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Voto de Jordirozsa:
4
3.8
102
19 de febrero de 2024
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Para un potencial público diana adolescente, la técnica narrativa del «found footage», y el relato en primera persona desde el que graba las escenas con una cámara (o con su móvil), y por extensión a un mercado de espectadores más amplio que vive por y para inmortalizar lo que cree sus hitos existenciales, algo que ya se veía boquear como besugo recién pescado, y pasado de vueltas, desde que se inauguró el estilo con «The Blair Witch Project» (1999) , hasta las cansinas secuelas de «Rec»(2007 – 2014) o «Paranormal Activity»(2007 – 2021) , lejos de estar obsoleto, rabia de actualidad más que nunca. Por lo menos hace 9 años, cuando se produjo este «flick".
El «found footage» ofrece una sensación de inmediatez y realismo que otras técnicas narrativas luchan por alcanzar. Al ver los eventos desde la perspectiva de la primera persona, los espectadores se sumergen más profundamente en la experiencia, sintiéndose parte de la historia. Esto puede hacer que los sustos y la tensión sean más impactantes, ya que la audiencia se siente como un participante más.
En esta película precisamente, la técnica es de las pocas cosas que contribuye a la creación de la atmósfera de terror requerida. Es la ventana a los espacios que crea el lenguaje visual del cinematógrafo Andrew Davis. Además, tiene el acierto de pasar de un sujeto pasivo observador a otro. No se centra en un único portador. Con lo que la diégesis del relato va siendo asumida por los diferentes personajes, que graban desde sus respectivos dispositivos. Este enfoque multiplica las posibilidades de sorprender. Al no estar limitados a la perspectiva de un solo personaje, los momentos de suspense pueden surgir desde diferentes ángulos y en momentos inesperados, aprovechando el cambio de narrador para jugar con la anticipación y la ansiedad del público. La incertidumbre sobre quién sostendrá la cámara a continuación y qué nuevos horrores revelará su lente, añade una capa adicional de intriga y misterio.
Sin embargo, no sabe aprovechar plenamente la oportunidad que supone esta variedad de perspectivas, de los diferentes amigos que se dan cita al bosque para andarse el cachondeo nocturno con sus linternitas de marras. Se nos tiene sumidos la mayor parte del tiempo en un mareante vaivén de figuras en la penumbra, cuando no se nos deslumbra con las luces de los personajes corriendo de un lado para otro.
La caótica y errática propuesta de Davis se suma a la ya confusa ejecución de un guion, que si bien está fundamentado en una sólida trama, por lo simple de su estructura, se complica con un surrealismo que, por querer ser tal vez demasiado innovador o, sencillamente, intentar mantener la atención del espectador, se diluye en un sinsentido al que no hallaremos demasiada claridad ni respuestas satisfactorias. De cara a una resolución tanto o más oscura que las imágenes entre las que se nos tendrá nadando durante un metraje de 85 minutos. Éste se nos hará como si fuese del doble o más.
Una resolución oscura o ambigua en una película de terror no es en sí misma un defecto; puede ser una herramienta poderosa para dejar una impresión duradera e invitar a la reflexión. Pero el camino necesita estar construido con claridad y propósito. Incluso en medio de la ambigüedad, el espectador debe poder encontrar un sentido de cierre o comprensión de los temas y motivaciones subyacentes.
Los propios realizadores, Scott Beck y Bryan Woods, le dan a la tecla a cuatro manos para parir un libreto que andará perdido como sardina en el desierto del Sáhara, ya nada más empezar el desarrollo. El entramado se deshace como un castillo de naipes desmoronándose por una evidente desidia en la creación de un «script» con algo de «cabeza», pero sin «pies», porque no va a ninguna parte. Se crea atmósfera, tensión, misterio... se nos trae al borde del horror más primario... pero nada más. La tensión generada, con todo su potencial se desvanece con algún susto de acrobacia felina, y desemboca, después de mucho hacernos andar tras la zanahoria, en un cúmulo de escenas con chillidos histéricos de las «protas», propios de un solo de soprano en música experimental contemporánea.
Lo que más funciona es la ambientación en el bosque: la oscuridad, la percepción en grado de delirio intuitivo de lo que podrá sucederles a los protagonistas si se adentran en las tenebrosas fauces de aquella selva norteamericana, para pasárselo teta en su juego nocturno... esta sensación de anticipación y temor captura la imaginación y establece un estado de tensión psicológica, esencial para el terror.
El bosque, en este contexto, se convierte en un ente lleno de misterios y peligros que ponen en jaque a la racionalidad y alimentan los miedos más primitivos. El objetivo de los protagonistas de pasar un buen rato con su juego nocturno en un entorno tan amenazante introduce una ironía mordaz; su búsqueda de diversión los lleva a confrontar sus propios límites y miedos, así como los secretos oscuros que yacen en el corazón del bosque. Este contraste entre la inocencia de sus intenciones y la malignidad del entorno subraya la temeridad de desafiar a lo desconocido y lo incontrolable.Sin embargo, tan atractivo envoltorio queda desvirtuado, desmerecido, vacío, ante la inacción y la pachorra con la que Beck y Woods tratan el relato.
La práctica ausencia de música adicional extradiegética, por otro lado comprensible, pues estamos inmersos en el espacio diegético (el «cámara en mano» elimina cualquier distancia o barrera entre la posición observadora del espectador y el escenario de desarrollo dramático), acaba también incluso por contribuir a que el insustancial y endeble, postizo estado de tensión generado se difumine aún más rápidamente.
Los actores no destacan en el fondo narrativo del argumento, de modo que todos ellos parecen formar parte del decorado. Se trata más de objetos pasivos que de sujetos activos. Shelby Young y Chloe Bridges son todavía las que le dan algo de meneo a la interpretación,
El «found footage» ofrece una sensación de inmediatez y realismo que otras técnicas narrativas luchan por alcanzar. Al ver los eventos desde la perspectiva de la primera persona, los espectadores se sumergen más profundamente en la experiencia, sintiéndose parte de la historia. Esto puede hacer que los sustos y la tensión sean más impactantes, ya que la audiencia se siente como un participante más.
En esta película precisamente, la técnica es de las pocas cosas que contribuye a la creación de la atmósfera de terror requerida. Es la ventana a los espacios que crea el lenguaje visual del cinematógrafo Andrew Davis. Además, tiene el acierto de pasar de un sujeto pasivo observador a otro. No se centra en un único portador. Con lo que la diégesis del relato va siendo asumida por los diferentes personajes, que graban desde sus respectivos dispositivos. Este enfoque multiplica las posibilidades de sorprender. Al no estar limitados a la perspectiva de un solo personaje, los momentos de suspense pueden surgir desde diferentes ángulos y en momentos inesperados, aprovechando el cambio de narrador para jugar con la anticipación y la ansiedad del público. La incertidumbre sobre quién sostendrá la cámara a continuación y qué nuevos horrores revelará su lente, añade una capa adicional de intriga y misterio.
Sin embargo, no sabe aprovechar plenamente la oportunidad que supone esta variedad de perspectivas, de los diferentes amigos que se dan cita al bosque para andarse el cachondeo nocturno con sus linternitas de marras. Se nos tiene sumidos la mayor parte del tiempo en un mareante vaivén de figuras en la penumbra, cuando no se nos deslumbra con las luces de los personajes corriendo de un lado para otro.
La caótica y errática propuesta de Davis se suma a la ya confusa ejecución de un guion, que si bien está fundamentado en una sólida trama, por lo simple de su estructura, se complica con un surrealismo que, por querer ser tal vez demasiado innovador o, sencillamente, intentar mantener la atención del espectador, se diluye en un sinsentido al que no hallaremos demasiada claridad ni respuestas satisfactorias. De cara a una resolución tanto o más oscura que las imágenes entre las que se nos tendrá nadando durante un metraje de 85 minutos. Éste se nos hará como si fuese del doble o más.
Una resolución oscura o ambigua en una película de terror no es en sí misma un defecto; puede ser una herramienta poderosa para dejar una impresión duradera e invitar a la reflexión. Pero el camino necesita estar construido con claridad y propósito. Incluso en medio de la ambigüedad, el espectador debe poder encontrar un sentido de cierre o comprensión de los temas y motivaciones subyacentes.
Los propios realizadores, Scott Beck y Bryan Woods, le dan a la tecla a cuatro manos para parir un libreto que andará perdido como sardina en el desierto del Sáhara, ya nada más empezar el desarrollo. El entramado se deshace como un castillo de naipes desmoronándose por una evidente desidia en la creación de un «script» con algo de «cabeza», pero sin «pies», porque no va a ninguna parte. Se crea atmósfera, tensión, misterio... se nos trae al borde del horror más primario... pero nada más. La tensión generada, con todo su potencial se desvanece con algún susto de acrobacia felina, y desemboca, después de mucho hacernos andar tras la zanahoria, en un cúmulo de escenas con chillidos histéricos de las «protas», propios de un solo de soprano en música experimental contemporánea.
Lo que más funciona es la ambientación en el bosque: la oscuridad, la percepción en grado de delirio intuitivo de lo que podrá sucederles a los protagonistas si se adentran en las tenebrosas fauces de aquella selva norteamericana, para pasárselo teta en su juego nocturno... esta sensación de anticipación y temor captura la imaginación y establece un estado de tensión psicológica, esencial para el terror.
El bosque, en este contexto, se convierte en un ente lleno de misterios y peligros que ponen en jaque a la racionalidad y alimentan los miedos más primitivos. El objetivo de los protagonistas de pasar un buen rato con su juego nocturno en un entorno tan amenazante introduce una ironía mordaz; su búsqueda de diversión los lleva a confrontar sus propios límites y miedos, así como los secretos oscuros que yacen en el corazón del bosque. Este contraste entre la inocencia de sus intenciones y la malignidad del entorno subraya la temeridad de desafiar a lo desconocido y lo incontrolable.Sin embargo, tan atractivo envoltorio queda desvirtuado, desmerecido, vacío, ante la inacción y la pachorra con la que Beck y Woods tratan el relato.
La práctica ausencia de música adicional extradiegética, por otro lado comprensible, pues estamos inmersos en el espacio diegético (el «cámara en mano» elimina cualquier distancia o barrera entre la posición observadora del espectador y el escenario de desarrollo dramático), acaba también incluso por contribuir a que el insustancial y endeble, postizo estado de tensión generado se difumine aún más rápidamente.
Los actores no destacan en el fondo narrativo del argumento, de modo que todos ellos parecen formar parte del decorado. Se trata más de objetos pasivos que de sujetos activos. Shelby Young y Chloe Bridges son todavía las que le dan algo de meneo a la interpretación,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
aunque sea prácticamente sólo a base de aspavientos y chillidos, a guisa de un par de hembras en un clan de chimpancés desquiciados.
Tal vez sea el perro de Robin el menos animal de todos ellos. El que, con sus ladridos, aporte algo de interés a unos escasos diálogos. Éstos, en su eximia cuota, no sirven en algunas escenas ni «pa» relleno.
En algunos momentos, la película logra generar más interés o tensión a través de elementos secundarios o incluso no humanos que a través de la interacción entre sus personajes principales. Una oportunidad perdida para explorar más a fondo las dinámicas de grupo, los conflictos internos o las motivaciones personales en un contexto tan rico en potencial dramático como el presentado.
Los guapísimos actores Mitch Hewer y Carter Jenkins, habrían podido, junto a los demás protagonistas (incluído el perro), a dar buena cuenta más profundamente de estos valores, en vez de la indignante superficialidad con la que, de forma a la vez estereotipada, y ya trillada en legendarias producciones del terror adolescente, se da tratamiento a las temáticas, conflictos y dilemas que enfrentan las «personae dramaticae». Así, en el bando actoral masculino, los dos mencionados quedan reducidos a meros objetos sexualizados y «topificados». Ello no solo desaprovecha el talento de los actores, sino que también perpetúa estereotipos y enfoques superficiales en la representación de personajes masculinos, limitando su contribución a la narrativa a su apariencia física o atractivo, en lugar de a su desarrollo como personajes complejos y multidimensionales.
Con ello, llegamos a unas cotas de indolencia huevona que puede traer al espectador al borde del sopor (previa desconexión respecto a lo que la película pretende transmitir o comunicar). Tanto como por la falta de desarrollo de historia y personajes, como por el hecho de que está tan vacía en los tramos centrales, que cuando al fin parece que quiera retomar el hilo, la audiencia no se entera ni miaja de lo que está ocurriendo. Beck y Woods nos quieren sumergir tanto en el mundo de unos personajes que, paradójicamente, no se desarrollan absoluto, y sus andaduras, y a ellos mismos, tan bosque adentro, que acabamos todos perdidos. Esta ironía refleja una desconexión fundamental en la construcción de la película que afecta su cohesión y su capacidad para enganchar. A la postre, en lo que atañe al montaje, las decisiones de edición, posiblemente intentando dar coherencia o intensificar la atmósfera, no logran compensar las deficiencias en el desarrollo de la trama y los personajes.
Moralejas, pocas. Sólo el recurrente y subliminal mensaje de que no hay que cabrear a la salvaje naturaleza, y menos de noche, y donde encima tenemos a «espíritus malos» a los que si se despierta, ya tenemos montado el Belén. Por lo tanto, hay que cuidar donde nos vamos a celebrar lucernarios, y a matar el aburrimiento nocturno de fin de semana.
Una temática común en el género de terror que explora la delgada línea entre el mundo humano y los dominios desconocidos o sobrenaturales. Este mensaje subliminal no solo sirve como una advertencia sobre el respeto hacia fuerzas que están más allá de nuestro entendimiento, sino que también juega con la fascinación humana por desafiar los límites de nuestra existencia y explorar lo desconocido, a menudo sin tener en cuenta las posibles consecuencias.
Este trasfondo potencial queda velado tras la inoperancia e incapacidad de hacer de la película una digna representación de un mensaje que mantiene al espectador en ascuas durante un buen rato, antes de deshincharse como un globo cuyo contenido es sólo aire, y, por cierto, muy mal comprimido.
Las expectativas generadas por la premisa de la historia y los dilemas morales que plantea no encuentran eco en una narrativa cohesiva o un desarrollo de personajes convincente. Aunque ambiciosa en sus objetivos, no consigue entregar el impacto emocional o el estímulo intelectual que sugiere su trama.
Tal vez sea el perro de Robin el menos animal de todos ellos. El que, con sus ladridos, aporte algo de interés a unos escasos diálogos. Éstos, en su eximia cuota, no sirven en algunas escenas ni «pa» relleno.
En algunos momentos, la película logra generar más interés o tensión a través de elementos secundarios o incluso no humanos que a través de la interacción entre sus personajes principales. Una oportunidad perdida para explorar más a fondo las dinámicas de grupo, los conflictos internos o las motivaciones personales en un contexto tan rico en potencial dramático como el presentado.
Los guapísimos actores Mitch Hewer y Carter Jenkins, habrían podido, junto a los demás protagonistas (incluído el perro), a dar buena cuenta más profundamente de estos valores, en vez de la indignante superficialidad con la que, de forma a la vez estereotipada, y ya trillada en legendarias producciones del terror adolescente, se da tratamiento a las temáticas, conflictos y dilemas que enfrentan las «personae dramaticae». Así, en el bando actoral masculino, los dos mencionados quedan reducidos a meros objetos sexualizados y «topificados». Ello no solo desaprovecha el talento de los actores, sino que también perpetúa estereotipos y enfoques superficiales en la representación de personajes masculinos, limitando su contribución a la narrativa a su apariencia física o atractivo, en lugar de a su desarrollo como personajes complejos y multidimensionales.
Con ello, llegamos a unas cotas de indolencia huevona que puede traer al espectador al borde del sopor (previa desconexión respecto a lo que la película pretende transmitir o comunicar). Tanto como por la falta de desarrollo de historia y personajes, como por el hecho de que está tan vacía en los tramos centrales, que cuando al fin parece que quiera retomar el hilo, la audiencia no se entera ni miaja de lo que está ocurriendo. Beck y Woods nos quieren sumergir tanto en el mundo de unos personajes que, paradójicamente, no se desarrollan absoluto, y sus andaduras, y a ellos mismos, tan bosque adentro, que acabamos todos perdidos. Esta ironía refleja una desconexión fundamental en la construcción de la película que afecta su cohesión y su capacidad para enganchar. A la postre, en lo que atañe al montaje, las decisiones de edición, posiblemente intentando dar coherencia o intensificar la atmósfera, no logran compensar las deficiencias en el desarrollo de la trama y los personajes.
Moralejas, pocas. Sólo el recurrente y subliminal mensaje de que no hay que cabrear a la salvaje naturaleza, y menos de noche, y donde encima tenemos a «espíritus malos» a los que si se despierta, ya tenemos montado el Belén. Por lo tanto, hay que cuidar donde nos vamos a celebrar lucernarios, y a matar el aburrimiento nocturno de fin de semana.
Una temática común en el género de terror que explora la delgada línea entre el mundo humano y los dominios desconocidos o sobrenaturales. Este mensaje subliminal no solo sirve como una advertencia sobre el respeto hacia fuerzas que están más allá de nuestro entendimiento, sino que también juega con la fascinación humana por desafiar los límites de nuestra existencia y explorar lo desconocido, a menudo sin tener en cuenta las posibles consecuencias.
Este trasfondo potencial queda velado tras la inoperancia e incapacidad de hacer de la película una digna representación de un mensaje que mantiene al espectador en ascuas durante un buen rato, antes de deshincharse como un globo cuyo contenido es sólo aire, y, por cierto, muy mal comprimido.
Las expectativas generadas por la premisa de la historia y los dilemas morales que plantea no encuentran eco en una narrativa cohesiva o un desarrollo de personajes convincente. Aunque ambiciosa en sus objetivos, no consigue entregar el impacto emocional o el estímulo intelectual que sugiere su trama.