El cine europeo resurge bajo el signo de la escatología y la casquería fina, y lo hace desde un país cuya cinematografía me pilla en fuera de juego: Hungría. Intuyo que su cultura popular incluye anécdotas tan grotescas como las que recoge el escritor magiar Lajos Parti Nagy en el libro que inspira la película, una especie de genealogía familiar marciana y casi surrealista cuya existencia se antoja poco menos que imposible. Cuesta penetrar en el extrañísimo catálogo de imágenes que Pálfi despliega a través de las tres generaciones de la particular saga familiar, pero cuando se entra ya no se sale.

Abuelo, padre e hijo: una excusa para registrar una poesía inédita que bascula entre la candidez y lo nauseabundo, logrando algo parecido a un poema visual en torno a la diferencia y el sufrimiento de los inadaptados que no dejará a nadie indiferente. El resultado: una obra purísima, fascinante y de un talento audiovisuable notable y personal. Pálfi ha conseguido el milagro de extraer belleza de algo eminentemente feo y, de paso, ha insuflado vida a un panorama cinematográfico europeo que empezaba a dar muestras de agotamiento.

Lo mejor: la increíble, brutal autodisección.
Lo peor: puede espantar al sector de público más impresionable.