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Voto de Chris Jiménez:
9
7.5
14,182
Terror. Thriller
Polanski interpreta al agradable Trelkovsky, que vive en un apartamento de París que tiene un sombrío pasado... la anterior inquilina, una mujer joven, se tiró por el balcón. Sus pertenencias siguen allí... cosas que alimentan la obsesión de Trelkovsky por la mujer. ¿O tal vez le están llevando a la locura? (FILMAFFINITY)
16 de abril de 2023
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se nota en la habitación un frío seco. Estas paredes rezuman la viscosidad de una extraña quimera, brotando de algún abismo interior.
Ahí están los fantasmas; observan, desde el rincón donde el estómago de mi realidad se abre y deja al descubierto unas vísceras removidas por las manos que salen del suelo, las de los espectros, que llaman a mi puerta...
Y esos fantasmas, ¿qué aspecto tienen? "Rostros secos y afilados como los de los hombres amargados, y con grandes ojos desorbitados, como los sapos; caras anchas y gordas como bebés monstruosos, narices de peces y cuellos de toro". Parece que llaman a la puerta, ¡son ellos! A lo largo de más de 120 páginas (depende de la edición) uno realmente puede ser absorbido a un mundo de registros inéditos que jamás pensó pudiera pisar, las que recopilan las experiencias a lo largo de él vividas por su desgraciado protagonista, en quien nos transmutamos, en esa extraña pieza de culto literaria llamada "Le Locataire Chimérique".
Publicada en 1.964 por el muy polifacético artista Roland Topor, se trata de la metamorfosis mental por medio de una terrible alienación. Era de esperar que Roman Polanski sintiera curiosidad por algo así, tanto más cuanto que comparte nacionalidad con el autor, y las mismas traumáticas vivencias durante la guerra como refugiado polaco; la simbiosis entre ellos y su obra se planteaba profundamente especial. O tal vez sólo fue el ver su enorme proyecto "Piratas" de nuevo pospuesto y sin avanzar en absoluto, que decidió aferrarse a lo que pudo en ese momento...
Se exilia, sin saber que poco le falta para volver a hacerlo indefinidamente, de EE.UU. a París, donde hace mucho tiempo que no filma. Pero París, los Campos Elíseos y la Torre Eiffel es lo último que vamos a ver; desde el principio su cámara se mete en el patio interior de unos apartamentos suburbiales, y decide regalarnos un tour guiado por cada una de las estancias, siempre desde fuera, intentado observar pero sin descubrir lo que hay realmente dentro de ellas. La mirada se antoja "hitchcockiana", como si Jefferies hubiese salido con su silla de ruedas a dar una vuelta por el patio de su bloque en "La Ventana Indiscreta".
Sin embargo, la mirada de Polanski no sólo quiere otear la cotidiana realidad, sino traspasar lo invisible más allá de las ventanas. Pero lo que hay dentro no es algo agradable de ver. Él entra, aun así. El protagonista, Trelkovsky, tan polaco como el director, está encarnado para más inri por él mismo, y no se podría haber concebido de un modo mejor. Él, con su físico menudo, baja altura, cara de pánfilo y aspecto, en resumen, inofensivo hasta las últimas consecuencias, ya enfrenta una prueba de fuego ante esa portera áspera (Shelley Winters, ¿en el personaje más asqueroso de su vida?) que incluso se mofa con la mayor crueldad del intento de suicidio de la anterior inquilina del piso que desea adquirir.
Podríamos relegar el suceso como un mal trago aislado, al fin y al cabo se trata de la portera...pero nada más lejos. En un abrir y cerrar de ojos el recién llegado se persona ante el guardián del edificio, el sr. Zy, con el físico del Melvyn Douglas más parco que uno pueda imaginar; las miradas de desprecio, las respuestas gélidas y la expresión de indignación tras escuchar el nombre del inquilino. No es un lugar en el que adentrarse, pero él se arriesga. De este modo el director vuelve a empujarnos a la atmósfera claustrofóbica de los edificios de "Repulsión" y "La Semilla del Diablo".
Trelkovsky se postula como una apocada y obtusa mezcla de aquellas Carol y Rosemary; si bien más emparentado con la segunda al ser un recién llegado a un entorno hostil, de la primera toma su traumático mundo interior, que se lleva a cuestas allá donde vaya. Así podemos ver el agobiante clima que rodea a este hombre desde diferentes partes de su cotidianidad, donde todo es desafección y frialdad: en el trabajo, por unos compañeros demasiado irrespetuosos; en una cafetería a la que se habitúa, por sus avasalladores dueños; incluso la presencia de las mujeres, mucho más fuertes y desinhibidas que la suya, representa una amenaza para él.
(CONTINÚA LA CRÍTICA EN ZONA SPOILER)
Los cabos argumentales que se quedan sueltos no importan nada en absoluto. La trama desea detenerse empleando uno de los más agrios y desoladores anti-clímax de la Historia del cine.
Ni venganza, ni alivio, esta experiencia sólo ha conducido al dolor y a la pérdida. Es comprensible que la película no gustase a nadie en el momento de su estreno; hoy, incluso en la filmografía de este alienígena, queda como un enigma indescifrable y extraño...
Ahí están los fantasmas; observan, desde el rincón donde el estómago de mi realidad se abre y deja al descubierto unas vísceras removidas por las manos que salen del suelo, las de los espectros, que llaman a mi puerta...
Y esos fantasmas, ¿qué aspecto tienen? "Rostros secos y afilados como los de los hombres amargados, y con grandes ojos desorbitados, como los sapos; caras anchas y gordas como bebés monstruosos, narices de peces y cuellos de toro". Parece que llaman a la puerta, ¡son ellos! A lo largo de más de 120 páginas (depende de la edición) uno realmente puede ser absorbido a un mundo de registros inéditos que jamás pensó pudiera pisar, las que recopilan las experiencias a lo largo de él vividas por su desgraciado protagonista, en quien nos transmutamos, en esa extraña pieza de culto literaria llamada "Le Locataire Chimérique".
Publicada en 1.964 por el muy polifacético artista Roland Topor, se trata de la metamorfosis mental por medio de una terrible alienación. Era de esperar que Roman Polanski sintiera curiosidad por algo así, tanto más cuanto que comparte nacionalidad con el autor, y las mismas traumáticas vivencias durante la guerra como refugiado polaco; la simbiosis entre ellos y su obra se planteaba profundamente especial. O tal vez sólo fue el ver su enorme proyecto "Piratas" de nuevo pospuesto y sin avanzar en absoluto, que decidió aferrarse a lo que pudo en ese momento...
Se exilia, sin saber que poco le falta para volver a hacerlo indefinidamente, de EE.UU. a París, donde hace mucho tiempo que no filma. Pero París, los Campos Elíseos y la Torre Eiffel es lo último que vamos a ver; desde el principio su cámara se mete en el patio interior de unos apartamentos suburbiales, y decide regalarnos un tour guiado por cada una de las estancias, siempre desde fuera, intentado observar pero sin descubrir lo que hay realmente dentro de ellas. La mirada se antoja "hitchcockiana", como si Jefferies hubiese salido con su silla de ruedas a dar una vuelta por el patio de su bloque en "La Ventana Indiscreta".
Sin embargo, la mirada de Polanski no sólo quiere otear la cotidiana realidad, sino traspasar lo invisible más allá de las ventanas. Pero lo que hay dentro no es algo agradable de ver. Él entra, aun así. El protagonista, Trelkovsky, tan polaco como el director, está encarnado para más inri por él mismo, y no se podría haber concebido de un modo mejor. Él, con su físico menudo, baja altura, cara de pánfilo y aspecto, en resumen, inofensivo hasta las últimas consecuencias, ya enfrenta una prueba de fuego ante esa portera áspera (Shelley Winters, ¿en el personaje más asqueroso de su vida?) que incluso se mofa con la mayor crueldad del intento de suicidio de la anterior inquilina del piso que desea adquirir.
Podríamos relegar el suceso como un mal trago aislado, al fin y al cabo se trata de la portera...pero nada más lejos. En un abrir y cerrar de ojos el recién llegado se persona ante el guardián del edificio, el sr. Zy, con el físico del Melvyn Douglas más parco que uno pueda imaginar; las miradas de desprecio, las respuestas gélidas y la expresión de indignación tras escuchar el nombre del inquilino. No es un lugar en el que adentrarse, pero él se arriesga. De este modo el director vuelve a empujarnos a la atmósfera claustrofóbica de los edificios de "Repulsión" y "La Semilla del Diablo".
Trelkovsky se postula como una apocada y obtusa mezcla de aquellas Carol y Rosemary; si bien más emparentado con la segunda al ser un recién llegado a un entorno hostil, de la primera toma su traumático mundo interior, que se lleva a cuestas allá donde vaya. Así podemos ver el agobiante clima que rodea a este hombre desde diferentes partes de su cotidianidad, donde todo es desafección y frialdad: en el trabajo, por unos compañeros demasiado irrespetuosos; en una cafetería a la que se habitúa, por sus avasalladores dueños; incluso la presencia de las mujeres, mucho más fuertes y desinhibidas que la suya, representa una amenaza para él.
(CONTINÚA LA CRÍTICA EN ZONA SPOILER)
Los cabos argumentales que se quedan sueltos no importan nada en absoluto. La trama desea detenerse empleando uno de los más agrios y desoladores anti-clímax de la Historia del cine.
Ni venganza, ni alivio, esta experiencia sólo ha conducido al dolor y a la pérdida. Es comprensible que la película no gustase a nadie en el momento de su estreno; hoy, incluso en la filmografía de este alienígena, queda como un enigma indescifrable y extraño...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
La agresividad sexual de Stella, amiga de la anterior inquilina de su actual apartamento; la hostilidad desagradable de la portera, quien le acusa frente al resto de vecinos; la forzada compasión que ha de sentir por una vecina supuestamente martirizada en el edificio, o el miedo que otra le induce.
El universo femenino, antes aplastado por la fuerza masculina en las anteriores entregas de la Trilogía del Apartamento, es ahora el causante de minar la ya de por sí ínfima confianza del protagonista. Pero en especial esa inquilina anterior, la ya fallecida Simone, cuyo espíritu pareciera querer comunicarse, desde detrás de las paredes, desde dentro de los armarios, y avisarle desde el otro lado de la propiedad.
"Veo a personas en el baño de enfrente, quietos como estatuas", confiesa avergonzado a los imbéciles de sus compañeros. Pues cual Jefferies, con prismáticos, él observa, deseando atisbar la realidad, y lo que consigue es atravesar la surrealidad. ¿Son esos espectros un presagio de muerte ocupando su lugar en un futuro cercano? El maestro Nykvist, al igual que en el cine de Bergman, ilumina estas esferas bajo una luz apagada y unas rugosidades formales que no dejan lugar a dudas el tono nauseabundo que las domina. El inquilino de Polanski camina hacia ellas impulsado por esas fuerzas opresoras.
El instante de la quiebra en Rosemary era más que apreciable, pero nunca se sabe a ciencia cierta cuándo la mente de Trelkovsky empieza a derrumbarse. Su metamorfosis paranoica se desliza en un proceso tan lento que produce una sensación de malestar tortuosa, sobre todo al no alzarse una voz, un gesto de rebeldía contra esa opresión. Una microsociedad vecinal de elementos perfectamente ordenados en su conspirativa paranoia, con garras tan afiladas que no se aprecian de perfil. Pero no sólo es esta comunidad de recelo, odio, envidia, calumnia y racismo...
El director parece estar lanzando la más descarnada y brutal de las miradas sobre Francia, un territorio gris, gélido, siempre cubierto de nubes y un humo espeso, más propio de los "thrillers" de Melville. Un lugar donde se rechaza lo extranjero, donde aquél es poco menos que un invasor al que tratar con condescendencia (del mismo modo le ocurrirá al Walker de Harrison Ford en la futura "Frenético"); ni siquiera, en el colmo de lo degradante, las fuerzas del orden sirven de consuelo cuando su apartamento es saqueado por un asaltante anónimo. Todos estos acontecimientos operan de una manera casi arbitraria en la trama sin importar su razón, sólo su consecuencia, que no es otra que el desequilibrio de Trelkovsky.
Este desequilibrio continúa la línea lógica y ya consabida de un desmembramiento de la personalidad, una ruptura que se articula desde la consciencia, siendo él testigo impotente de este proceso "kafkiano", y ejerciendo de modelo la presencia femenina como disfraz a la fealdad física y mental. La personalidad rota, un desposeimiento absoluto ("Si me cortan la cabeza, ¿qué diría?...¿"yo y mi cabeza", o "mi cabeza y mi cuerpo"?"), el agujero en la pared no deja entrar a Dios al igual que en "Como en un Espejo", sino uno de los restos de Simone, los cuales se unirán en un único rostro, reencarnado por Trelkovsky.
Espectáculo tan escalofriante como patético cuando al personaje de Polanski no le queda más remedio que huir de la realidad distorsionando su imagen física y asumiendo la personalidad de la mujer, que pasa a habitar su propia realidad, donde todo es paranoia, amenaza y terror.
Rosemary miraba a los ojos de su hijo, Satán, y se retiraba en una mezcla de alivio y resignación; Carol sostuvo un cuchillo y dejó brotar su ira contra todos los monstruos que la rodeaban, cumpliendo su venganza. Al polaco no se le da ni una opción ni otra: los únicos ojos que le quedan por mirar son los suyos, la única arma que puede usar es su propio sacrificio cuando los espectros juegan perversos con su desgracia.
El universo femenino, antes aplastado por la fuerza masculina en las anteriores entregas de la Trilogía del Apartamento, es ahora el causante de minar la ya de por sí ínfima confianza del protagonista. Pero en especial esa inquilina anterior, la ya fallecida Simone, cuyo espíritu pareciera querer comunicarse, desde detrás de las paredes, desde dentro de los armarios, y avisarle desde el otro lado de la propiedad.
"Veo a personas en el baño de enfrente, quietos como estatuas", confiesa avergonzado a los imbéciles de sus compañeros. Pues cual Jefferies, con prismáticos, él observa, deseando atisbar la realidad, y lo que consigue es atravesar la surrealidad. ¿Son esos espectros un presagio de muerte ocupando su lugar en un futuro cercano? El maestro Nykvist, al igual que en el cine de Bergman, ilumina estas esferas bajo una luz apagada y unas rugosidades formales que no dejan lugar a dudas el tono nauseabundo que las domina. El inquilino de Polanski camina hacia ellas impulsado por esas fuerzas opresoras.
El instante de la quiebra en Rosemary era más que apreciable, pero nunca se sabe a ciencia cierta cuándo la mente de Trelkovsky empieza a derrumbarse. Su metamorfosis paranoica se desliza en un proceso tan lento que produce una sensación de malestar tortuosa, sobre todo al no alzarse una voz, un gesto de rebeldía contra esa opresión. Una microsociedad vecinal de elementos perfectamente ordenados en su conspirativa paranoia, con garras tan afiladas que no se aprecian de perfil. Pero no sólo es esta comunidad de recelo, odio, envidia, calumnia y racismo...
El director parece estar lanzando la más descarnada y brutal de las miradas sobre Francia, un territorio gris, gélido, siempre cubierto de nubes y un humo espeso, más propio de los "thrillers" de Melville. Un lugar donde se rechaza lo extranjero, donde aquél es poco menos que un invasor al que tratar con condescendencia (del mismo modo le ocurrirá al Walker de Harrison Ford en la futura "Frenético"); ni siquiera, en el colmo de lo degradante, las fuerzas del orden sirven de consuelo cuando su apartamento es saqueado por un asaltante anónimo. Todos estos acontecimientos operan de una manera casi arbitraria en la trama sin importar su razón, sólo su consecuencia, que no es otra que el desequilibrio de Trelkovsky.
Este desequilibrio continúa la línea lógica y ya consabida de un desmembramiento de la personalidad, una ruptura que se articula desde la consciencia, siendo él testigo impotente de este proceso "kafkiano", y ejerciendo de modelo la presencia femenina como disfraz a la fealdad física y mental. La personalidad rota, un desposeimiento absoluto ("Si me cortan la cabeza, ¿qué diría?...¿"yo y mi cabeza", o "mi cabeza y mi cuerpo"?"), el agujero en la pared no deja entrar a Dios al igual que en "Como en un Espejo", sino uno de los restos de Simone, los cuales se unirán en un único rostro, reencarnado por Trelkovsky.
Espectáculo tan escalofriante como patético cuando al personaje de Polanski no le queda más remedio que huir de la realidad distorsionando su imagen física y asumiendo la personalidad de la mujer, que pasa a habitar su propia realidad, donde todo es paranoia, amenaza y terror.
Rosemary miraba a los ojos de su hijo, Satán, y se retiraba en una mezcla de alivio y resignación; Carol sostuvo un cuchillo y dejó brotar su ira contra todos los monstruos que la rodeaban, cumpliendo su venganza. Al polaco no se le da ni una opción ni otra: los únicos ojos que le quedan por mirar son los suyos, la única arma que puede usar es su propio sacrificio cuando los espectros juegan perversos con su desgracia.