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Voto de el pastor de la polvorosa:
8
Voto de el pastor de la polvorosa:
8
7.1
2,607
3 de marzo de 2013
3 de marzo de 2013
24 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tabú nos habla de algunas cosas muy serias con un humor muy particular, pero demanda un espectador dispuesto a entrar en el juego que plantea, que es muy diferente, pese a algunas apariencias, del cine narrativo convencional. Tampoco se limita a jugar la carta de la nostalgia cinéfila, y el objeto de su homenaje lo deja claro: pues Tabú de Murnau no es un clásico para el regodeo sentimental, sino para el presente y el futuro del cine.
La película se divide en dos partes, precedidas por un prólogo distanciador y metafórico, que marca el tono del conjunto (aunque ninguna de las tres secciones se parece entre sí, ni en la forma ni en el contenido de lo narrado).
Sigo en spoiler porque me parece que la sorpresa es esencial en esta película (y temo que la espesura de lo que he conseguido redactar pudiera no ser la mejor introducción para quien no la haya visto; eso sí, que quede claro que recomiendo verla, salvo a alérgicos a lo posmoderno).
La película se divide en dos partes, precedidas por un prólogo distanciador y metafórico, que marca el tono del conjunto (aunque ninguna de las tres secciones se parece entre sí, ni en la forma ni en el contenido de lo narrado).
Sigo en spoiler porque me parece que la sorpresa es esencial en esta película (y temo que la espesura de lo que he conseguido redactar pudiera no ser la mejor introducción para quien no la haya visto; eso sí, que quede claro que recomiendo verla, salvo a alérgicos a lo posmoderno).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La presentación de los personajes muestra el cuidado y la habilidad de Miguel Gomes: Santa, la criada caboverdiana de Aurora, aparece por primera vez en el apartamento de esta, lleno de plantas tropicales, planchando; suena el teléfono, y abandona el encuadre, dejándonos con el vapor y las plantas, como en una representación burguesa de África, una “estufa fría” de escala doméstica.
Más tarde la vemos encendiendo un cigarro después de comer unas gambas. Estos gestos cotidianos expresan, no obstante su banalidad, un misterio insondable, como si la cámara creyera lo que dice en un momento posterior el personaje de Aurora, que Santa hace hechicerías con humo, etc. En la segunda parte, la contrafigura del cocinero brujo dará un sentido dramático a estas palabras, que cuando se escuchan dichas por la vieja ludópata y lunática, tienen un aspecto cómico.
La presentación de Aurora, narrando su sueño en el casino de Estoril, clava al personaje entre su desvarío surrealista y su capacidad de fascinación.
Lisboa se nos muestra invernal, alejada del tópico de la ciudad blanca, azotada por lluvias torrenciales que evocan las de África...
El artista admirador de Pilar se presenta tras otra escena de surrealismo cotidiano: la visita nocturna a una cueva, con un guía un tanto peculiar. Luego, la escena en la que ronca en el cine, mientras Pilar se emociona hasta las lágrimas, funciona como un contraste irónico con los abismos de pasión de la segunda parte.
Más adelante, la búsqueda de Ventura nos lleva en primer lugar a su sobrino, rodeado de perros que son capaces de oler la bondad; luego la foto de la tarjeta de la residencia en que está recluido se convierte en imagen en movimiento, manteniendo el mismo encuadre; pero el personaje sólo nos muestra su rostro en el momento en que arroja una azucena sobre una tumba.
Aunque a la segunda parte del díptico se la podría relacionar con The artist (o Blancanieves), por la coincidencia cronológica con estas películas, me parece que, si acaso, podría tener algún parentesco con la algo más antigua Vida bohemia de Aki Kaurismaki.
He leído una entrevista con el director que nos han repartido en el dossier del cine-club de la filmoteca, y Miguel Gomes dice, bellamente, que la segunda parte es como un regalo para los protagonistas de la primera. Pilar, a la que se nos presentó viendo una película (el prólogo), recibe por sus buenas obras el regalo de esta segunda película (que quizás es, misteriosamente, la que está viendo en la primera parte mientras el pintor duerme, puesto que oímos la versión española de Be my baby que reaparecerá aquí).
La segunda parte narra el amor de perdición de Aurora y Ventura, que se enquista hasta lo imposible, y que se hermana con el amor enfermizo de Portugal por sus colonias africanas -no interpretado, me parece, como un mero delirio anacrónico de grandeza, sino como una forma nostálgica de aferrarse a un pasado mítico, en el que el mundo tenía sentido porque aún eran posibles los grandes relatos; en el que el hombre, incluso en la mayor soledad, no estaba solo, sino acompañado por su rey, y por Dios, cuya voz está en la Biblia...
Como en toda obra posmoderna, la narración puede seguirse de forma ingenua, pero al mismo tiempo remite a cuestiones metalinguísticas: si en la segunda parte el cocodrilo representa claramente el deseo (regalo que le hace a la protagonista su marido, y que después escapa y la conduce, más allá de las conveniencias sociales, hacia lo prohibido), en el prólogo ese deseo se alimenta, literalmente, de la atracción incesante por la amada muerta. Así, el explorador melancólico comparece como metáfora del cineasta posmoderno, enamorado imposible del cine clásico, que se arroja en las fauces de su deseo necrófilo sucumbiendo irónicamente a la tentación de rehacer, por ejemplo, Tabú, de Murnau.
Más tarde la vemos encendiendo un cigarro después de comer unas gambas. Estos gestos cotidianos expresan, no obstante su banalidad, un misterio insondable, como si la cámara creyera lo que dice en un momento posterior el personaje de Aurora, que Santa hace hechicerías con humo, etc. En la segunda parte, la contrafigura del cocinero brujo dará un sentido dramático a estas palabras, que cuando se escuchan dichas por la vieja ludópata y lunática, tienen un aspecto cómico.
La presentación de Aurora, narrando su sueño en el casino de Estoril, clava al personaje entre su desvarío surrealista y su capacidad de fascinación.
Lisboa se nos muestra invernal, alejada del tópico de la ciudad blanca, azotada por lluvias torrenciales que evocan las de África...
El artista admirador de Pilar se presenta tras otra escena de surrealismo cotidiano: la visita nocturna a una cueva, con un guía un tanto peculiar. Luego, la escena en la que ronca en el cine, mientras Pilar se emociona hasta las lágrimas, funciona como un contraste irónico con los abismos de pasión de la segunda parte.
Más adelante, la búsqueda de Ventura nos lleva en primer lugar a su sobrino, rodeado de perros que son capaces de oler la bondad; luego la foto de la tarjeta de la residencia en que está recluido se convierte en imagen en movimiento, manteniendo el mismo encuadre; pero el personaje sólo nos muestra su rostro en el momento en que arroja una azucena sobre una tumba.
Aunque a la segunda parte del díptico se la podría relacionar con The artist (o Blancanieves), por la coincidencia cronológica con estas películas, me parece que, si acaso, podría tener algún parentesco con la algo más antigua Vida bohemia de Aki Kaurismaki.
He leído una entrevista con el director que nos han repartido en el dossier del cine-club de la filmoteca, y Miguel Gomes dice, bellamente, que la segunda parte es como un regalo para los protagonistas de la primera. Pilar, a la que se nos presentó viendo una película (el prólogo), recibe por sus buenas obras el regalo de esta segunda película (que quizás es, misteriosamente, la que está viendo en la primera parte mientras el pintor duerme, puesto que oímos la versión española de Be my baby que reaparecerá aquí).
La segunda parte narra el amor de perdición de Aurora y Ventura, que se enquista hasta lo imposible, y que se hermana con el amor enfermizo de Portugal por sus colonias africanas -no interpretado, me parece, como un mero delirio anacrónico de grandeza, sino como una forma nostálgica de aferrarse a un pasado mítico, en el que el mundo tenía sentido porque aún eran posibles los grandes relatos; en el que el hombre, incluso en la mayor soledad, no estaba solo, sino acompañado por su rey, y por Dios, cuya voz está en la Biblia...
Como en toda obra posmoderna, la narración puede seguirse de forma ingenua, pero al mismo tiempo remite a cuestiones metalinguísticas: si en la segunda parte el cocodrilo representa claramente el deseo (regalo que le hace a la protagonista su marido, y que después escapa y la conduce, más allá de las conveniencias sociales, hacia lo prohibido), en el prólogo ese deseo se alimenta, literalmente, de la atracción incesante por la amada muerta. Así, el explorador melancólico comparece como metáfora del cineasta posmoderno, enamorado imposible del cine clásico, que se arroja en las fauces de su deseo necrófilo sucumbiendo irónicamente a la tentación de rehacer, por ejemplo, Tabú, de Murnau.