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Voto de Jordirozsa:
6
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Thriller. Fantástico. Terror
En 1921, después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), una escéptica mujer viaja hasta un internado para investigar una aparente posesión. Justo cuando cree que ha desacreditado la teoría del espíritu maligno, tendrá un espectral encuentro que desafiará todas sus creencias racionales. (FILMAFFINITY)
15 de mayo de 2023
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
De forma muy elegante, técnica y delicadamente elaborada, el espectador se encuentra ubicado en el período de entreguerras, en el que una Europa cansada y atribulada, no sólo por los desastres del recién pasado conflicto (la I Guerra Mundial), sino también los estragos de la mal llamada «gripe española», iba a trancas y barrancas para recuperarse e intentar levantar cabeza. Lo cual propició la proliferación desmesurada de individuos e individuas que, con sus puestas en escena tan bien actuadas como fraudulentas, tenían una mina de oro en las traumatizadas (y por ende crédulas) personas que habían sido incapaces de procesar un duelo sano en sus vidas, como resultado de los desastres que sumieron al continente, en lo más parecido hasta el momento al Apocalipsis. En este escenario, la cinta de Nick Murphy halla su coherencia, forzada en algunos puntos por la figura de una protagonista que, para su tiempo, está pasada de vueltas en la exhibición del tan sobrevalorado feminismo (con el añadido de algunas exageraciones), aunque esto es gloria con la colección de damas que James Cameron (1997) nos pintó en los infaustos días del Titanic, en un contexto muy parecido al que nos ocupa (1912).
Cabe destacar la perfecta sintonía entre la temática de la historia cuyo guion el propio director teclea a cuatro manos con Stephen Volk, en un momento en el que las teorías de Sigmund Freud estaban en boga (todavía de rabiosa actualidad; en el campo de la psicología, los que se atreven a hablar del maestro vienés y fundador del psicoanálisis, en términos de su obsolescencia, van muy equivocados), y bajo la luz de estos postulados nos resultará más que fácil analizar las peripecias de la protagonista, Rebeca Hall, que nos hará un más que decente (bastante solvente, diría yo) retrato de la principal personaje, Florence Cathart, una joven brillante, independiente e inteligente científica, que se dedica a investigar los casos de fenómenos paranormales engañosos. Con ello, desenmascarar a los aprovechados y devolver (por lo menos en parte) la dignidad a sus cándidas víctimas. Con lo que no cuenta este personaje, es que ella misma tendrá que enfrentarse a sus propios demonios, y el eje de la trama se centrará en ella, en términos de la evolución de su personalidad, en cuanto a su curiosa profesional relación con el «más allá».
Los responsables de ambientación de la película crean un microcosmos que acrecienta las sensaciones de soledad y el aislamiento, ante la confrontación que, cada una de las figuras dramáticas del relato, tendrá que hacer con sus fantasmas del pasado. Florence no será una excepción, y veremos cómo busca desesperadamente encontrar un punto de conexión o contacto con el profesor (Dominic West) del internado de niños, que acudirá a ella para esclarecer las misteriosas supuestas apariciones de las almas de infantes que perecieron en la institución que le encomienda contratar a alguien para que investigue sobre el caso. De hecho, ambos (profesor y Florence), se abandonarán a esta relación (muy poco explotada, por cierto, por los escribanos del libreto), que será sentida como un bálsamo al terrible dolor interno.
Todos los personajes (incluido el «misterioso» niño), se usarán unos a otros como espejo y puerta de entrada para abordar su propio camino de expiación, salvación o redención (pónganle el nombre que quieran). Sin embargo, entre cada uno de los susodichos personajes, se podrán ver plasmadas una serie de diferencias, no sólo ya para dotar a cada cuál de la multidimensionalidad y unicidad con las que requieren ser descritos en la historia. Sin ir más lejos, fijarse en el rol del «ama de llaves» (Mrs. Maud Hill, interpretada por la veterana y curtida ante pantallas, Imelda Staunton), cuya intención será (y valga la metafórica redundancia, que también veremos manifestada como contradicción) la de tener en su poder las «llaves» de los secretos que irán desvelándose paulatinamente, a cuentagotas. Secretos a los que, irónicamente, Florence irá acercándose peligrosamente, en su intento por desenmarañar los sucesos que tienen aterrorizados a todos, con su cacharrería, en el laberíntico y agorafóbico espacio de la mansión, convertida en internado, que se antoja metafóricamente como una despiadada cárcel de almas (me refiero aquí, tanto a las de los vivos, como a las de los muertos), para desempeñar el dudoso cometido de imponer el orden de la cognición, ante los eventos que suceden en aquél espacio. Frustrado objetivo, que se verá reflejado en la figuración gráfica de la mente de Florence en la casa de muñecas, en la que se reproduce (como si de su propio cuento se tratara) el proceso por el que viajará, como la expresión metafórica de un juego de «matrioskas», semióticamente hablando.
La casa de muñecas como elemento diegético visual, tiene la función de guía o narrador. Lo cual ya se ha visto en películas como «Hereditary» (2018), de Ari Aster, o también en otras producciones, como en una de las de la saga de «Amityville», que introduce en una de sus interminables secuelas, el concepto de la casa de muñecas, como «escena dentro de la escena». También en «The Haunting of Bly Manor» (2020), de Mike Flanagan; o la versión de la misma novela de Henry James, que dirigió en su día Floria Sigismondi en 2021 («The Turning»).
El director de “Awakening” procede del mundo televisivo, lo cual quizás explicaría una constante y temeraria tendencia a la elongación del tempo durante el primer acto y medio, como si la producción tuviese que construirse como una miniserie. El chicle se estira demasiado y aboca a un peligroso «accelerando» en el tercer acto, que atropella y confunde al público. Tanto en lo que se refiere al esclarecimiento de la trama, como en todo a lo que afecta a un final, clarísimo a todas luces, aunque torpemente confeccionado hasta el epílogo. Algunos verán ahí una «pretendida» conclusión, cuya realidad depende de la interpretación de cada espectador. Nada más lejos de la realidad.
Cabe destacar la perfecta sintonía entre la temática de la historia cuyo guion el propio director teclea a cuatro manos con Stephen Volk, en un momento en el que las teorías de Sigmund Freud estaban en boga (todavía de rabiosa actualidad; en el campo de la psicología, los que se atreven a hablar del maestro vienés y fundador del psicoanálisis, en términos de su obsolescencia, van muy equivocados), y bajo la luz de estos postulados nos resultará más que fácil analizar las peripecias de la protagonista, Rebeca Hall, que nos hará un más que decente (bastante solvente, diría yo) retrato de la principal personaje, Florence Cathart, una joven brillante, independiente e inteligente científica, que se dedica a investigar los casos de fenómenos paranormales engañosos. Con ello, desenmascarar a los aprovechados y devolver (por lo menos en parte) la dignidad a sus cándidas víctimas. Con lo que no cuenta este personaje, es que ella misma tendrá que enfrentarse a sus propios demonios, y el eje de la trama se centrará en ella, en términos de la evolución de su personalidad, en cuanto a su curiosa profesional relación con el «más allá».
Los responsables de ambientación de la película crean un microcosmos que acrecienta las sensaciones de soledad y el aislamiento, ante la confrontación que, cada una de las figuras dramáticas del relato, tendrá que hacer con sus fantasmas del pasado. Florence no será una excepción, y veremos cómo busca desesperadamente encontrar un punto de conexión o contacto con el profesor (Dominic West) del internado de niños, que acudirá a ella para esclarecer las misteriosas supuestas apariciones de las almas de infantes que perecieron en la institución que le encomienda contratar a alguien para que investigue sobre el caso. De hecho, ambos (profesor y Florence), se abandonarán a esta relación (muy poco explotada, por cierto, por los escribanos del libreto), que será sentida como un bálsamo al terrible dolor interno.
Todos los personajes (incluido el «misterioso» niño), se usarán unos a otros como espejo y puerta de entrada para abordar su propio camino de expiación, salvación o redención (pónganle el nombre que quieran). Sin embargo, entre cada uno de los susodichos personajes, se podrán ver plasmadas una serie de diferencias, no sólo ya para dotar a cada cuál de la multidimensionalidad y unicidad con las que requieren ser descritos en la historia. Sin ir más lejos, fijarse en el rol del «ama de llaves» (Mrs. Maud Hill, interpretada por la veterana y curtida ante pantallas, Imelda Staunton), cuya intención será (y valga la metafórica redundancia, que también veremos manifestada como contradicción) la de tener en su poder las «llaves» de los secretos que irán desvelándose paulatinamente, a cuentagotas. Secretos a los que, irónicamente, Florence irá acercándose peligrosamente, en su intento por desenmarañar los sucesos que tienen aterrorizados a todos, con su cacharrería, en el laberíntico y agorafóbico espacio de la mansión, convertida en internado, que se antoja metafóricamente como una despiadada cárcel de almas (me refiero aquí, tanto a las de los vivos, como a las de los muertos), para desempeñar el dudoso cometido de imponer el orden de la cognición, ante los eventos que suceden en aquél espacio. Frustrado objetivo, que se verá reflejado en la figuración gráfica de la mente de Florence en la casa de muñecas, en la que se reproduce (como si de su propio cuento se tratara) el proceso por el que viajará, como la expresión metafórica de un juego de «matrioskas», semióticamente hablando.
La casa de muñecas como elemento diegético visual, tiene la función de guía o narrador. Lo cual ya se ha visto en películas como «Hereditary» (2018), de Ari Aster, o también en otras producciones, como en una de las de la saga de «Amityville», que introduce en una de sus interminables secuelas, el concepto de la casa de muñecas, como «escena dentro de la escena». También en «The Haunting of Bly Manor» (2020), de Mike Flanagan; o la versión de la misma novela de Henry James, que dirigió en su día Floria Sigismondi en 2021 («The Turning»).
El director de “Awakening” procede del mundo televisivo, lo cual quizás explicaría una constante y temeraria tendencia a la elongación del tempo durante el primer acto y medio, como si la producción tuviese que construirse como una miniserie. El chicle se estira demasiado y aboca a un peligroso «accelerando» en el tercer acto, que atropella y confunde al público. Tanto en lo que se refiere al esclarecimiento de la trama, como en todo a lo que afecta a un final, clarísimo a todas luces, aunque torpemente confeccionado hasta el epílogo. Algunos verán ahí una «pretendida» conclusión, cuya realidad depende de la interpretación de cada espectador. Nada más lejos de la realidad.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Lo que sucede, es que a Murphy le pilla el toro y pretende colarnos la ilusión de ambigüedad, a modo de los farsantes a los que la «prota» desenmascara.
El propio realizador es víctima, junto a su co-escribano, del propio jarabe de palo que se inflige en su diégesis, a los que procuran engañar a los ingenuos. Ni hecho a posta. En vez de darnos algo más personal y creativo, Murphy se saca el conejo de la chistera, en un ejercicio de prestidigitación (con el que se somete a los imperativos «faires» de quienes pagaron por el encargo), como si los que menean la pasta no supieran que el público avezado ya a las temáticas tan sobadas por Alejandro Amenábar («Los Otros», 2001) o M. Night Shyamalan («El Sexto Sentido, 1999), entre otros que las adoptaron en su quehacer narrativo, no fuera capaz de verle el plumero a un chapucero desenlace. Un total ejercicio de cinismo o gilipollez por parte de los que ponen los «mortadelos», que realmente suelen mandar en el menester cinematográfico.
De cuidada ambientación, los meticulosamente diseñados vestuarios, y la impoluta fotografía de Joan Grau, que hace gala de su maestría en el arte, logran cautivar y mantener el interés de la audiencia, cuya atención se pierde en las exuberantes imágenes, los escasos «jumpscares», y la exquisita banda sonora sinfónica de Daniel Pemberton, que hacen de taparrabos a la plúmbea marcha del ritmo narrativo, en momentos más difícil de tragar que una tupida pechuga de gallo de corral hecha al horno.
De este modo, la factura técnica, trabajada a consciencia, como en cualquier producto detrás del cual se halla la «todopoderosa» británica BBC, funciona de sólido recipiente a un «script» poco madurado, así como a las interpretaciones de un buen elenco (en el que se agradece la fugaz, pero efectiva aparición de John Shrapnel), cuyo trabajo se ve resentido por la falta de garbo y pericia de Murphy en la confección del libreto. Es cierto que éste, a lo largo del metraje, va soltando las «miajillas de Pulgarcito» (aka, elementos de «planting»), pero lo hace de forma tan desperdigada y poco funcional, que no sirven al propósito del atosigado último giro.
Ahí sobra la duda sobre el fado de Florence. Tenemos varios motivos para poder defender sin reparos el que ella acaba muerta, después de que Maud, la existencialmente amargada y torturada ama de llaves, le haya dado a beber (sin que la chica lo sepa) la misma ponzoña que ella ha engullido. Consiguiendo así, que la que se descubre que era su hija, hermanastra del «niño fantasma» (y por ende bastarda del antiguo dueño de la mansión) culmine su proceso de «retorno» y evolución. Narrativamente es lo que tiene más sentido. Menos consistente, y flagrantemente desmañado a nivel técnico, se confirma esto con los juegos de insinuación a cargo de la imagen, el sonido y el montaje, con los que Murphy y su equipo de edición quieren ir tanto al límite del «decir sin mostrar», que la cagada es más escandalosa que la de una gaviota que cae sobre un incauto peatón.
Por debajo de la tenue capa de barniz del terror, la película desarrolla una trama de dramas personales sobre el eje central de la transformación psíquica, basada en la superación de los traumas y de los retos. Demasiado especiado, eso sí, sobre la «mainstreamera» quimera del feminismo, que pone en peligro lo auténtico, genuino y fresco que nos revela el deslumbrante personaje de la Hall, en contraposición a la oscura, amargada, mortalmente congestionada y atrofiada personalidad que interpreta, también bordada, Imelda Staunton. En medio, quedan los no menos dignos, pero claramente relegados a un plano inferior, con sus propios complejos, heridas y cicatrices, como un resorte del juego de fuerzas entre las dos estrellas femeninas, Isaac Hempstead Wright (en el papel del niño fantasma) y Dominic West (el profesor Robert Mallory), muy desaprovechados como actores y como personajes, a los que se podría haber desarrollado más, y dar más dinamismo al devenir de la trama.
El propio realizador es víctima, junto a su co-escribano, del propio jarabe de palo que se inflige en su diégesis, a los que procuran engañar a los ingenuos. Ni hecho a posta. En vez de darnos algo más personal y creativo, Murphy se saca el conejo de la chistera, en un ejercicio de prestidigitación (con el que se somete a los imperativos «faires» de quienes pagaron por el encargo), como si los que menean la pasta no supieran que el público avezado ya a las temáticas tan sobadas por Alejandro Amenábar («Los Otros», 2001) o M. Night Shyamalan («El Sexto Sentido, 1999), entre otros que las adoptaron en su quehacer narrativo, no fuera capaz de verle el plumero a un chapucero desenlace. Un total ejercicio de cinismo o gilipollez por parte de los que ponen los «mortadelos», que realmente suelen mandar en el menester cinematográfico.
De cuidada ambientación, los meticulosamente diseñados vestuarios, y la impoluta fotografía de Joan Grau, que hace gala de su maestría en el arte, logran cautivar y mantener el interés de la audiencia, cuya atención se pierde en las exuberantes imágenes, los escasos «jumpscares», y la exquisita banda sonora sinfónica de Daniel Pemberton, que hacen de taparrabos a la plúmbea marcha del ritmo narrativo, en momentos más difícil de tragar que una tupida pechuga de gallo de corral hecha al horno.
De este modo, la factura técnica, trabajada a consciencia, como en cualquier producto detrás del cual se halla la «todopoderosa» británica BBC, funciona de sólido recipiente a un «script» poco madurado, así como a las interpretaciones de un buen elenco (en el que se agradece la fugaz, pero efectiva aparición de John Shrapnel), cuyo trabajo se ve resentido por la falta de garbo y pericia de Murphy en la confección del libreto. Es cierto que éste, a lo largo del metraje, va soltando las «miajillas de Pulgarcito» (aka, elementos de «planting»), pero lo hace de forma tan desperdigada y poco funcional, que no sirven al propósito del atosigado último giro.
Ahí sobra la duda sobre el fado de Florence. Tenemos varios motivos para poder defender sin reparos el que ella acaba muerta, después de que Maud, la existencialmente amargada y torturada ama de llaves, le haya dado a beber (sin que la chica lo sepa) la misma ponzoña que ella ha engullido. Consiguiendo así, que la que se descubre que era su hija, hermanastra del «niño fantasma» (y por ende bastarda del antiguo dueño de la mansión) culmine su proceso de «retorno» y evolución. Narrativamente es lo que tiene más sentido. Menos consistente, y flagrantemente desmañado a nivel técnico, se confirma esto con los juegos de insinuación a cargo de la imagen, el sonido y el montaje, con los que Murphy y su equipo de edición quieren ir tanto al límite del «decir sin mostrar», que la cagada es más escandalosa que la de una gaviota que cae sobre un incauto peatón.
Por debajo de la tenue capa de barniz del terror, la película desarrolla una trama de dramas personales sobre el eje central de la transformación psíquica, basada en la superación de los traumas y de los retos. Demasiado especiado, eso sí, sobre la «mainstreamera» quimera del feminismo, que pone en peligro lo auténtico, genuino y fresco que nos revela el deslumbrante personaje de la Hall, en contraposición a la oscura, amargada, mortalmente congestionada y atrofiada personalidad que interpreta, también bordada, Imelda Staunton. En medio, quedan los no menos dignos, pero claramente relegados a un plano inferior, con sus propios complejos, heridas y cicatrices, como un resorte del juego de fuerzas entre las dos estrellas femeninas, Isaac Hempstead Wright (en el papel del niño fantasma) y Dominic West (el profesor Robert Mallory), muy desaprovechados como actores y como personajes, a los que se podría haber desarrollado más, y dar más dinamismo al devenir de la trama.