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6.8
17,378
3
26 de diciembre de 2024
26 de diciembre de 2024
277 de 426 usuarios han encontrado esta crítica útil
Eco de leyendas perdidas entre los picos de los Cárpatos, más de un siglo tras ser desenterrada por Friedrich W. Murnau y plasmada en una sinfonía visual de imágenes inquietantes; nada, nunca, ha sacudido el alma con tanta efectividad como la sombra de unas largas uñas al acecho de unos ojos aterrados.
El cada vez más prestigioso Robert Eggers lo descubrió cuando puso los suyos, a una infantil edad, sobre aquel mito del horror gótico que de un modo fascinante logró reinterpretar la archiconocida novela de Bram Stoker (aun exponiéndose sus artífices a una severa demanda por parte de la viuda del autor...).
Así se convirtió "Nosferatu" en un proyecto de largo aliento, la sombra que alimentó sus pesadillas e ilusiones, siempre atormentándole, planeando sobre otras obras de autoría propia (y es evidente cuando uno ve "La Bruja" y "El Faro"), siempre evitando caer en sus manos. Por algo sería. Incluso él ha declarado "Estuve intentando llevar a cabo este proyecto durante unos diez años y fracasé varias veces. Pensé que lo mejor era dedicarme a hacer cosas originales; hacer un "remake" de algo tan famoso resulta desagradable". Sí, cuánta razón. Y Chris Columbus, su productor, debió haberle animado a dedicarse a otras cosas.
Pero no. En lugar de eso le animó a lo contrario, y su gusto por el folclore, la investigación de mitos y el horror gótico hizo el sueño realidad y ha propiciado esta nueva versión que ahora abrasa las pantallas de las salas de cine. No pude contener mi excitación. "Nadie mejor que Eggers para resucitar el terror de "Nosferatu" y la belleza del expresionismo alemán". Eso pensaba, eso sentía...hasta que me dio un vuelco el corazón. No precisé de mucho, bastaron los primeros 15 segundos y ya estaba con el vampiro detrás de la oreja. ¿Qué significa esto?
¿Qué es esta especie de prólogo donde al parecer se profundiza en el pasado, o quizás en las pesadillas, de Ellen, de un tono psicosexual y escabroso que me incomoda y provoca mi primer rechinar de dientes? Una pesadilla. Entonces viajamos a la ciudad inventada de Wisborg del film original, y de hecho se respeta la cronología de la estructura de Henrik Galeen...pero hay un problema. Murnau se permitía cierta levedad al inicio de su historia; el protagonista, Hutter, era un hombre alegre que, ignorante él, no reparaba en la inquietud de su devota esposa Ellen debido a su viaje a las tierras de Transylvania por mediación de su grotesco jefe, el agente inmobiliario Knock.
En las garras de la repelente hija de Johnny Depp (ojalá hubieran elegido a Evan Rachel Wood) Ellen se hace con el protagonismo...pero va muchísimo más allá del papel de Greta Schröder (qué considerado Eggers, ha puesto a la gata su nombre, en un guiño al fan). Esta Ellen, con su carácter tan lúgubre, paranoico, tan pretendidamente trágico y "brontiano", condiciona toda la historia. Su esposo y todos los que están a su alrededor, incluido el público, han de prestarle la mayor de las atenciones, pues sufre, sufre mucho; ella, no bastaba con Knock, instala esa sensación de mal agüero, de presagio y amenaza, desde sus pesadillas más profundas.
La sonrisa de aquel Gustav Von Wangenheim desaparece en el rostro de un Nicholas Hoult petrificado durante el 90% del metraje; está más congelado que los Cárpatos hacia donde se dirige la trama, siguiendo la original, y añadiendo impactantes escenas oníricas, extravagantes rituales de nativos y de paso cambiando a los hermanos Harding y Ruth por un matrimonio.
Pero si Murnau expresaba en sus imágenes la poética del puro horror, poderosa y a la vez mórbida, hipnótica y sugerente, Eggers impone la fuerza de lo tenebroso a la estética y el sonido; en lugar de silencio y sobriedad aquí todo son tinieblas y ruido, una mezcla de James Wan y Tim Burton llevada al exceso. La otrora sinfonía del horror es ahora un estridente concierto de golpes de efecto...
(CONTINÚA LA CRÍTICA EN ZONA SPOILER)
Se llega exhausto, agotado, dolorido, confuso y sin sangre al final de este larguísimo periplo. En un símil podríamos decir que Orlok es Eggers, un servidor es Hutter y Ellen es la versión clásica de "Nosferatu". Librarla de los colmillos de este infame ser que tanto me había impresionado con "El Faro" es quizás tarea imposible, pero al menos mi cuello y mi alma no han sido mancillados.
Las tinieblas de Murnau se ciernen inexorables, aunque Dafoe, McBurney y un solvente Aaron Taylor-Johnson, y el talento de Craig Lathrop, Jarin Blaschke y Robert Cowper para lograr el exquisito (eso no se niega) arte visual de la película también se han salvado. Sólo espero, por el amor de Dios, que este no sea el principio de una serie de "versiones actualizadas" de obras del expresionismo alemán.
El cada vez más prestigioso Robert Eggers lo descubrió cuando puso los suyos, a una infantil edad, sobre aquel mito del horror gótico que de un modo fascinante logró reinterpretar la archiconocida novela de Bram Stoker (aun exponiéndose sus artífices a una severa demanda por parte de la viuda del autor...).
Así se convirtió "Nosferatu" en un proyecto de largo aliento, la sombra que alimentó sus pesadillas e ilusiones, siempre atormentándole, planeando sobre otras obras de autoría propia (y es evidente cuando uno ve "La Bruja" y "El Faro"), siempre evitando caer en sus manos. Por algo sería. Incluso él ha declarado "Estuve intentando llevar a cabo este proyecto durante unos diez años y fracasé varias veces. Pensé que lo mejor era dedicarme a hacer cosas originales; hacer un "remake" de algo tan famoso resulta desagradable". Sí, cuánta razón. Y Chris Columbus, su productor, debió haberle animado a dedicarse a otras cosas.
Pero no. En lugar de eso le animó a lo contrario, y su gusto por el folclore, la investigación de mitos y el horror gótico hizo el sueño realidad y ha propiciado esta nueva versión que ahora abrasa las pantallas de las salas de cine. No pude contener mi excitación. "Nadie mejor que Eggers para resucitar el terror de "Nosferatu" y la belleza del expresionismo alemán". Eso pensaba, eso sentía...hasta que me dio un vuelco el corazón. No precisé de mucho, bastaron los primeros 15 segundos y ya estaba con el vampiro detrás de la oreja. ¿Qué significa esto?
¿Qué es esta especie de prólogo donde al parecer se profundiza en el pasado, o quizás en las pesadillas, de Ellen, de un tono psicosexual y escabroso que me incomoda y provoca mi primer rechinar de dientes? Una pesadilla. Entonces viajamos a la ciudad inventada de Wisborg del film original, y de hecho se respeta la cronología de la estructura de Henrik Galeen...pero hay un problema. Murnau se permitía cierta levedad al inicio de su historia; el protagonista, Hutter, era un hombre alegre que, ignorante él, no reparaba en la inquietud de su devota esposa Ellen debido a su viaje a las tierras de Transylvania por mediación de su grotesco jefe, el agente inmobiliario Knock.
En las garras de la repelente hija de Johnny Depp (ojalá hubieran elegido a Evan Rachel Wood) Ellen se hace con el protagonismo...pero va muchísimo más allá del papel de Greta Schröder (qué considerado Eggers, ha puesto a la gata su nombre, en un guiño al fan). Esta Ellen, con su carácter tan lúgubre, paranoico, tan pretendidamente trágico y "brontiano", condiciona toda la historia. Su esposo y todos los que están a su alrededor, incluido el público, han de prestarle la mayor de las atenciones, pues sufre, sufre mucho; ella, no bastaba con Knock, instala esa sensación de mal agüero, de presagio y amenaza, desde sus pesadillas más profundas.
La sonrisa de aquel Gustav Von Wangenheim desaparece en el rostro de un Nicholas Hoult petrificado durante el 90% del metraje; está más congelado que los Cárpatos hacia donde se dirige la trama, siguiendo la original, y añadiendo impactantes escenas oníricas, extravagantes rituales de nativos y de paso cambiando a los hermanos Harding y Ruth por un matrimonio.
Pero si Murnau expresaba en sus imágenes la poética del puro horror, poderosa y a la vez mórbida, hipnótica y sugerente, Eggers impone la fuerza de lo tenebroso a la estética y el sonido; en lugar de silencio y sobriedad aquí todo son tinieblas y ruido, una mezcla de James Wan y Tim Burton llevada al exceso. La otrora sinfonía del horror es ahora un estridente concierto de golpes de efecto...
(CONTINÚA LA CRÍTICA EN ZONA SPOILER)
Se llega exhausto, agotado, dolorido, confuso y sin sangre al final de este larguísimo periplo. En un símil podríamos decir que Orlok es Eggers, un servidor es Hutter y Ellen es la versión clásica de "Nosferatu". Librarla de los colmillos de este infame ser que tanto me había impresionado con "El Faro" es quizás tarea imposible, pero al menos mi cuello y mi alma no han sido mancillados.
Las tinieblas de Murnau se ciernen inexorables, aunque Dafoe, McBurney y un solvente Aaron Taylor-Johnson, y el talento de Craig Lathrop, Jarin Blaschke y Robert Cowper para lograr el exquisito (eso no se niega) arte visual de la película también se han salvado. Sólo espero, por el amor de Dios, que este no sea el principio de una serie de "versiones actualizadas" de obras del expresionismo alemán.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Todo queda afectado por esa inclinación. Si recordamos la original, Hutter proseguía su viaje sin el menor rastro de miedo, riéndose de las supersticiones...hasta que Orlok se cruzaba en su camino, disfrazado de cochero. Y el espectador, que había estado junto a él, creyendo en su valentía, notaba ese cambio en su expresión, esa inquietud que borraba cualquier optimismo.
El miedo había llegado. Aquí Hoult está exactamente igual al final que al principio. Y el aspecto cadavérico de Max Schreck, su lánguida figura, que se aproximaba desde el fondo hacia la cámara, siempre estática, alimentaba una sensación de grima y malestar, frío en la piel, el horror era tangible y repelente.
En las garras del hijo de Stellan Skarsgård, y por obra y gracia del director, este monstruo se transforma completamente. Lo monstruoso bajo la influencia del Drácula clásico, incluso del de Ford Coppola, más aún teniendo tan presente la mística unión entre él y Ellen; si Murnau y Galeen interpretaron "Drácula" a su manera, Eggers interpreta "Nosferatu" a la suya, combinando personajes y elementos como le da la gana, pero la cruzada gótico-romántica que emprende este Orlok para reencontrarse con su anhelada amada no sacude mis nervios como el trepidante viaje al que se lanzaba el antiguo Orlok por simple ansia de poder, dominación y sed de sangre.
El viaje, la aventura, la transmisión de la peste negra por toda la ciudad, la llegada, la amenaza y la posterior carrera a contrarreloj para salvar a la mujer. Todo igual pero distinto. El guión ofrece a Ellen esa traumática y esotérica historia de fondo y ya no se concentra en otra cosa; es víctima, heroína, esposa, deseo, todo. Pero nada tiene que ver con la mítica Wilhelmina de Stoker, esencial para que los héroes masculinos de la novela encontrasen y matasen a Drácula; Eggers toma al personaje de Galeen, la oscurece y vuelve una mujer de la época actual, juega a los exorcismos con ella y subraya su dramatismo y gran apetito sexual femenino.
¿Era también necesario volverla tan insufriblemente irritante, egoísta y arrogante?, ¿creyendo que todo depende de ella cuando es ella la que depende de todos? (por cierto, su gata también es dueña de sí misma, no se lo pierdan...) Esta Ellen parece, más bien, la peor combinación posible de Jane Eyre, Bella Swan y la Robin Tunney de "El Fin de los Días", y a través suya Orlok, que era monstruo insaciable y apocalíptico, es humanizado, romantizado, "garyoldmanizado", que insiste, y esto es increíble, en su entrega voluntaria (porque los vampiros ahora solicitan, no fuerzan a sus víctimas femeninas; a las masculinas sí, ¿pero qué importa eso?).
Si la Ellen de Murnau temblaba de miedo ante la sombra de las uñas largas y afiladas del conde y sucumbía a la fuerza a su mordisco en la yugular, la Ellen de Eggers se postra desnuda y fornica mientras le sorben la sangre de los pechos. El sacrificio es el mismo, pero la manera de mostrarse y la intención son muy distintas. En ese momento de la película también brotaba sangre de mis oídos a causa de tanta estridencia y tanto golpe gratuito de efecto; por su parte el enloquecido Knock y el tibio análogo de Van Helsing a quienes daban vida Alexander Granach y John Gottowt en la obra original mejoran, y mucho, gracias a Simon McBurney y Willem Dafoe.
Y éste último, él solo (en un ocurrente cambio de roles, ya que interpretó a Orlok en "La Sombra del Vampiro"), se merienda con esa furia natural que le caracteriza a todos sus compañeros de reparto, incluida la srta. Depp...por mucho que se empeñe en destacar en cada escena recitando los diálogos como si estuviera en una obra de Shakespeare (algo que no hace ningún otro personaje).
Tras ese tediosísimo retorno y ese intento de posesión y consumación que parece no terminar nunca, Eggers apuesta por el final triste, igual que Murnau; eso sí, retorciendo y manipulando todo en el camino...
El miedo había llegado. Aquí Hoult está exactamente igual al final que al principio. Y el aspecto cadavérico de Max Schreck, su lánguida figura, que se aproximaba desde el fondo hacia la cámara, siempre estática, alimentaba una sensación de grima y malestar, frío en la piel, el horror era tangible y repelente.
En las garras del hijo de Stellan Skarsgård, y por obra y gracia del director, este monstruo se transforma completamente. Lo monstruoso bajo la influencia del Drácula clásico, incluso del de Ford Coppola, más aún teniendo tan presente la mística unión entre él y Ellen; si Murnau y Galeen interpretaron "Drácula" a su manera, Eggers interpreta "Nosferatu" a la suya, combinando personajes y elementos como le da la gana, pero la cruzada gótico-romántica que emprende este Orlok para reencontrarse con su anhelada amada no sacude mis nervios como el trepidante viaje al que se lanzaba el antiguo Orlok por simple ansia de poder, dominación y sed de sangre.
El viaje, la aventura, la transmisión de la peste negra por toda la ciudad, la llegada, la amenaza y la posterior carrera a contrarreloj para salvar a la mujer. Todo igual pero distinto. El guión ofrece a Ellen esa traumática y esotérica historia de fondo y ya no se concentra en otra cosa; es víctima, heroína, esposa, deseo, todo. Pero nada tiene que ver con la mítica Wilhelmina de Stoker, esencial para que los héroes masculinos de la novela encontrasen y matasen a Drácula; Eggers toma al personaje de Galeen, la oscurece y vuelve una mujer de la época actual, juega a los exorcismos con ella y subraya su dramatismo y gran apetito sexual femenino.
¿Era también necesario volverla tan insufriblemente irritante, egoísta y arrogante?, ¿creyendo que todo depende de ella cuando es ella la que depende de todos? (por cierto, su gata también es dueña de sí misma, no se lo pierdan...) Esta Ellen parece, más bien, la peor combinación posible de Jane Eyre, Bella Swan y la Robin Tunney de "El Fin de los Días", y a través suya Orlok, que era monstruo insaciable y apocalíptico, es humanizado, romantizado, "garyoldmanizado", que insiste, y esto es increíble, en su entrega voluntaria (porque los vampiros ahora solicitan, no fuerzan a sus víctimas femeninas; a las masculinas sí, ¿pero qué importa eso?).
Si la Ellen de Murnau temblaba de miedo ante la sombra de las uñas largas y afiladas del conde y sucumbía a la fuerza a su mordisco en la yugular, la Ellen de Eggers se postra desnuda y fornica mientras le sorben la sangre de los pechos. El sacrificio es el mismo, pero la manera de mostrarse y la intención son muy distintas. En ese momento de la película también brotaba sangre de mis oídos a causa de tanta estridencia y tanto golpe gratuito de efecto; por su parte el enloquecido Knock y el tibio análogo de Van Helsing a quienes daban vida Alexander Granach y John Gottowt en la obra original mejoran, y mucho, gracias a Simon McBurney y Willem Dafoe.
Y éste último, él solo (en un ocurrente cambio de roles, ya que interpretó a Orlok en "La Sombra del Vampiro"), se merienda con esa furia natural que le caracteriza a todos sus compañeros de reparto, incluida la srta. Depp...por mucho que se empeñe en destacar en cada escena recitando los diálogos como si estuviera en una obra de Shakespeare (algo que no hace ningún otro personaje).
Tras ese tediosísimo retorno y ese intento de posesión y consumación que parece no terminar nunca, Eggers apuesta por el final triste, igual que Murnau; eso sí, retorciendo y manipulando todo en el camino...

6.6
3,062
9
26 de octubre de 2018
26 de octubre de 2018
87 de 92 usuarios han encontrado esta crítica útil
Kenichi es un hombre que va a descender al inframundo de su propio inconsciente tras haber sido hipnotizado por las palabras del Diablo. Pues el encuentro con él no le cambia, te cambia a ti.
Y es inevitable cuando sus palabras revelan a tu auténtico "yo".
Con una carrera de más de diez años (donde sobre todo destaca "Sweet Home"), Kiyoshi Kurosawa daría el salto definitivo del "V-Cinema" en el que había empleado mucho tiempo, y lo haría, siendo reconocido así a nivel internacional como un maestro del terror psicológico contemporáneo, con el que sería uno de los mejores "thrillers" orientales de todos los tiempos e influencia para la ola de terror que estaba a punto de explotar a finales de esos '90, justo cuando ese cine de suspense habitado por asesinos en serie resultaba una de las apuestas más seguras de cara a la taquilla (eran los tiempos de "Seven", "Copycat", "El Coleccionista de Amantes"...), cuya historia venía gestando el director desde principios de década.
Como no podía ser de otra forma, en "Cure" ya empieza jugando con nosotros: una mujer lee "Barba-azul" ante un doctor, donde ya se nos anuncia que bajo las apariencias hay misterios ocultos, incluso que va a haber un asesino y su víctima será una mujer; de repente, se perpetra el primer crimen, acompañado de una alegre música. Comienzo escorado hacia la extrañeza y enseguida al terror, pero además habitado por un retorcido humor negro que subyace al propio Kurosawa (y más aún empezando con la lectura del clásico de Perrault, que mucho influirá en la historia).
Takabe es el eficiente inspector de policía que ha de encargarse del caso, un hombre con una vida personal insatisfecha y que ha de cuidar de una esposa que padece amnesia progresiva mientras trata de resolver una serie de brutales asesinatos en los cuales la piel de las víctimas ha sido cortada en forma de "X" y no hay ninguna relación aparente entre los culpables. Pero sin duda existe una conexión, y quizá sea Kunihiko Mamiya, un extraño individuo que posee un don: introducirse en la mente de las personas y controlarlas a voluntad...
El individuo aparece en una playa desierta, salido de la nada, deambulando como un muerto vuelto a la vida. Entonces se acerca a la pantalla, hacia nosotros. ¿Quién es?, ¿de dónde viene? La secuencia está poderosamente impregnada de una sensación de agobio que se intensificará cuando el personaje tome partido en la trama; sus palabras, como la sombría atmósfera del film, ejercen un poder que atrapa. Para Kurosawa el ser humano en sí es incapaz de mostrar los sentimientos, encerrados tras un muro de opresión levantado por el entorno social; el objetivo de Mamiya es hacer aflorar al verdadero "yo" a través de la manipulación.
Una forma de terapia, de purga, de cura divina. Takabe reflexiona sobre ello ("¿Y si en el inconsciente de cada uno de los culpables hubiera enterrado un trauma bajo la forma de un odio latente?") ignorando que su propio interior también alberga un tenebroso "yo". El encuentro de Mamiya ante el protagonista en el ecuador del film (casi como el visto en "Seven") vira el esquema de la trama, donde ya la investigación no importa más que la enfermiza relación que se establece entre el asesino y el policía, actuando el primero como el catalizador para arrancar al segundo las perversas pulsiones que se hallan en algún recoveco de su psique.
Este hombre oprimido, incapaz de ser él mismo ("¡Me han enseñado a no mostrar mis sentimientos, incluso a mi mujer!", le espeta en el intenso cara a cara) se sumergirá de forma paulatina en una espiral de locura y descubrimiento íntimo donde la amenaza de lo monstruoso brota desde lo cotidiano convirtiéndose, al ser consciente de sus verdaderos sentimientos, en una perfecta figura de proyección de Mamiya (su tutor inconfesable). Kurosawa logra arrastrarnos, como a Takabe, versión más oscura y fatalista del policía de "En la Cuerda Floja", al interior de un espacio tan implacable como sugerente usando la curiosidad como pretexto.
Éste demuestra gran talento a la hora de distribuir señales ambiguas y crear un clima de conspiración permanente acrecentando la tensión al tiempo que la relación y transmisión entre Mamiya y Takabe y la perturbadora lógica de una intriga que alcanzará su sobrecogedor cenit al mostrar Sakuma la cinta de una vieja sesión de hipnosis donde sucede una irrupción estremecedora y brutal; la "cura" tiene un origen (y es que la primera sílaba del nombre de Mesmer ("me") en japonés se escribe "メ"...como una "X") y seguirá perpetuándose (detallado en Zona Spoiler). De ahí que se derive hacia una conclusión capaz de acoger toda suerte de interpretaciones (al contrario que Fincher, Kurosawa prefiere dejar en incógnita la identidad y los propósitos del "homicida").
Los protagonistas, oscuros, complejos, difuminados de cara al espectador y analizados a cierta distancia, son encarnados por un Koji Yakusho primero comedido y luego sorprendiendo con una actuación sentida y visceral, cara a cara contra un Masato Hagiwara tan hipnótico como desquiciante y repulsivo en la piel de un ser ambiguo, una suerte de John Doe metafísico y fantasma encarnado de un "otro", imagen especular de una pulsión de muerte que no se atreve a revelar su identidad. Tras ellos, unos muy solventes Anna Nakagawa y Tsuyoshi Ujiki, y los conocidos Ren Osugi y Yoshihiro "Denden" Ogata.
La abisal fotografía de Noriaki Kikumura y la absorbente puesta en escena logran unas atmósferas de puro terror capaces de transportarnos a un abismo de misterio e incesante pesadilla; desasosegante paleta de sensaciones las que nos transmite un Kurosawa pleno de facultades.
Poesía macabra con la esencia de la literatura de James Ballard sobre la locura interior y el sometimiento al infierno de la psique, heredera de "El Gabinete del dr. Caligari" y una suerte de versión moderna y torcida del "God Told me To". Una obra maestra del suspense moderno.
Y es inevitable cuando sus palabras revelan a tu auténtico "yo".
Con una carrera de más de diez años (donde sobre todo destaca "Sweet Home"), Kiyoshi Kurosawa daría el salto definitivo del "V-Cinema" en el que había empleado mucho tiempo, y lo haría, siendo reconocido así a nivel internacional como un maestro del terror psicológico contemporáneo, con el que sería uno de los mejores "thrillers" orientales de todos los tiempos e influencia para la ola de terror que estaba a punto de explotar a finales de esos '90, justo cuando ese cine de suspense habitado por asesinos en serie resultaba una de las apuestas más seguras de cara a la taquilla (eran los tiempos de "Seven", "Copycat", "El Coleccionista de Amantes"...), cuya historia venía gestando el director desde principios de década.
Como no podía ser de otra forma, en "Cure" ya empieza jugando con nosotros: una mujer lee "Barba-azul" ante un doctor, donde ya se nos anuncia que bajo las apariencias hay misterios ocultos, incluso que va a haber un asesino y su víctima será una mujer; de repente, se perpetra el primer crimen, acompañado de una alegre música. Comienzo escorado hacia la extrañeza y enseguida al terror, pero además habitado por un retorcido humor negro que subyace al propio Kurosawa (y más aún empezando con la lectura del clásico de Perrault, que mucho influirá en la historia).
Takabe es el eficiente inspector de policía que ha de encargarse del caso, un hombre con una vida personal insatisfecha y que ha de cuidar de una esposa que padece amnesia progresiva mientras trata de resolver una serie de brutales asesinatos en los cuales la piel de las víctimas ha sido cortada en forma de "X" y no hay ninguna relación aparente entre los culpables. Pero sin duda existe una conexión, y quizá sea Kunihiko Mamiya, un extraño individuo que posee un don: introducirse en la mente de las personas y controlarlas a voluntad...
El individuo aparece en una playa desierta, salido de la nada, deambulando como un muerto vuelto a la vida. Entonces se acerca a la pantalla, hacia nosotros. ¿Quién es?, ¿de dónde viene? La secuencia está poderosamente impregnada de una sensación de agobio que se intensificará cuando el personaje tome partido en la trama; sus palabras, como la sombría atmósfera del film, ejercen un poder que atrapa. Para Kurosawa el ser humano en sí es incapaz de mostrar los sentimientos, encerrados tras un muro de opresión levantado por el entorno social; el objetivo de Mamiya es hacer aflorar al verdadero "yo" a través de la manipulación.
Una forma de terapia, de purga, de cura divina. Takabe reflexiona sobre ello ("¿Y si en el inconsciente de cada uno de los culpables hubiera enterrado un trauma bajo la forma de un odio latente?") ignorando que su propio interior también alberga un tenebroso "yo". El encuentro de Mamiya ante el protagonista en el ecuador del film (casi como el visto en "Seven") vira el esquema de la trama, donde ya la investigación no importa más que la enfermiza relación que se establece entre el asesino y el policía, actuando el primero como el catalizador para arrancar al segundo las perversas pulsiones que se hallan en algún recoveco de su psique.
Este hombre oprimido, incapaz de ser él mismo ("¡Me han enseñado a no mostrar mis sentimientos, incluso a mi mujer!", le espeta en el intenso cara a cara) se sumergirá de forma paulatina en una espiral de locura y descubrimiento íntimo donde la amenaza de lo monstruoso brota desde lo cotidiano convirtiéndose, al ser consciente de sus verdaderos sentimientos, en una perfecta figura de proyección de Mamiya (su tutor inconfesable). Kurosawa logra arrastrarnos, como a Takabe, versión más oscura y fatalista del policía de "En la Cuerda Floja", al interior de un espacio tan implacable como sugerente usando la curiosidad como pretexto.
Éste demuestra gran talento a la hora de distribuir señales ambiguas y crear un clima de conspiración permanente acrecentando la tensión al tiempo que la relación y transmisión entre Mamiya y Takabe y la perturbadora lógica de una intriga que alcanzará su sobrecogedor cenit al mostrar Sakuma la cinta de una vieja sesión de hipnosis donde sucede una irrupción estremecedora y brutal; la "cura" tiene un origen (y es que la primera sílaba del nombre de Mesmer ("me") en japonés se escribe "メ"...como una "X") y seguirá perpetuándose (detallado en Zona Spoiler). De ahí que se derive hacia una conclusión capaz de acoger toda suerte de interpretaciones (al contrario que Fincher, Kurosawa prefiere dejar en incógnita la identidad y los propósitos del "homicida").
Los protagonistas, oscuros, complejos, difuminados de cara al espectador y analizados a cierta distancia, son encarnados por un Koji Yakusho primero comedido y luego sorprendiendo con una actuación sentida y visceral, cara a cara contra un Masato Hagiwara tan hipnótico como desquiciante y repulsivo en la piel de un ser ambiguo, una suerte de John Doe metafísico y fantasma encarnado de un "otro", imagen especular de una pulsión de muerte que no se atreve a revelar su identidad. Tras ellos, unos muy solventes Anna Nakagawa y Tsuyoshi Ujiki, y los conocidos Ren Osugi y Yoshihiro "Denden" Ogata.
La abisal fotografía de Noriaki Kikumura y la absorbente puesta en escena logran unas atmósferas de puro terror capaces de transportarnos a un abismo de misterio e incesante pesadilla; desasosegante paleta de sensaciones las que nos transmite un Kurosawa pleno de facultades.
Poesía macabra con la esencia de la literatura de James Ballard sobre la locura interior y el sometimiento al infierno de la psique, heredera de "El Gabinete del dr. Caligari" y una suerte de versión moderna y torcida del "God Told me To". Una obra maestra del suspense moderno.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El final de "Cure", como en la gran mayoría de obras de Kiyoshi Kurosawa, está abierto a muchos significados y a generar el debate por su gran ambigüedad.
El peor lugar, ante el film, es el del espectador, aquel que busca a cualquier precio descifrar sus secretos a través de un discurso, un saber, un conocimiento unívoco, ya sea analítico, cinéfilo o filosófico, en cualquier caso ajeno a él, pues sólo rinde cuentas a sí mismo.
Sin embargo, no es susceptible de acoger todo tipo de interpretaciones, por más que se queden en la ronda de las hipótesis y nada más. Conocemos la situación de Takabe, la hemos visto y nos ha hablado de ella; las cuatro paredes de su hogar le mantienen aprisionado, ha de cuidar de una mujer enferma de amnesia que le causa problemas, que no es capaz de comprender ni ayudar y su trabajo no le resulta especialmente gratificante ("¡Es por criminales como tú que mi cabeza está siempre a punto de estallar, mientras los locos como tú se divierten, nosotros, la gente honesta, sufrimos!", grita a Mamiya).
La sociedad no es más que un reducto de hipocresía y maldad, y sólo proporciona incomunicación y soledad al ser humano. Incapaz de arrancarse sus más profundos pesares, Mamiya ve en él a otra víctima para aplicar la "cura", aunque como inspector de policía, Takabe ha sido entrenado para no mostrar sentimientos. El primer encuentro entre ambos resulta ser el punto de inflexión de la historia; el poder de sugestión y control de Mamiya actúa de llave para abrir los candados de la psique del inspector, aunque su resistencia provoca la fascinación del otro.
De este modo, Takabe no será víctima, sino el sucesor del hipnotizador, su discípulo ("Ese agua le tranquilizará, se sentirá bien, vacío...renacerá, como yo", "¿puede escuchar mi voz, inspector? Eso prueba que es alguien especial...puede comprender el verdadero sentido de mis palabras"). Finalmente averiguamos que la "cura", la "X", tiene un origen, y que es necesario lograr que perdure y se expanda; como un virus, un virus curativo (intuyéndose influencias de la celebérrima "Ringu" de Koji Suzuki).
Takabe se halla junto a su mujer en el autobús. Nubes de fondo, éste se encamina hacia su absoluta liberación. Sakuma, tras visitar a Mamiya, es capaz de vislumbrar el interior de Takabe; un mal presagio: tras las apariencias, en el policía se esconde un asesino. Más tarde, Takabe estará sólo en el autobús antes de reencontrarse con Mamiya; ya ha asesinado a su esposa, ya se ha liberado. La transmisión queda completada en el último encuentro entre el inspector y su perseguido, donde el "alumno", por fin desatado, entiende el significado de la "cura" y pasa a ser "maestro".
La esposa de Takabe, muerta y con la señal de la "X" en la garganta, ha sido su primera víctima, pero la camarera será, inconscientemente, el primero de los manipulados por él. Según Kurosawa la secuencia era mucho más extensa y se mostraba a dicha camarera cometer el asesinato contra su jefa, que anteriormente le susurra al oído; sin embargo prefirió cortar la secuencia antes de suceder ésto y dejarlo todo a la libre interpretación del espectador.
La "cura" se seguirá extendiendo, la misión nunca acabará, pues son muchos los seres humanos reprimidos por la sociedad que deben liberar a su verdadero "yo". Conclusión amarga y confusa, de algún modo preámbulo del final apocalíptico de "Kairo".
El peor lugar, ante el film, es el del espectador, aquel que busca a cualquier precio descifrar sus secretos a través de un discurso, un saber, un conocimiento unívoco, ya sea analítico, cinéfilo o filosófico, en cualquier caso ajeno a él, pues sólo rinde cuentas a sí mismo.
Sin embargo, no es susceptible de acoger todo tipo de interpretaciones, por más que se queden en la ronda de las hipótesis y nada más. Conocemos la situación de Takabe, la hemos visto y nos ha hablado de ella; las cuatro paredes de su hogar le mantienen aprisionado, ha de cuidar de una mujer enferma de amnesia que le causa problemas, que no es capaz de comprender ni ayudar y su trabajo no le resulta especialmente gratificante ("¡Es por criminales como tú que mi cabeza está siempre a punto de estallar, mientras los locos como tú se divierten, nosotros, la gente honesta, sufrimos!", grita a Mamiya).
La sociedad no es más que un reducto de hipocresía y maldad, y sólo proporciona incomunicación y soledad al ser humano. Incapaz de arrancarse sus más profundos pesares, Mamiya ve en él a otra víctima para aplicar la "cura", aunque como inspector de policía, Takabe ha sido entrenado para no mostrar sentimientos. El primer encuentro entre ambos resulta ser el punto de inflexión de la historia; el poder de sugestión y control de Mamiya actúa de llave para abrir los candados de la psique del inspector, aunque su resistencia provoca la fascinación del otro.
De este modo, Takabe no será víctima, sino el sucesor del hipnotizador, su discípulo ("Ese agua le tranquilizará, se sentirá bien, vacío...renacerá, como yo", "¿puede escuchar mi voz, inspector? Eso prueba que es alguien especial...puede comprender el verdadero sentido de mis palabras"). Finalmente averiguamos que la "cura", la "X", tiene un origen, y que es necesario lograr que perdure y se expanda; como un virus, un virus curativo (intuyéndose influencias de la celebérrima "Ringu" de Koji Suzuki).
Takabe se halla junto a su mujer en el autobús. Nubes de fondo, éste se encamina hacia su absoluta liberación. Sakuma, tras visitar a Mamiya, es capaz de vislumbrar el interior de Takabe; un mal presagio: tras las apariencias, en el policía se esconde un asesino. Más tarde, Takabe estará sólo en el autobús antes de reencontrarse con Mamiya; ya ha asesinado a su esposa, ya se ha liberado. La transmisión queda completada en el último encuentro entre el inspector y su perseguido, donde el "alumno", por fin desatado, entiende el significado de la "cura" y pasa a ser "maestro".
La esposa de Takabe, muerta y con la señal de la "X" en la garganta, ha sido su primera víctima, pero la camarera será, inconscientemente, el primero de los manipulados por él. Según Kurosawa la secuencia era mucho más extensa y se mostraba a dicha camarera cometer el asesinato contra su jefa, que anteriormente le susurra al oído; sin embargo prefirió cortar la secuencia antes de suceder ésto y dejarlo todo a la libre interpretación del espectador.
La "cura" se seguirá extendiendo, la misión nunca acabará, pues son muchos los seres humanos reprimidos por la sociedad que deben liberar a su verdadero "yo". Conclusión amarga y confusa, de algún modo preámbulo del final apocalíptico de "Kairo".

6.8
21,032
7
1 de noviembre de 2024
1 de noviembre de 2024
86 de 103 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se erige la estatua de la justicia con la balanza para equilibrar las acciones humanas. Clint Eastwood no la saca a relucir desde que la vimos hace 27 años en "Medianoche en el Jardín del Bien y del Mal", y lo más interesante: compartiendo el escenario de Georgia.
Mis 18 meses de ausencia en una sala de cine se han compensado con un encuentro casi mágico con mi viejo amigo.
Parece mentira que esta idea lleve esperando en un libreto hace más de dos décadas escrito por Jonathan Abrams, pero el veterano cineasta y su fiel productor Tim Moore han tenido olfato para rescatarlo del olvido, y ni la terrible huelga de actores del pasado verano pudo detener la producción; gracias a Dios que el fuera de la ley Eastwood tiene una salud de hierro. Lo primero que se paladea en cada plano de "Jurado n.º 2", revestido con los colores naturalistas y ocres de Yves Bélanger, es su sabor clásico, añejo, a cine de otra época.
El joven Nicholas Hoult, que no se podía creer que estuviera trabajando para uno de sus héroes, se nos presenta como el periodista Justin Kemp en un ambiente íntimo, apacible, muy conservador, y tanto él como nosotros no tardamos en meternos en el meollo de la trama, uno de esos casos con los que se relamen los medios: el más que posible asesinato de una chica (Kendall) a manos de su novio (James). Como siempre el director hace un gran trabajo presentando poco a poco a los personajes: aquí un tenaz abogado (Chris Messina), allá una dura fiscal (Toni Collete), algo más alejada la esposa de Kemp, que espera un bebé (Zoey Deutch)...
No es extraño que el juicio, como tal, se resuelva rápido. Aunque el guión recurra al método "Rasho-mon" y las confesiones de los testigos se contradigan entre sí, hay suficientes pruebas para culpar al acusado, sobre todo porque él es un hombre y la víctima una mujer, así que la duda no es algo a tener en cuenta. Lo extraño, tanto más cuanto que lo que distingue a Eastwood siempre ha sido su paciencia para narrar y mostrar las cosas, es la presencia de unos "flashbacks" que quiebran el presente, que le surgen en mitad del juicio al miembro del jurado que da título al film, el sr. Kemp.
Incomprensible. Acabamos de empezar y ya se sabe que estuvo en el lugar donde la pareja discutió, un pub de carretera, y que pudo haber atropellado a la chica al borde de un barranco en un camino llamado Old Quarry Road. Parece que se necesita introducir, por narices, a un culpable masculino en todo el lío, y aunque ese incidente en la carretera, de noche y en mitad de una tormenta, no revela absolutamente nada, el fallo del guión ha sido más listo que el director, pues ese secreto (que no arroja certeza, sólo incertidumbre) ya condiciona, casi coacciona, al espectador, a buscar a un culpable. Es un recurso de director principiante, una trampa, un artificio tan torpe y precipitado que cuesta creer que Eastwood lo aceptara.
A partir de ahora lo que compartimos es el dilema que se le ha planteado a Kemp, como a otros antes que él en el cine del director, esos personajes cuya moral e integridad se pone en duda. Mientras, el guión lleva a cabo una maniobra brillante (y necesaria): dar a los restantes miembros del jurado una personalidad, unas ideas claras y las mismas indecisiones que asaltan al protagonista; todos son desgranados y toman conciencia poco a poco de los muchos cabos sueltos del caso. Se abalanza sobre el veredicto la sombra de "Doce Hombres sin Piedad", todos quedan entre la espada y la pared.
Y pese a llevar el espectador mucha delantera, el miembro que más pone en duda dichos cabos sueltos es un ex-inspector de homicidios (Harold). Nos cueste o no creerlo él es el héroe de la historia, la versión más madura del periodista que el mismo Eastwood interpretaba en "Ejecución Inminente", el único que se rebela contra el proceso judicial y defiende la posibilidad de inocencia...por eso resulta aún más incómodo que el guión, en otro traspiés, elimine de la ecuación, y casi a las primeras de cambio, a J.K. Simmons. En apariencia no importa, su lugar es tomado por la fiscal que ya nos habían presentado, pero hacer sombra a este gran actor y a su personaje, el más interesante, resulta difícil.
Muy apropiado. Una tipeja ambiciosa con cara de amargada a la que sólo interesa el caso para ganar puntos en su carrera política (aprovechándose del voto femenino, claro...) de repente es sacudida con la duda, y Toni Collette, actriz sorprendente capaz de convencer a quien sea con la mayor economía de expresión, logra que también compartamos su duro dilema. A través de ella Eastwood, como cineasta comprometido que es, araña un tema espinoso: dudar de la culpabilidad de un hombre acusado de asesinar a una mujer, uno de los actos más arriesgados que se puedan cometer en nuestra condicionada sociedad actual.
Sólo por esa audacia "Jurado n.º 2" merece una atención especial, la que no han querido brindarle, precisamente, los distribuidores de Warner Bros., que la han estrenado de forma muy limitada en EE.UU. (no se quitan la espina de "Cry Macho", no...). Pero el talento y la sabiduría de Eastwood, y su manera única de hacer que esta intriga con aroma a John Grisham y el drama fluyan de manera natural, humana y creíble, a lo largo de un argumento que, al igual que la música "jazz" que tanto ama, toma diversas e inesperadas variaciones, son suficientes para que el fan conocedor de su oficio, ideas y estilo quede satisfecho.
El resto lo consigue un puñado de sólidas actuaciones (destacando las de Collette, Simmons, Gabriel Basso, Cedric Yarbrough y Hoult, que nos tendrá toda la película con la incertidumbre de si va a entregarse o no) y el hipnótico trabajo de fotografía de Bélanger.
No hablamos de una obra maestra, remite a anteriores títulos de la filmografía del director y pesan sobre ella unos errores de guión algo crueles (esto terminaré de exponerlo en la Zona Spoiler), pero a estas alturas no necesita una obra maestra. Ni tampoco se lo vamos a pedir, señoría.
Mis 18 meses de ausencia en una sala de cine se han compensado con un encuentro casi mágico con mi viejo amigo.
Parece mentira que esta idea lleve esperando en un libreto hace más de dos décadas escrito por Jonathan Abrams, pero el veterano cineasta y su fiel productor Tim Moore han tenido olfato para rescatarlo del olvido, y ni la terrible huelga de actores del pasado verano pudo detener la producción; gracias a Dios que el fuera de la ley Eastwood tiene una salud de hierro. Lo primero que se paladea en cada plano de "Jurado n.º 2", revestido con los colores naturalistas y ocres de Yves Bélanger, es su sabor clásico, añejo, a cine de otra época.
El joven Nicholas Hoult, que no se podía creer que estuviera trabajando para uno de sus héroes, se nos presenta como el periodista Justin Kemp en un ambiente íntimo, apacible, muy conservador, y tanto él como nosotros no tardamos en meternos en el meollo de la trama, uno de esos casos con los que se relamen los medios: el más que posible asesinato de una chica (Kendall) a manos de su novio (James). Como siempre el director hace un gran trabajo presentando poco a poco a los personajes: aquí un tenaz abogado (Chris Messina), allá una dura fiscal (Toni Collete), algo más alejada la esposa de Kemp, que espera un bebé (Zoey Deutch)...
No es extraño que el juicio, como tal, se resuelva rápido. Aunque el guión recurra al método "Rasho-mon" y las confesiones de los testigos se contradigan entre sí, hay suficientes pruebas para culpar al acusado, sobre todo porque él es un hombre y la víctima una mujer, así que la duda no es algo a tener en cuenta. Lo extraño, tanto más cuanto que lo que distingue a Eastwood siempre ha sido su paciencia para narrar y mostrar las cosas, es la presencia de unos "flashbacks" que quiebran el presente, que le surgen en mitad del juicio al miembro del jurado que da título al film, el sr. Kemp.
Incomprensible. Acabamos de empezar y ya se sabe que estuvo en el lugar donde la pareja discutió, un pub de carretera, y que pudo haber atropellado a la chica al borde de un barranco en un camino llamado Old Quarry Road. Parece que se necesita introducir, por narices, a un culpable masculino en todo el lío, y aunque ese incidente en la carretera, de noche y en mitad de una tormenta, no revela absolutamente nada, el fallo del guión ha sido más listo que el director, pues ese secreto (que no arroja certeza, sólo incertidumbre) ya condiciona, casi coacciona, al espectador, a buscar a un culpable. Es un recurso de director principiante, una trampa, un artificio tan torpe y precipitado que cuesta creer que Eastwood lo aceptara.
A partir de ahora lo que compartimos es el dilema que se le ha planteado a Kemp, como a otros antes que él en el cine del director, esos personajes cuya moral e integridad se pone en duda. Mientras, el guión lleva a cabo una maniobra brillante (y necesaria): dar a los restantes miembros del jurado una personalidad, unas ideas claras y las mismas indecisiones que asaltan al protagonista; todos son desgranados y toman conciencia poco a poco de los muchos cabos sueltos del caso. Se abalanza sobre el veredicto la sombra de "Doce Hombres sin Piedad", todos quedan entre la espada y la pared.
Y pese a llevar el espectador mucha delantera, el miembro que más pone en duda dichos cabos sueltos es un ex-inspector de homicidios (Harold). Nos cueste o no creerlo él es el héroe de la historia, la versión más madura del periodista que el mismo Eastwood interpretaba en "Ejecución Inminente", el único que se rebela contra el proceso judicial y defiende la posibilidad de inocencia...por eso resulta aún más incómodo que el guión, en otro traspiés, elimine de la ecuación, y casi a las primeras de cambio, a J.K. Simmons. En apariencia no importa, su lugar es tomado por la fiscal que ya nos habían presentado, pero hacer sombra a este gran actor y a su personaje, el más interesante, resulta difícil.
Muy apropiado. Una tipeja ambiciosa con cara de amargada a la que sólo interesa el caso para ganar puntos en su carrera política (aprovechándose del voto femenino, claro...) de repente es sacudida con la duda, y Toni Collette, actriz sorprendente capaz de convencer a quien sea con la mayor economía de expresión, logra que también compartamos su duro dilema. A través de ella Eastwood, como cineasta comprometido que es, araña un tema espinoso: dudar de la culpabilidad de un hombre acusado de asesinar a una mujer, uno de los actos más arriesgados que se puedan cometer en nuestra condicionada sociedad actual.
Sólo por esa audacia "Jurado n.º 2" merece una atención especial, la que no han querido brindarle, precisamente, los distribuidores de Warner Bros., que la han estrenado de forma muy limitada en EE.UU. (no se quitan la espina de "Cry Macho", no...). Pero el talento y la sabiduría de Eastwood, y su manera única de hacer que esta intriga con aroma a John Grisham y el drama fluyan de manera natural, humana y creíble, a lo largo de un argumento que, al igual que la música "jazz" que tanto ama, toma diversas e inesperadas variaciones, son suficientes para que el fan conocedor de su oficio, ideas y estilo quede satisfecho.
El resto lo consigue un puñado de sólidas actuaciones (destacando las de Collette, Simmons, Gabriel Basso, Cedric Yarbrough y Hoult, que nos tendrá toda la película con la incertidumbre de si va a entregarse o no) y el hipnótico trabajo de fotografía de Bélanger.
No hablamos de una obra maestra, remite a anteriores títulos de la filmografía del director y pesan sobre ella unos errores de guión algo crueles (esto terminaré de exponerlo en la Zona Spoiler), pero a estas alturas no necesita una obra maestra. Ni tampoco se lo vamos a pedir, señoría.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Bien, al agravante de esos dos fallos del guión de Abrams que de incómodos pasan a ser irritantes queda un tercero donde se termina de rematar una torpeza consentida por Eastwood que aún no puedo concebir...
Y es el hecho de lo anticlimática que es la resolución que se nos plantea. Porque si en el jurado se había declarado un empate entre los miembros acerca de la culpabilidad y la inocencia del acusado, ¿cómo demonios se llega a un consenso de culpabilidad total? ¿Por arte de magia?, ¿por el arte de la conveniencia del guión? Se supone que Kemp, cada vez más presionado por su posible crimen y por el embarazo de su esposa, hubiera decidido convencer a esa mitad que defendía a James...pero por suponer podemos suponer lo que queramos.
Yo podría suponer que la fiscal es un alienígena disfrazado y no tiene por qué ser cierto. Parece que la película tiene prisa por llegar a una conclusión, sin embargo produce gran insatisfacción; ¿dónde están los momentos que faltan? ¿Se arrancaron páginas del guión?, ¿se eliminaron escenas del montaje que ya veremos en las ediciones en DVD? Si es así resulta una patochada porque no se entiende nada.
Pero la fiscal sí lo entiende. Tiene fe en su instinto (por algo se llama Faith) y nos brindará un encuentro final magistral con Kemp donde el silencio revela tal vez mucho más que todos los "flashbacks" que hemos estado viendo.
Se corta abruptamente la historia. Los silencios han sido siempre decisivos en las películas de Eastwood. El rostro contraído de Collette es un puñetazo de justicia directo al hígado...pero nosotros nunca sabremos la verdad, sólo podemos seguir deliberando.
Y es el hecho de lo anticlimática que es la resolución que se nos plantea. Porque si en el jurado se había declarado un empate entre los miembros acerca de la culpabilidad y la inocencia del acusado, ¿cómo demonios se llega a un consenso de culpabilidad total? ¿Por arte de magia?, ¿por el arte de la conveniencia del guión? Se supone que Kemp, cada vez más presionado por su posible crimen y por el embarazo de su esposa, hubiera decidido convencer a esa mitad que defendía a James...pero por suponer podemos suponer lo que queramos.
Yo podría suponer que la fiscal es un alienígena disfrazado y no tiene por qué ser cierto. Parece que la película tiene prisa por llegar a una conclusión, sin embargo produce gran insatisfacción; ¿dónde están los momentos que faltan? ¿Se arrancaron páginas del guión?, ¿se eliminaron escenas del montaje que ya veremos en las ediciones en DVD? Si es así resulta una patochada porque no se entiende nada.
Pero la fiscal sí lo entiende. Tiene fe en su instinto (por algo se llama Faith) y nos brindará un encuentro final magistral con Kemp donde el silencio revela tal vez mucho más que todos los "flashbacks" que hemos estado viendo.
Se corta abruptamente la historia. Los silencios han sido siempre decisivos en las películas de Eastwood. El rostro contraído de Collette es un puñetazo de justicia directo al hígado...pero nosotros nunca sabremos la verdad, sólo podemos seguir deliberando.

6.4
1,516
8
25 de abril de 2019
25 de abril de 2019
17 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Todo lo que puedo ver son imágenes, apiñándose en mi mente […]. Intento detenerlas, abandonarlas en alguna parte...pero no quieren detenerse".
¿Hasta que punto algo que nos atormenta es capaz de crecer, devorar nuestra propia identidad, nuestro ser, y destruirnos por completo? ¿Cuándo llega realmente ese momento en el que nos vemos caminando en la cuerda floja?
Como de costumbre en su cine, Sidney Lumet vuelve a embarcarse en un exhaustivo estudio sobre la psique humana, lugar recóndito y misterioso donde innumerables males, producto del miedo, la angustia, la desesperación y el desamparo, se albergan con la esperanza de emerger en algún momento, cuya fuerza pueden corroer el alma hasta en lo más profundo. Esta historia tiene su origen en la obra de teatro "This Story of Yours", a cuya representación en 1.968 asistió un Sean Connery en la cima de su carrera que más tarde propondría al autor John R. Hopkins una adaptación cinematográfica.
La intención del actor al acometer el proyecto no venía sólo por el gran potencial que vio en el argumento, sino por su deseo de demoler, una vez más, la imagen de James Bond a la que público y crítica le asociaban, la cual parecía estar encasillándole de forma irremediable. Hopkins, habiendo colaborado anteriormente con él, se encargaría del guión mientras Lumet ocupaba el puesto tras la cámara por petición expresa de Connery, quien ya se había visto a sus órdenes en "Supergolpe en Manhattan" y "La Colina", una de las obras maestras del neoyorkino.
El cielo de Bracknell es tan gris como la atmósfera reinante, todo por culpa de un asesino que continúa libre después de haber atacado a numerosas niñas; no hay pistas y las víctimas se acumulan. Esta situación mantiene en estado de constante alerta a la policía, especialmente a Johnson, un rudo y lacónico inspector que ansía coger al criminal al precio que sea; tras un inexplicable y extraño prólogo, Lumet nos sumerge en lo que parece ser un sobrio "thriller" criminal que destila el más puro aroma "hitchcockiano" (las influencias de "Frenesí" están ahí). Y así continúa hasta que un sospechoso llamado Baxter cae en las manos de Johnson...
No obstante seremos embaucados por el director (o, más bien, el guionista) cuando el argumento sufra un giro radical a eso de los tres cuartos de hora; con unas perturbadoras imágenes dispuestas en planos rápidos, dejamos el escenario policial para seguir al inspector hasta su casa, donde le espera su esposa Maureen. De aquí en adelante nos centraremos en ese hombre al que conducía una cierta serenidad y sin embargo dominaba una sensación de angustia en sordina; pronto descubriremos que se trata de un amargado, hastiado por su trabajo, su infeliz matrimonio y el mundo que le rodea, aunque el origen de ese pesar no deja de ser la violencia que cada día le acompaña en sus labores de agente de la ley.
Una violencia omnipresente que alimenta sus miedos y traumas, de los cuales no es capaz de librarse, grotescas imágenes apiladas en su cabeza cuya fuerza será la causa de su degeneración mental. En esta poderosa secuencia conoceremos la asfixiante sensación que envuelve al personaje, desamparado, incomprendido, poco a poco absorbido por su propia violencia (llegará a figurarse los rostros de Baxter y la última niña violada al sujetar a su mujer). Lumet y Hopkins han ganado la partida; el caso del violador se convierte en un mero detonante de los hechos, un pretexto para presentar el conflicto de Johnson con Baxter y consigo mismo.
Pronto se empiezan a atar los cabos; desde el primer momento el epicentro de la historia siempre ha sido el interrogatorio al sospechoso, que el director nos irá desvelando a lo largo del film a través de inesperados "flashbacks". La atmósfera, tensa y sombría, termina por violentar a los personajes, quienes destapan todos aquellos males que sin piedad los mortifican; a ojos de Johnson, el asesino se halla ante él y no duda en juzgarle, sea o no culpable (como sucedía con el jurado de "Doce Hombres sin Piedad"), sin duda unos ojos confundidos y nublados por la locura desatada en su mente.
El círculo de la desgracia eterna está representado mediante la repetición formal (la conversación entre Cartwright y Johnson encuentra su reflejo en la de Johnson y Baxter; el niño que atemorizaba a éste en la escuela quedará reencarnado en el inspector...); un cúmulo de odios y traumas soterrados que encontrarán su vía de salida por la violencia donde la salvación es poco más que imposible. El tramo final, que encontró el aplauso del mismísimo John Huston, retornará al suceso inicial, punto de inflexión en la historia y el policía, quien liberará a su auténtico "yo" (detallado en Zona Spoiler).
El convencional "thriller" que se nos había prometido queda totalmente reemplazado (nunca sabremos quién es de verdad el criminal) por una de las más viscerales introspecciones psicológicas llevadas a cabo en la gran pantalla, donde Lumet vuelve a poner de manifiesto que lo importante para él son sus personajes, interpretados de forma soberbia por un elenco donde ante todo destacan Ian Bannen, Trevor Howard y un Sean Connery sensacional desde todos ángulos, metido a conciencia en su papel; personajes envueltos en las sombras de un ambiente hermético, desasosegante y atrapante, realzado por la gélida fotografía de Gerry Fisher y la música de Harrison Birtwistle.
Connery respaldó "La Ofensa" con su propia productora, aunque ello no le reportaría casi beneficios de cara a la taquilla, por la que pasó casi desapercibida injustamente.
Pese a tratarse de un durísimo y agobiante drama psicológico difícil de soportar (y sin una trama aparente), nos hallamos ante una de las mejores muestras de talento artístico del panorama cinematográfico, sin grandes alardes técnicos ni baratos efectismos. Cine del auténtico, del que te revuelve, del que se siente en las entrañas.
¿Hasta que punto algo que nos atormenta es capaz de crecer, devorar nuestra propia identidad, nuestro ser, y destruirnos por completo? ¿Cuándo llega realmente ese momento en el que nos vemos caminando en la cuerda floja?
Como de costumbre en su cine, Sidney Lumet vuelve a embarcarse en un exhaustivo estudio sobre la psique humana, lugar recóndito y misterioso donde innumerables males, producto del miedo, la angustia, la desesperación y el desamparo, se albergan con la esperanza de emerger en algún momento, cuya fuerza pueden corroer el alma hasta en lo más profundo. Esta historia tiene su origen en la obra de teatro "This Story of Yours", a cuya representación en 1.968 asistió un Sean Connery en la cima de su carrera que más tarde propondría al autor John R. Hopkins una adaptación cinematográfica.
La intención del actor al acometer el proyecto no venía sólo por el gran potencial que vio en el argumento, sino por su deseo de demoler, una vez más, la imagen de James Bond a la que público y crítica le asociaban, la cual parecía estar encasillándole de forma irremediable. Hopkins, habiendo colaborado anteriormente con él, se encargaría del guión mientras Lumet ocupaba el puesto tras la cámara por petición expresa de Connery, quien ya se había visto a sus órdenes en "Supergolpe en Manhattan" y "La Colina", una de las obras maestras del neoyorkino.
El cielo de Bracknell es tan gris como la atmósfera reinante, todo por culpa de un asesino que continúa libre después de haber atacado a numerosas niñas; no hay pistas y las víctimas se acumulan. Esta situación mantiene en estado de constante alerta a la policía, especialmente a Johnson, un rudo y lacónico inspector que ansía coger al criminal al precio que sea; tras un inexplicable y extraño prólogo, Lumet nos sumerge en lo que parece ser un sobrio "thriller" criminal que destila el más puro aroma "hitchcockiano" (las influencias de "Frenesí" están ahí). Y así continúa hasta que un sospechoso llamado Baxter cae en las manos de Johnson...
No obstante seremos embaucados por el director (o, más bien, el guionista) cuando el argumento sufra un giro radical a eso de los tres cuartos de hora; con unas perturbadoras imágenes dispuestas en planos rápidos, dejamos el escenario policial para seguir al inspector hasta su casa, donde le espera su esposa Maureen. De aquí en adelante nos centraremos en ese hombre al que conducía una cierta serenidad y sin embargo dominaba una sensación de angustia en sordina; pronto descubriremos que se trata de un amargado, hastiado por su trabajo, su infeliz matrimonio y el mundo que le rodea, aunque el origen de ese pesar no deja de ser la violencia que cada día le acompaña en sus labores de agente de la ley.
Una violencia omnipresente que alimenta sus miedos y traumas, de los cuales no es capaz de librarse, grotescas imágenes apiladas en su cabeza cuya fuerza será la causa de su degeneración mental. En esta poderosa secuencia conoceremos la asfixiante sensación que envuelve al personaje, desamparado, incomprendido, poco a poco absorbido por su propia violencia (llegará a figurarse los rostros de Baxter y la última niña violada al sujetar a su mujer). Lumet y Hopkins han ganado la partida; el caso del violador se convierte en un mero detonante de los hechos, un pretexto para presentar el conflicto de Johnson con Baxter y consigo mismo.
Pronto se empiezan a atar los cabos; desde el primer momento el epicentro de la historia siempre ha sido el interrogatorio al sospechoso, que el director nos irá desvelando a lo largo del film a través de inesperados "flashbacks". La atmósfera, tensa y sombría, termina por violentar a los personajes, quienes destapan todos aquellos males que sin piedad los mortifican; a ojos de Johnson, el asesino se halla ante él y no duda en juzgarle, sea o no culpable (como sucedía con el jurado de "Doce Hombres sin Piedad"), sin duda unos ojos confundidos y nublados por la locura desatada en su mente.
El círculo de la desgracia eterna está representado mediante la repetición formal (la conversación entre Cartwright y Johnson encuentra su reflejo en la de Johnson y Baxter; el niño que atemorizaba a éste en la escuela quedará reencarnado en el inspector...); un cúmulo de odios y traumas soterrados que encontrarán su vía de salida por la violencia donde la salvación es poco más que imposible. El tramo final, que encontró el aplauso del mismísimo John Huston, retornará al suceso inicial, punto de inflexión en la historia y el policía, quien liberará a su auténtico "yo" (detallado en Zona Spoiler).
El convencional "thriller" que se nos había prometido queda totalmente reemplazado (nunca sabremos quién es de verdad el criminal) por una de las más viscerales introspecciones psicológicas llevadas a cabo en la gran pantalla, donde Lumet vuelve a poner de manifiesto que lo importante para él son sus personajes, interpretados de forma soberbia por un elenco donde ante todo destacan Ian Bannen, Trevor Howard y un Sean Connery sensacional desde todos ángulos, metido a conciencia en su papel; personajes envueltos en las sombras de un ambiente hermético, desasosegante y atrapante, realzado por la gélida fotografía de Gerry Fisher y la música de Harrison Birtwistle.
Connery respaldó "La Ofensa" con su propia productora, aunque ello no le reportaría casi beneficios de cara a la taquilla, por la que pasó casi desapercibida injustamente.
Pese a tratarse de un durísimo y agobiante drama psicológico difícil de soportar (y sin una trama aparente), nos hallamos ante una de las mejores muestras de talento artístico del panorama cinematográfico, sin grandes alardes técnicos ni baratos efectismos. Cine del auténtico, del que te revuelve, del que se siente en las entrañas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Hacia el final, la interpenetración en la psique del personaje de Johnson no puede llegar más lejos aparentemente, pero Lumet y Hopkins preparan el escenario para una última introspección, la que revele al espectador los verdaderos sentimientos del atormentado detective.
Sin embargo éstos ya han sido mostrados a lo largo de la película; cuando Johnson sujeta a su esposa del brazo, el rostro ensangrentado del sospechoso (quien ha aparecido de pasada como un personaje secundario) se figura en el de ella, del mismo modo que recuerda a la niña rescatada por él en el bosque cuando fuerza a la anterior sobre la cama. Esta repetición de sucesos encadenados empieza a descubrir la verdad: a priori, la violencia es de otro, pero en esa pequeña fracción de tiempo se creará la ilusión (o la verdad) de una similitud, quizás una identidad entre el asesino y su perseguidor.
El intenso interrogatorio, auténtico proceso "kafkiano", durante los últimos 25 minutos vendrá a reforzar estas sospechas. Asfixiante culpabilidad reflejada en otro "yo", el proyectado en la figura del ambiguo sospechoso, con el que Johnson intentará interaccionar (tocándole, mirándole a los ojos, leyendo su mente "como un libro") hasta el punto de compartir una unión casi metafísica, que viene de más lejos (el niño que abusaba de Baxter en el colegio, ahora transmutado en el inspector); la insinuación del deseo de Johnson de ponerse en la piel del criminal ya dejará de ser una mera suposición.
El sospechoso, pese a ser radiografiado por el detective, terminará comprendiendo lo que él es en realidad (se podría decir que únicamente actúa de catalizador de su violencia). ¿Será ese asesino violador una voz interior? De hecho el "otro" no es más que un desdoblamiento que sólo sirve para desenmascarar al único; el criminal apenas existe, una figura indiferente, simple artefacto del policía dominado por una locura latente, un policía poco a poco vuelto a su "espejo" y a la verdad de su sola violencia.
No sólo la de su pulsión sexual, sino la que está aún más oculta, su pulsión de muerte, goce tabú y fantasma de una inversión de roles. Tras dejar apaleado e inconsciente a Baxter y al agredir incluso a sus propios compañeros, Johnson se inclinará por completo del lado del "otro", que se convierte a su vez en fantasma, imagen especular o superficie de proyección de esa mencionada pulsión de muerte anónima; "Dios...Dios mío", alcanza a decir entendiendo lo sucedido. El policía pronuncia así la sentencia que le condena irrevocablemente.
Ante todo, su brutal reacción será la prueba de una muda confesión que anula la diferencia con el asesino.
Durante mucho tiempo la violencia del otro ha servido de pantalla de humo y, finalmente, de eco...
Sin embargo éstos ya han sido mostrados a lo largo de la película; cuando Johnson sujeta a su esposa del brazo, el rostro ensangrentado del sospechoso (quien ha aparecido de pasada como un personaje secundario) se figura en el de ella, del mismo modo que recuerda a la niña rescatada por él en el bosque cuando fuerza a la anterior sobre la cama. Esta repetición de sucesos encadenados empieza a descubrir la verdad: a priori, la violencia es de otro, pero en esa pequeña fracción de tiempo se creará la ilusión (o la verdad) de una similitud, quizás una identidad entre el asesino y su perseguidor.
El intenso interrogatorio, auténtico proceso "kafkiano", durante los últimos 25 minutos vendrá a reforzar estas sospechas. Asfixiante culpabilidad reflejada en otro "yo", el proyectado en la figura del ambiguo sospechoso, con el que Johnson intentará interaccionar (tocándole, mirándole a los ojos, leyendo su mente "como un libro") hasta el punto de compartir una unión casi metafísica, que viene de más lejos (el niño que abusaba de Baxter en el colegio, ahora transmutado en el inspector); la insinuación del deseo de Johnson de ponerse en la piel del criminal ya dejará de ser una mera suposición.
El sospechoso, pese a ser radiografiado por el detective, terminará comprendiendo lo que él es en realidad (se podría decir que únicamente actúa de catalizador de su violencia). ¿Será ese asesino violador una voz interior? De hecho el "otro" no es más que un desdoblamiento que sólo sirve para desenmascarar al único; el criminal apenas existe, una figura indiferente, simple artefacto del policía dominado por una locura latente, un policía poco a poco vuelto a su "espejo" y a la verdad de su sola violencia.
No sólo la de su pulsión sexual, sino la que está aún más oculta, su pulsión de muerte, goce tabú y fantasma de una inversión de roles. Tras dejar apaleado e inconsciente a Baxter y al agredir incluso a sus propios compañeros, Johnson se inclinará por completo del lado del "otro", que se convierte a su vez en fantasma, imagen especular o superficie de proyección de esa mencionada pulsión de muerte anónima; "Dios...Dios mío", alcanza a decir entendiendo lo sucedido. El policía pronuncia así la sentencia que le condena irrevocablemente.
Ante todo, su brutal reacción será la prueba de una muda confesión que anula la diferencia con el asesino.
Durante mucho tiempo la violencia del otro ha servido de pantalla de humo y, finalmente, de eco...

7.5
4,832
8
22 de febrero de 2021
22 de febrero de 2021
16 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Anochece y dos hombres unidos por la casualidad del destino y que morirán por la fatalidad del destino caminan por un tejado dirigiéndose sin saberlo al punto de inflexión que determinará su futuro.
Pocos hay tan indicados como Jean-Pierre Melville para tratar este tema con tal elegancia y resignación.
Un crítico profesional afirmó que "En una película de atracos el director realmente muestra sus habilidades durante el atraco"; puede que tuviera razón. Muchos asegurarían que este honor se lo lleva Jules Dassin gracias a la secuencia del robo de "Rififi", si bien otros señalarían primero la que nos regaló Michael Mann en "Heat"; y bien les hace falta a estos señores tirar más de memoria y recordar la presente en "Círculo Rojo": algo más de 25 minutos y medio sin diálogo entre las tinieblas de la noche y haciendo gala el parisino de un pulso, ritmo y medición del tiempo absolutamente soberbios.
Aunque este no es el único pasaje memorable de todos los que podemos hallar en la que sería su penúltima obra (tras la arrolladora "El Ejército de las Sombras") y segunda de su magistral trilogía con Alain Delon de protagonista como mítico antihéroe del género, formada por "Le Samourai", la que nos ocupa y "Crónica Negra". Al igual que en la primera el director, de su propio ideario, vuelve a hacer hincapié en la filosofía oriental para justificar y comprender el motivo de este relato criminal, con el fatal destino como principal maestro de ceremonias.
Se establece rápidamente con la presentación de dos personajes cuyas historias son narradas en paralelo hasta confluir de repente. Ambos criminales, Corey y Vogel: el primero, un gángster lacónico y huraño que será liberado de prisión por buena conducta tras haber sido informado por un guardia de la misma sobre un interesante atraco; el segundo, un violento e impasible delincuente que logra escapar de la custodia del comisario Mattei. Cada uno de estos hombres calculan sus movimientos fríamente, con la idea de la venganza y la libertad en sus cabezas, además de ser duramente perseguidos: uno por la mafia, el otro por la policía.
Mientras tanto, en un segundo plano aunque ganando fuerza a medida que se desarrollan los hechos, una segunda unión se percibe, más lejana y menos pronunciada: la del susodicho Mattei y el ex-policía Jansen (responsable de acabar de estrechar lazos entre la primera pareja), ambos solitarios y corrompidos, ambos devorados por sus demonios interiores (exteriorizándolo el segundo a través de una gran angustia y terribles delirios), y también unidos por el pasado ("Érais de la misma promoción", advierte Vogel) y condenados a encontrarse en las peores condiciones.
Todas estas interacciones, uniones y desencuentros se darán bajo la mirada gélida de Melville, que no abandona sus secuencias silenciosas y atmósferas grises, mediante las cuales será capaz de expresar miles de emociones sin pronunciarse una sola palabra (bastan las miradas y los gestos de los personajes, expuestos en los encuadres adecuados: cuando Corey y Vogel se ven en el descampado por primera vez o el asalto a la casa de Rico, auténticas lecciones de cine y narrativa); en realidad lo que desea el cineasta, a través de su estilo, forma y discurso inconfundibles, es hacernos entender que así es como debe ser el cine negro.
Esto es: depurado, sobrio, oscuro, elegante, casi sin sobresaltos repentinos y no por ello menos intenso y violento, aunque sea por medio de un elevadísimo nivel de perfeccionismo. Como de costumbre en su obra, en las de autores que sin duda le influenciaron y en el propio género, el nihilismo y la obstinada idea de la fatalidad y la culpa impregnan el film, la idea de la ausencia de inocencia en la Humanidad (que tan bien quedará expresado en palabras del inspector general Marchand) así como la presencia de una doble moral dentro del cuerpo de la policía, de la cual se sirve ese Mattei para sus propósitos.
Doble moral aplastante que provoca al espectador (al menos en mi caso...) sentir más simpatía por los criminales que por los agentes de la ley (en especial resulta repulsivo el chantaje a Santi utilizando a su hijo). Contribuyen la música de Éric de Marsan y la fotografía de Henri Decaë para hacer la película indudablemente áspera desde ese milimétricamente medido inicio en el tren, siempre rodeada de un halo de desasosiego y amargura en sordina que embarga a los personajes sin que éstos alcen la voz para resignarse; cuando las balas llegan ya nada importa, la oscuridad lo cubre todo.
Por su parte, vuelve el magnífico Delon sin dejar de ser aquel Costello de "Le Samourai" compartiendo protagonismo con un irreconocible (por comedido) Gian Maria Volontè, cuyo papel iba a estar interpretado en un principio por Jean-Paul Belmondo, que no pocos quebraderos de cabeza dio al director por culpa de su explosivo y reacio carácter. Igualmente soberbios André Bourvil, a quien la enfermedad se lo estaba comiendo y moriría un mes antes del estreno del film, y Yves Montand, que se lleva la escena más impactante del film y de la carrera de Melville: la terrible alucinación de Jansen en su habitación (donde el anterior logra unos niveles de tensión pocas veces alcanzados en su cine).
Concebida y anhelada desde veinte años atrás, "Círculo Rojo", si bien no excelente, es otra gran muestra de su visión sobre el cine negro y sus personajes condenados. Seca y fría, lúgubre, negra como el carbón, y vuelvo a recalcar que cuenta con uno de los atracos mejor calculados y filmados de la Historia del cine.
Poco le quedaba al maestro, por desgracia, para dejar este mundo de forma repentina, no sin antes regalarnos "Crónica Negra"...
Pocos hay tan indicados como Jean-Pierre Melville para tratar este tema con tal elegancia y resignación.
Un crítico profesional afirmó que "En una película de atracos el director realmente muestra sus habilidades durante el atraco"; puede que tuviera razón. Muchos asegurarían que este honor se lo lleva Jules Dassin gracias a la secuencia del robo de "Rififi", si bien otros señalarían primero la que nos regaló Michael Mann en "Heat"; y bien les hace falta a estos señores tirar más de memoria y recordar la presente en "Círculo Rojo": algo más de 25 minutos y medio sin diálogo entre las tinieblas de la noche y haciendo gala el parisino de un pulso, ritmo y medición del tiempo absolutamente soberbios.
Aunque este no es el único pasaje memorable de todos los que podemos hallar en la que sería su penúltima obra (tras la arrolladora "El Ejército de las Sombras") y segunda de su magistral trilogía con Alain Delon de protagonista como mítico antihéroe del género, formada por "Le Samourai", la que nos ocupa y "Crónica Negra". Al igual que en la primera el director, de su propio ideario, vuelve a hacer hincapié en la filosofía oriental para justificar y comprender el motivo de este relato criminal, con el fatal destino como principal maestro de ceremonias.
Se establece rápidamente con la presentación de dos personajes cuyas historias son narradas en paralelo hasta confluir de repente. Ambos criminales, Corey y Vogel: el primero, un gángster lacónico y huraño que será liberado de prisión por buena conducta tras haber sido informado por un guardia de la misma sobre un interesante atraco; el segundo, un violento e impasible delincuente que logra escapar de la custodia del comisario Mattei. Cada uno de estos hombres calculan sus movimientos fríamente, con la idea de la venganza y la libertad en sus cabezas, además de ser duramente perseguidos: uno por la mafia, el otro por la policía.
Mientras tanto, en un segundo plano aunque ganando fuerza a medida que se desarrollan los hechos, una segunda unión se percibe, más lejana y menos pronunciada: la del susodicho Mattei y el ex-policía Jansen (responsable de acabar de estrechar lazos entre la primera pareja), ambos solitarios y corrompidos, ambos devorados por sus demonios interiores (exteriorizándolo el segundo a través de una gran angustia y terribles delirios), y también unidos por el pasado ("Érais de la misma promoción", advierte Vogel) y condenados a encontrarse en las peores condiciones.
Todas estas interacciones, uniones y desencuentros se darán bajo la mirada gélida de Melville, que no abandona sus secuencias silenciosas y atmósferas grises, mediante las cuales será capaz de expresar miles de emociones sin pronunciarse una sola palabra (bastan las miradas y los gestos de los personajes, expuestos en los encuadres adecuados: cuando Corey y Vogel se ven en el descampado por primera vez o el asalto a la casa de Rico, auténticas lecciones de cine y narrativa); en realidad lo que desea el cineasta, a través de su estilo, forma y discurso inconfundibles, es hacernos entender que así es como debe ser el cine negro.
Esto es: depurado, sobrio, oscuro, elegante, casi sin sobresaltos repentinos y no por ello menos intenso y violento, aunque sea por medio de un elevadísimo nivel de perfeccionismo. Como de costumbre en su obra, en las de autores que sin duda le influenciaron y en el propio género, el nihilismo y la obstinada idea de la fatalidad y la culpa impregnan el film, la idea de la ausencia de inocencia en la Humanidad (que tan bien quedará expresado en palabras del inspector general Marchand) así como la presencia de una doble moral dentro del cuerpo de la policía, de la cual se sirve ese Mattei para sus propósitos.
Doble moral aplastante que provoca al espectador (al menos en mi caso...) sentir más simpatía por los criminales que por los agentes de la ley (en especial resulta repulsivo el chantaje a Santi utilizando a su hijo). Contribuyen la música de Éric de Marsan y la fotografía de Henri Decaë para hacer la película indudablemente áspera desde ese milimétricamente medido inicio en el tren, siempre rodeada de un halo de desasosiego y amargura en sordina que embarga a los personajes sin que éstos alcen la voz para resignarse; cuando las balas llegan ya nada importa, la oscuridad lo cubre todo.
Por su parte, vuelve el magnífico Delon sin dejar de ser aquel Costello de "Le Samourai" compartiendo protagonismo con un irreconocible (por comedido) Gian Maria Volontè, cuyo papel iba a estar interpretado en un principio por Jean-Paul Belmondo, que no pocos quebraderos de cabeza dio al director por culpa de su explosivo y reacio carácter. Igualmente soberbios André Bourvil, a quien la enfermedad se lo estaba comiendo y moriría un mes antes del estreno del film, y Yves Montand, que se lleva la escena más impactante del film y de la carrera de Melville: la terrible alucinación de Jansen en su habitación (donde el anterior logra unos niveles de tensión pocas veces alcanzados en su cine).
Concebida y anhelada desde veinte años atrás, "Círculo Rojo", si bien no excelente, es otra gran muestra de su visión sobre el cine negro y sus personajes condenados. Seca y fría, lúgubre, negra como el carbón, y vuelvo a recalcar que cuenta con uno de los atracos mejor calculados y filmados de la Historia del cine.
Poco le quedaba al maestro, por desgracia, para dejar este mundo de forma repentina, no sin antes regalarnos "Crónica Negra"...
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