Supongo que tendrá explicaciones psicológicas e, incluso, fisiológicas, pero, personalmente, no logro entender el miedo como un placer; tanto aun como para que haya todo un género artístico e infinidad de obras concebidas para provocar ese gustirrinín diabólico. Vale. Sea. Pero el problema con The boy no está tanto en los gustos personales como en algo mucho más extraño: la inteligencia.

La historia parte de un hecho sencillo: una chica es contratada como institutriz de un muñeco de porcelana; algo habitual, por supuesto. Al muñeco hay que vestirlo, contarle cuentos, alimentarlo... vaya, atenciones constantes, como a un tamagochi. A partir de este desvarío, todo carece sentido y, desde ese absurdo inicial, se va enredando la madeja de una manera burda que en nada desdice de la supina estupidez propuesta en las primeras escenas.

Luego viene la colección completa de los tópicos propios del género: mujer sola en una casa inmensa y aislada, ruidos inquietantes, cosas que se mueven, ventanas clausuradas, habitaciones prohibidas, sucesos extraños... Y todo eso supervisado por la mirada atenta del muñeco.

Más que miedo da pena tanta bobada; tristeza pensar que haya personas a las que enganche un juego tan manido y cuyo desenlace es siempre el mismo.