto de metérsele en los pantalones (curiosamente, la cámara se atreve a enseñar la base de su pene), Roth parece querer arremeter en lo más profundo a la sensibilidad hipócrita de la sociedad acomodada de nuestra época (incluso a los que nos creemos acomodados, pero no dejamos de ser pobres «sedados» con miajas de espejismos).
Está claro que al hombre no le falta talento. Pero trabaja con tanta pródiga de desdén, que si bien su intención podría ser aplaudida, el resultado es tan obviamente fallido, que no sería de extrañar que antes de meterse detrás de la cámara, se hubiesen chutado todos una de esas bolsas de mariguana que tanto empeño tienen en meter en la propia diégesis de la historia. Moraleja para el espectador: el mundo no se cambia desde la embriaguez de la autocomplacencia y el desprecio pusilánime, desde la crítica facilona, sino metiéndose en el lodo hasta la rodilla (o el rodillo de la cocina de un caníbal). Es por esto, por lo que creo bien fundamentadas mis sospechas de que Roth nunca llegará a ser un Demme, un Dooner, un Friedkin o, ni mucho menos, un Kubrick.