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Terror
Sentado en un banco de un parque, Francis anima a su compañero Alan para que vayan a Holstenwall, una ciudad del norte de Alemania, a ver el espectáculo ambulante del doctor Caligari. Un empleado municipal que le niega al doctor el permiso para actuar, aparece asesinado al día siguiente. Francis y Alan acuden a ver al doctor Caligari y a Cesare, su ayudante sonámbulo, que le anuncia a Alan su porvenir: vivirá hasta el amanecer. (FILMAFFINITY) [+]
20 de mayo de 2010
20 de mayo de 2010
14 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1920, el fascismo se gestaba en Europa y la semilla ya estaba irrevocablemente sembrada. Una época funesta se iba implantando con pasos de gigante. La era del gran terror del siglo veinte había puesto en marcha su maquinaria y nada la detendría.
Robert Wiene, como otros artistas del celuloide, tuvo bastante de visionario. “El gabinete del doctor Caligari”, una genialidad que catapultó la señal de comienzo del expresionismo alemán, es una pesadilla alegórica acerca del totalitarismo que se cebaría en el continente, haciendo horriblemente lícito y extendido el terrorismo de estado y el sometimiento de las masas sonámbulas, adormecidas.
El doctor Caligari, o sinónimo de poder absoluto absorbido por sus delirios de dominio y destrucción, es el Estado terrorista que hipnotiza a las muchedumbres asustadas, ignorantes y azotadas por la crisis económica, inculcándoles la violencia contra los “inferiores”. Es invariable el encono contra alguna “raza” indeseable que se tacha como inferior, y la incitación al genocidio.
Aunque a escala reducida, el Caligari de Wiene es un prototipo de fascista fanático que odia a sus semejantes y se sirve de sus habilidades manipuladoras para llevar a término sus macabros planes.
Imagino que ya alguien lo habrá mencionado antes, pero la escenografía me recuerda “El grito” de Munch. Esos decorados retorcidos, como de un ensueño agobiante, que siempre parecen a punto de desplomarse, esas líneas arremolinadas, emulan los trazos de un Van Gogh en pleno arrebato de tétrica inspiración, de un Munch transportado por la angustia que lo arrastraba.
Los cambios en los tonos de color artificial añaden enigmáticos toques oníricos, variaciones en el clima que envuelve cada escena. Sepias, verdes, azules, ocres, amplifican el efecto fantasmagórico y misterioso, y acentúan la sensación de hallarse dentro de una fantasía sutilmente terrorífica. El profuso maquillaje de los personajes recalca sus expresiones de miedo, pérdida y locura, y la exageración de los ademanes hace sobrado honor a un movimiento estilístico cinematográfico motivado por la carencia de sonido. Sin voz, los actores tenían carta blanca para amanerar los gestos y las muecas del rostro.
El siniestro Caligari encarna una amenaza real y una figura peligrosa en el período de entreguerras, en un continente debilitado. La figura del inteligente e insidioso déspota que se aprovecha del pueblo dormido para acometer sus apocalípticos objetivos.
Se trata, en efecto, de una película de terror, porque afronta, con esa imaginativa estética que imperó en los años veinte, un tema escalofriante que era totalmente vigente: el ascenso de los regímenes totalitarios que habrían de destrozar cerca de medio mundo.
Robert Wiene, como otros artistas del celuloide, tuvo bastante de visionario. “El gabinete del doctor Caligari”, una genialidad que catapultó la señal de comienzo del expresionismo alemán, es una pesadilla alegórica acerca del totalitarismo que se cebaría en el continente, haciendo horriblemente lícito y extendido el terrorismo de estado y el sometimiento de las masas sonámbulas, adormecidas.
El doctor Caligari, o sinónimo de poder absoluto absorbido por sus delirios de dominio y destrucción, es el Estado terrorista que hipnotiza a las muchedumbres asustadas, ignorantes y azotadas por la crisis económica, inculcándoles la violencia contra los “inferiores”. Es invariable el encono contra alguna “raza” indeseable que se tacha como inferior, y la incitación al genocidio.
Aunque a escala reducida, el Caligari de Wiene es un prototipo de fascista fanático que odia a sus semejantes y se sirve de sus habilidades manipuladoras para llevar a término sus macabros planes.
Imagino que ya alguien lo habrá mencionado antes, pero la escenografía me recuerda “El grito” de Munch. Esos decorados retorcidos, como de un ensueño agobiante, que siempre parecen a punto de desplomarse, esas líneas arremolinadas, emulan los trazos de un Van Gogh en pleno arrebato de tétrica inspiración, de un Munch transportado por la angustia que lo arrastraba.
Los cambios en los tonos de color artificial añaden enigmáticos toques oníricos, variaciones en el clima que envuelve cada escena. Sepias, verdes, azules, ocres, amplifican el efecto fantasmagórico y misterioso, y acentúan la sensación de hallarse dentro de una fantasía sutilmente terrorífica. El profuso maquillaje de los personajes recalca sus expresiones de miedo, pérdida y locura, y la exageración de los ademanes hace sobrado honor a un movimiento estilístico cinematográfico motivado por la carencia de sonido. Sin voz, los actores tenían carta blanca para amanerar los gestos y las muecas del rostro.
El siniestro Caligari encarna una amenaza real y una figura peligrosa en el período de entreguerras, en un continente debilitado. La figura del inteligente e insidioso déspota que se aprovecha del pueblo dormido para acometer sus apocalípticos objetivos.
Se trata, en efecto, de una película de terror, porque afronta, con esa imaginativa estética que imperó en los años veinte, un tema escalofriante que era totalmente vigente: el ascenso de los regímenes totalitarios que habrían de destrozar cerca de medio mundo.