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Voto de Jordirozsa:
5
5.8
15,435
Drama
Narra los orígenes del líder militar francés y su rápido e imparable ascenso de oficial del ejército a emperador de Francia. La historia se ve a través de la lente de la relación adictiva y volátil de Napoleón Bonaparte con su esposa y único amor verdadero, Josefina. (FILMAFFINITY)
Estreno en Apple TV+: 1 de marzo 2024
Estreno en Apple TV+: 1 de marzo 2024
12 de febrero de 2024
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La reciente película de Ridley Scott, que deconstruye y ridiculiza a Napoleón Bonaparte, involucra a todo el equipo, no solo al director, pese a ser la figura central. A sus ochenta y seis años, sorprende él solito asuma el pifostio de abordar a un personaje tan debatido en la historia, la política, las academias militares y el arte, incluido el cine.
Conscientemente o ignorándolo por completo, Scott se está convirtiendo, si no lo hizo ya en la última ristra de producciones que ha pilotado, en ese ser patoso, tosco, acartonado y prepotente al que ha querido retratar en Napoleón. Una proyección como un piano. Y el cine precisamente va de esto, de proyecciones ¿no? Tal vez él mismo se lo cree y se da cuenta de ello. No sería el primer loco que se cree ser como Napoleón (¡O sin el «cómo»!)
Del Ridley Scott de «Los duelistas» (1975), «Alien» (1979), «Blade Runner» (1982), «Tormenta blanca» (1996), poca cosa queda, si no nada. Detallista, impecable y buen narrador a través de un lenguaje visual impoluto, con ideas claras de lo que quería transmitir, dejó de serlo con aquel espejismo del nuevo siglo XXI llamado «Gladiator»(2000), un refrito de «Espartaco» (1960) y «La caída del Imperio Romano» (1964), que si supuso un pequeño interés renovado en el cine llamado «de romanos», fue un fiasco muy similar al que asistimos en «Napoleón», por la infame venta de los valores artísticos cinematográficos a la codicia y la ambición desmesurada de sus creadores.
Napoleón" (2023) se desvela no como una obra de arte, sino como otro engranaje en la máquina de «marketing» y tragaperras que es el cine actual: un tráiler que promete oro y el moro, un director y actor idolatrados dispuestos a enfrentarse al diluvio de críticas por una interpretación casi burlesca de una figura histórica esencial. Sumamos a Scott, ya en sus años chocheantes, silenciando críticos al estilo de nuestro «campechano Juanca» ("¿Por qué no te callas?"). Nos cuelgan la zanahoria de un «director's cut» en «Manzana Plus», pretendiendo tapar los agujeros de este "flick", incluido el del sombrero de Napoleón... ¿El resultado? Un rebaño tras Ridley Scott, que, entre dormir en sus laureles y una lectura insuficiente (o ¿era mucho leer y poco dormir?), parece habérsele secado el cerebro. Queda la duda: ¿Es esta la magna obra de Scott en sus últimos días, o simplemente Apple Plus y consortes lo usaron como el perfecto escaparate para su última jugada? Lo más probable es que aquí se juntaron el hambre con las ganas de comer.
La película es una estafa piramidal de entrada, y lo que es peor, como la leche desnatada. Sí, fuimos a ver «Napoleón», pero era uno al que habían quitado toda su esencia (es decir, leche), para añadirle toda clase de sucedáneos que, si no engordan, matan.
Optar por una visión íntima de Napoleón es válido artísticamente y hasta necesario para detallar su compleja historia en un formato condensado. Pero al tomar un enfoque centrado en lo folletinesco y lo sexual, debieron titularla acorde con esa mirada surrealista, lo que quizá hubiera preparado mejor al público. Por lo menos, no nos habrían dado el timo de la estampita.
Scott logra a través de Dariusz Wolski capturar escenas con una fotografía notable, destacando los entornos y paisajes, en particular las escenas finales en la residencia de Josefina. Sin embargo, esta calidad se ve opacada por efectos digitales deficientes que, en momentos clave como las campañas militares, restan autenticidad y parecen más propios de un videojuego que de una producción cinematográfica seria. En el caso de Moscú en llamas, es de escándalo y más si nos acordamos de las icónicas escenas de «Guerra y Paz» (1956), de King Vidor, en el que, precisamente, tenemos a un Napoleón excelentemente interpretado por Herbert Lom, que es con el que me quedo de todas las producciones que he visto sobre este personaje y sus guerras.
Martin Phipps, centrado en el plano diegético y enfocado en Napoleón, falla en enriquecer narrativamente el relato, generando una sensación de fragmentación a través de una serie de escenas inconexas. Captura parcialmente la esencia épica, pero sus intentos sonoros, extravagantes, no logran compensar la falta de cohesión y profundidad. La música, impregnada de un tono pseudo satírico, intenta sin éxito elevar la trama, especialmente en las relaciones y momentos clave de la vida de Napoleón, reduciendo su potencial impacto y dejando las escenas de batalla y momentos de relevancia histórica sin el esplendor merecido.
Lo más logrado del producto de este Napoleón han sido las ambientaciones, especialmente en lo que atañe a los contextos palaciegos, y en algunas escenas de campaña (vestuarios, utilería, recreaciones de armamento de época...).
Joaquin Phoenix, destacado en su transformación de drama en farsa, lleva su papel de Napoleón a extremos de inverosimilitud, especialmente en las batallas y en las tediosas escenas románticas, más propias de un melodrama juvenil. A pesar de su talento, su interpretación roza la megalomanía, distorsionando al personaje histórico. Vanessa Kirby, por su parte, ofrece un brillo genuino, aunque su rol en la tóxica relación entre Napoleón y Josefina queda sobrecargado y alejado de cualquier pretensión de autenticidad. Ambas actuaciones solo nos pueden servir para un video didáctico sobre la reproducción de los conejos o para una charla de puericultura en algún cursillo prematrimonial cutre de pueblo.
Es una auténtica pena que, contando con secundarios flamantes como Rupert Everett (Wellington) y Edouard Philipponnat (Alejandro de Rusia), el único actor francés de reparto, queden reducidos a poco menos que figurantes por la efímera presencia que se les concede. La extrema y excesiva condensación del foco dramático en Phoenix y Kirby nos priva de sumergirnos en los personajes que constituyen el contexto social de Napoleón y, por ende, dibujan parte del sustrato de su personalidad. Algo esencial en el caso de sus mariscales de campo,
Conscientemente o ignorándolo por completo, Scott se está convirtiendo, si no lo hizo ya en la última ristra de producciones que ha pilotado, en ese ser patoso, tosco, acartonado y prepotente al que ha querido retratar en Napoleón. Una proyección como un piano. Y el cine precisamente va de esto, de proyecciones ¿no? Tal vez él mismo se lo cree y se da cuenta de ello. No sería el primer loco que se cree ser como Napoleón (¡O sin el «cómo»!)
Del Ridley Scott de «Los duelistas» (1975), «Alien» (1979), «Blade Runner» (1982), «Tormenta blanca» (1996), poca cosa queda, si no nada. Detallista, impecable y buen narrador a través de un lenguaje visual impoluto, con ideas claras de lo que quería transmitir, dejó de serlo con aquel espejismo del nuevo siglo XXI llamado «Gladiator»(2000), un refrito de «Espartaco» (1960) y «La caída del Imperio Romano» (1964), que si supuso un pequeño interés renovado en el cine llamado «de romanos», fue un fiasco muy similar al que asistimos en «Napoleón», por la infame venta de los valores artísticos cinematográficos a la codicia y la ambición desmesurada de sus creadores.
Napoleón" (2023) se desvela no como una obra de arte, sino como otro engranaje en la máquina de «marketing» y tragaperras que es el cine actual: un tráiler que promete oro y el moro, un director y actor idolatrados dispuestos a enfrentarse al diluvio de críticas por una interpretación casi burlesca de una figura histórica esencial. Sumamos a Scott, ya en sus años chocheantes, silenciando críticos al estilo de nuestro «campechano Juanca» ("¿Por qué no te callas?"). Nos cuelgan la zanahoria de un «director's cut» en «Manzana Plus», pretendiendo tapar los agujeros de este "flick", incluido el del sombrero de Napoleón... ¿El resultado? Un rebaño tras Ridley Scott, que, entre dormir en sus laureles y una lectura insuficiente (o ¿era mucho leer y poco dormir?), parece habérsele secado el cerebro. Queda la duda: ¿Es esta la magna obra de Scott en sus últimos días, o simplemente Apple Plus y consortes lo usaron como el perfecto escaparate para su última jugada? Lo más probable es que aquí se juntaron el hambre con las ganas de comer.
La película es una estafa piramidal de entrada, y lo que es peor, como la leche desnatada. Sí, fuimos a ver «Napoleón», pero era uno al que habían quitado toda su esencia (es decir, leche), para añadirle toda clase de sucedáneos que, si no engordan, matan.
Optar por una visión íntima de Napoleón es válido artísticamente y hasta necesario para detallar su compleja historia en un formato condensado. Pero al tomar un enfoque centrado en lo folletinesco y lo sexual, debieron titularla acorde con esa mirada surrealista, lo que quizá hubiera preparado mejor al público. Por lo menos, no nos habrían dado el timo de la estampita.
Scott logra a través de Dariusz Wolski capturar escenas con una fotografía notable, destacando los entornos y paisajes, en particular las escenas finales en la residencia de Josefina. Sin embargo, esta calidad se ve opacada por efectos digitales deficientes que, en momentos clave como las campañas militares, restan autenticidad y parecen más propios de un videojuego que de una producción cinematográfica seria. En el caso de Moscú en llamas, es de escándalo y más si nos acordamos de las icónicas escenas de «Guerra y Paz» (1956), de King Vidor, en el que, precisamente, tenemos a un Napoleón excelentemente interpretado por Herbert Lom, que es con el que me quedo de todas las producciones que he visto sobre este personaje y sus guerras.
Martin Phipps, centrado en el plano diegético y enfocado en Napoleón, falla en enriquecer narrativamente el relato, generando una sensación de fragmentación a través de una serie de escenas inconexas. Captura parcialmente la esencia épica, pero sus intentos sonoros, extravagantes, no logran compensar la falta de cohesión y profundidad. La música, impregnada de un tono pseudo satírico, intenta sin éxito elevar la trama, especialmente en las relaciones y momentos clave de la vida de Napoleón, reduciendo su potencial impacto y dejando las escenas de batalla y momentos de relevancia histórica sin el esplendor merecido.
Lo más logrado del producto de este Napoleón han sido las ambientaciones, especialmente en lo que atañe a los contextos palaciegos, y en algunas escenas de campaña (vestuarios, utilería, recreaciones de armamento de época...).
Joaquin Phoenix, destacado en su transformación de drama en farsa, lleva su papel de Napoleón a extremos de inverosimilitud, especialmente en las batallas y en las tediosas escenas románticas, más propias de un melodrama juvenil. A pesar de su talento, su interpretación roza la megalomanía, distorsionando al personaje histórico. Vanessa Kirby, por su parte, ofrece un brillo genuino, aunque su rol en la tóxica relación entre Napoleón y Josefina queda sobrecargado y alejado de cualquier pretensión de autenticidad. Ambas actuaciones solo nos pueden servir para un video didáctico sobre la reproducción de los conejos o para una charla de puericultura en algún cursillo prematrimonial cutre de pueblo.
Es una auténtica pena que, contando con secundarios flamantes como Rupert Everett (Wellington) y Edouard Philipponnat (Alejandro de Rusia), el único actor francés de reparto, queden reducidos a poco menos que figurantes por la efímera presencia que se les concede. La extrema y excesiva condensación del foco dramático en Phoenix y Kirby nos priva de sumergirnos en los personajes que constituyen el contexto social de Napoleón y, por ende, dibujan parte del sustrato de su personalidad. Algo esencial en el caso de sus mariscales de campo,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
omitidos en su mayor parte. Y reducidos a menos de la mínima expresión sus enemigos, como Francisco de Austria (Miles Jupp) y Alejandro de Rusia, realmente desaprovechados. Qué desperdicio, la belleza y hermosura de Edouard Philipponnat, que a sus 25 años está como un puñetero tren de carga, y lo encuentro más deslumbrante y guapo en la pantalla, tanto por su belleza como por su «faire charmant» ante la cámara, que el de los propios Kirby y Phoenix juntos.
El trabajo de Scarpia es el más deficiente, optando por una narrativa concentrada en la volátil relación entre Napoleón y Josefina y seleccionando únicamente hitos militares, sin ofrecer un análisis detallado del contexto histórico o las repercusiones sociopolíticas de su era. Esta aproximación causa un ritmo narrativo irregular y muestra una evidente falta de innovación en el guion. Aunque las escenas de combate proporcionan cierto alivio, la trama parece acelerada y superficial, fallando en retratar la evolución temporal de los personajes, resultando en una representación simplista de Napoleón y su entorno.
En el caso de Phoenix, el idéntico cincuentón con ojeras, físicamente decadente, psicológicamente inmaduro y existencialmente exhausto, desde su primera aparición en la estrambótica ejecución de María Antonieta, hasta su derrota en Waterloo y su destierro definitivo en Santa Elena. Donde me lo hacen morir a toda prisa, en un guiño épico al deceso de Michael Corleone al final de la tercera parte de «El Padrino» (1986).
Así, como borricos alrededor del molino dando vueltas nos tienen. O como en el desierto sin brújula. Total, solo para colarnos el impuesto valor de moda del empoderamiento femenino. Eso sí, a costa de denigrar la figura masculina, y si puede ser la de un mito o leyenda, que escoza más. (¡Pa’ que sus enteréis!).
Bueno, si este era el caso, ¿por qué no rodar una película sobre el sitio de Zaragoza? Un hermoso capítulo de nuestra Guerra de la Independencia que tiene como centro de la épica a Agustina de Aragón. Esa sí fue una mujer empoderada, y al señor Scott no le habrían faltado los cañonazos y un memorable escenario de batalla. Pero bien visto, mejor que el tema de España no lo tocasen, a pesar de que fue la real causa del inicio del declive de la carrera militar de Napoleón. La de Bailén fue la primera de las grandes batallas en las que sus ejércitos sufrieron una importante derrota en campo abierto. La cuestión de España habría sido una camisa de once varas en la que se habrían metido los productores, el realizador y todo el equipo: el asunto de Trafalgar, los constantes cambios de alianzas, el terrible asedio y la matanza sangrienta que perpetraron los gabachos en Tarragona... Ahí, los «britis» habrían quedado demasiado retratados, pues una fragata inglesa podría haber intervenido y salvar Tarragona de ser reducida a ruinas.
La narrativa sobre Napoleón, enfocándose en el episodio español entre otros, necesitaría varias temporadas para ser justa y detallada. Sin embargo, la película opta por una perspectiva similar a la propaganda inglesa, reflejando un desdén duradero hacia Europa por parte de Estados Unidos y el Reino Unido. Esta distorsión, desde mi punto de vista, subraya cómo los ideales revolucionarios franceses chocan con el imperialismo y el globalismo actuales, que prefieren una sociedad controlable.
La voz de Scott es la de las fuerzas contemporáneas que rechazan los principios de libertad, igualdad y fraternidad en favor de mantener el poder concentrado. El mensaje de propaganda: la decadencia de la vieja y chocha Europa que, a lo que más se parece, es a una casa de putas. Por desgracia, en parte tienen razón. Sin embargo, les agradezco a estos anglosajones neo imperialistas que este agridulce largometraje, con rigor histórico o sin él, me ha hecho desempolvar de mis estanterías los libros de nuestra milenaria y rica historia. El primero, «Las campañas de Napoleón», de David G. Chandler, que me lo había ya cepillado a los 10 años.
El trabajo de Scarpia es el más deficiente, optando por una narrativa concentrada en la volátil relación entre Napoleón y Josefina y seleccionando únicamente hitos militares, sin ofrecer un análisis detallado del contexto histórico o las repercusiones sociopolíticas de su era. Esta aproximación causa un ritmo narrativo irregular y muestra una evidente falta de innovación en el guion. Aunque las escenas de combate proporcionan cierto alivio, la trama parece acelerada y superficial, fallando en retratar la evolución temporal de los personajes, resultando en una representación simplista de Napoleón y su entorno.
En el caso de Phoenix, el idéntico cincuentón con ojeras, físicamente decadente, psicológicamente inmaduro y existencialmente exhausto, desde su primera aparición en la estrambótica ejecución de María Antonieta, hasta su derrota en Waterloo y su destierro definitivo en Santa Elena. Donde me lo hacen morir a toda prisa, en un guiño épico al deceso de Michael Corleone al final de la tercera parte de «El Padrino» (1986).
Así, como borricos alrededor del molino dando vueltas nos tienen. O como en el desierto sin brújula. Total, solo para colarnos el impuesto valor de moda del empoderamiento femenino. Eso sí, a costa de denigrar la figura masculina, y si puede ser la de un mito o leyenda, que escoza más. (¡Pa’ que sus enteréis!).
Bueno, si este era el caso, ¿por qué no rodar una película sobre el sitio de Zaragoza? Un hermoso capítulo de nuestra Guerra de la Independencia que tiene como centro de la épica a Agustina de Aragón. Esa sí fue una mujer empoderada, y al señor Scott no le habrían faltado los cañonazos y un memorable escenario de batalla. Pero bien visto, mejor que el tema de España no lo tocasen, a pesar de que fue la real causa del inicio del declive de la carrera militar de Napoleón. La de Bailén fue la primera de las grandes batallas en las que sus ejércitos sufrieron una importante derrota en campo abierto. La cuestión de España habría sido una camisa de once varas en la que se habrían metido los productores, el realizador y todo el equipo: el asunto de Trafalgar, los constantes cambios de alianzas, el terrible asedio y la matanza sangrienta que perpetraron los gabachos en Tarragona... Ahí, los «britis» habrían quedado demasiado retratados, pues una fragata inglesa podría haber intervenido y salvar Tarragona de ser reducida a ruinas.
La narrativa sobre Napoleón, enfocándose en el episodio español entre otros, necesitaría varias temporadas para ser justa y detallada. Sin embargo, la película opta por una perspectiva similar a la propaganda inglesa, reflejando un desdén duradero hacia Europa por parte de Estados Unidos y el Reino Unido. Esta distorsión, desde mi punto de vista, subraya cómo los ideales revolucionarios franceses chocan con el imperialismo y el globalismo actuales, que prefieren una sociedad controlable.
La voz de Scott es la de las fuerzas contemporáneas que rechazan los principios de libertad, igualdad y fraternidad en favor de mantener el poder concentrado. El mensaje de propaganda: la decadencia de la vieja y chocha Europa que, a lo que más se parece, es a una casa de putas. Por desgracia, en parte tienen razón. Sin embargo, les agradezco a estos anglosajones neo imperialistas que este agridulce largometraje, con rigor histórico o sin él, me ha hecho desempolvar de mis estanterías los libros de nuestra milenaria y rica historia. El primero, «Las campañas de Napoleón», de David G. Chandler, que me lo había ya cepillado a los 10 años.