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Voto de José Ido:
10

Voto de José Ido:
10
7.9
36,720
Drama
Adaptación de una novela del escritor inglés William Tackeray. Barry Lyndon, un joven irlandés ambicioso y sin escrúpulos, se ve obligado a emigrar a causa de un duelo. Lleva a partir de entonces una vida errante y llena de aventuras. Sin embargo, su sueño es alcanzar una elevada posición social. Y lo hace realidad al contraer un provechoso matrimonio, gracias al cual entra a formar parte de la nobleza inglesa del siglo XVIII. (FILMAFFINITY) [+]
26 de noviembre de 2011
26 de noviembre de 2011
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vaya por delante que no puedo ser imparcial al comentar esta película, ni lo pretendo. Sólo intentaré esbozar algunas de las impresiones que me ha producido la contemplación de esta obra maestra. Gratas impresiones, desde luego, porque en ella convergen dos de mis debilidades: las narraciones de época y el propio director. Creo no exagerar si afirmo que S. Kubrick es uno de los mejores cineastas de todos los tiempos. Siempre original, sorprendente, detallista, inteligente y de exquisito gusto, bordeando la perfección. Y Barry Lyndon constituye una de sus cumbres creativas.
Los encuadres exteriores semejan vastos frescos paisajísticos que nos transportan al siglo diecisiete de una forma natural y sumamente realista. El rodaje de interiores, la técnica de iluminación y los decorados son antológicos. El vestuario y la caracterización de los personajes, la adecuación y estilo de los diálogos, magníficos. La música, excelente; combinando la popular irlandesa con la clásica en sentido estricto, sin vestigios de anacronismo. En suma, credibilidad a raudales.
Basada en la novela homónima de William M. Thackeray, Barry Lyndon nos cuenta, en esencia, un viaje. El gran tema -si no el único tema- de toda ficción literaria de altura. Naturalmente, se trata de un viaje de ida y vuelta, el periplo vital del joven irlandés Redmond Barry, con su ascenso hasta las cumbres de las clases privilegiadas y su posterior decadencia, la caída y retorno a sus humildes orígenes. Tan fortuita la subida como inevitable el descenso. Y a lo largo de esa peregrinación, con sus virtudes y sus vicios, su lealtad y su egoísmo, sus estúpidos arrebatos como equipaje, contemplamos el devenir de nuestro antihéroe, con toda su carga de humanidad a rastras, en permanente lucha contra el destino inexorable, contra el azar. Y más allá de las vicisitudes que sufre, vemos claramente las heridas y las llagas de su cuerpo y de su alma: ecce homo.
Tres horas de metraje. Bueno, ¿y qué?. El tiempo, ya se sabe, es siempre relativo. Lo que importa es disfrutar.
Los encuadres exteriores semejan vastos frescos paisajísticos que nos transportan al siglo diecisiete de una forma natural y sumamente realista. El rodaje de interiores, la técnica de iluminación y los decorados son antológicos. El vestuario y la caracterización de los personajes, la adecuación y estilo de los diálogos, magníficos. La música, excelente; combinando la popular irlandesa con la clásica en sentido estricto, sin vestigios de anacronismo. En suma, credibilidad a raudales.
Basada en la novela homónima de William M. Thackeray, Barry Lyndon nos cuenta, en esencia, un viaje. El gran tema -si no el único tema- de toda ficción literaria de altura. Naturalmente, se trata de un viaje de ida y vuelta, el periplo vital del joven irlandés Redmond Barry, con su ascenso hasta las cumbres de las clases privilegiadas y su posterior decadencia, la caída y retorno a sus humildes orígenes. Tan fortuita la subida como inevitable el descenso. Y a lo largo de esa peregrinación, con sus virtudes y sus vicios, su lealtad y su egoísmo, sus estúpidos arrebatos como equipaje, contemplamos el devenir de nuestro antihéroe, con toda su carga de humanidad a rastras, en permanente lucha contra el destino inexorable, contra el azar. Y más allá de las vicisitudes que sufre, vemos claramente las heridas y las llagas de su cuerpo y de su alma: ecce homo.
Tres horas de metraje. Bueno, ¿y qué?. El tiempo, ya se sabe, es siempre relativo. Lo que importa es disfrutar.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Me arriesgaré a destacar algunas secuencias. Por ejemplo, la escena del atraco, con sus proverbiales diálogos, repletos pulcritud y fino humor; ¿británico?, en todo caso, exquisito y sutil, en deliberado contrapunto con el acto violento que se está perpetrando.
La irrupción de los hijos de Lady Lyndon en la sala privada de conciertos, interrumpiendo la interpretación musical que ofrece a sus amistades, crea una atmósfera tensa y expectante pocas veces vista. Y de pronto, el despiadado alegato de Lord Bullingdon, el hijo mayor, eleva por momentos el dramatismo de esta escena hasta hacerlo insoportable. El estallido es inevitable, y la cólera reprimida del señor Barry no puede sino reventar en sus entrañas, cual carga de dinamita. Frente a los improperios, ante esas palabras que hieren como lanzas, sólo encuentra el recurso de sus puños. Es el comienzo del fin.
Porque el cenit de su etapa venturosa lo constituye, sin duda, la tierna relación que mantiene con su hijo Brian. Pero ¡ay!, la dicha suele ser efímera en este mundo. La parca acecha sin descanso ni compasión. ¿Hay algo más triste que la muerte de los niños? ¿Más trágico que asistir a la de un hijo de corta edad, sano, cariñoso, que ama a su padre hasta la idolatría? ¿Quién no se derrumbará ante tamaña fatalidad?
Si el primero de los duelos en que Barry interviene está logrado, el segundo, cuyo oponente es su hijastro, resulta simplemente magistral. Rodado en el interior de una cuadra, la tragedia flota en el ambiente hasta hacerlo asfixiante. Es la cara más oscura del sentido del honor calderoniano: el ansia de venganza, la angustia del miedo, la cobardía.
La irrupción de los hijos de Lady Lyndon en la sala privada de conciertos, interrumpiendo la interpretación musical que ofrece a sus amistades, crea una atmósfera tensa y expectante pocas veces vista. Y de pronto, el despiadado alegato de Lord Bullingdon, el hijo mayor, eleva por momentos el dramatismo de esta escena hasta hacerlo insoportable. El estallido es inevitable, y la cólera reprimida del señor Barry no puede sino reventar en sus entrañas, cual carga de dinamita. Frente a los improperios, ante esas palabras que hieren como lanzas, sólo encuentra el recurso de sus puños. Es el comienzo del fin.
Porque el cenit de su etapa venturosa lo constituye, sin duda, la tierna relación que mantiene con su hijo Brian. Pero ¡ay!, la dicha suele ser efímera en este mundo. La parca acecha sin descanso ni compasión. ¿Hay algo más triste que la muerte de los niños? ¿Más trágico que asistir a la de un hijo de corta edad, sano, cariñoso, que ama a su padre hasta la idolatría? ¿Quién no se derrumbará ante tamaña fatalidad?
Si el primero de los duelos en que Barry interviene está logrado, el segundo, cuyo oponente es su hijastro, resulta simplemente magistral. Rodado en el interior de una cuadra, la tragedia flota en el ambiente hasta hacerlo asfixiante. Es la cara más oscura del sentido del honor calderoniano: el ansia de venganza, la angustia del miedo, la cobardía.