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Drama
En el Japón del siglo XVII, Oharu, hija de un samurai, es expulsada de la corte de Kioto y condenada al exilio por enamorarse de un criado. Tras la ejecución de su amante, Oharu es obligada por su padre a convertirse en la concubina de un gran señor, al que su esposa no ha podido dar un heredero. para mayor desdicha, después de dar a luz la arrebatan a su hijo y es expulsada de la casa. (FILMAFFINITY)
13 de junio de 2010
13 de junio de 2010
19 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mizoguchi era el retratista de las mujeres expoliadas. Geishas, prostitutas, mal casadas, apaleadas por la mala suerte y caídas en desgracia. Él mismo supo lo que era la pobreza y que vendiesen a su hermana como geisha, así que estaba acostumbrado a mirar a la desgracia a la cara.
Inclinándose muy a menudo hacia las tradiciones japonesas y la Edad Media, trazó con sus pinceles realistas a la par que etéreos el deprimente panorama que restringía a la población femenina a una posición de acusada inferioridad y esclavitud social. Equiparadas a posesiones materiales que se podían comprar, vender y regalar, permanecían sujetas a la caprichosa voluntad de sus dueños, léase sus padres o patriarcas familiares, sus hermanos varones en caso de orfandad, y sus maridos o parejas de concubinato.
El inmutable protocolo de conducta y los requerimientos del espíritu no iban a la par. Ellas no eran libres de sentir a su antojo, ni de elegir. No eran dueñas ni de su cuerpo, ni de su corazón, ni disponían de libre albedrío.
Y aún había más. La misma reprobación severísima que las ataba a perpetuidad las condenaba si comprobaba que se arrastraban por el fango. Después de haberlas despojado de toda su dignidad, de su corazón, de sus personas queridas, de su privacidad, de medios decentes de supervivencia, y de toda posibilidad de redención, todavía tenía la mezquina hipocresía de gritarles: “¡Mujer, cómo has podido caer tan bajo! ¡Quedas maldita por toda la eternidad!”
Y una siente cómo le bulle la sangre al ser espectadora de tanta malignidad disfrazada de falsa decencia. Al ver cómo el palo del castigo cae una vez más sobre la machacada alma y la maltrecha carne de una buena mujer a quien sólo unas poquísimas personas bondadosas y sinceras, un par de ellas a lo sumo, han sabido apreciar y querer. Y no, no eran sus progenitores (demasiado preocupados por el qué dirán, la posición social y el dinero para acordarse de que tienen una hija y no una yegua o todavía menos), quienes no dudan en venderla y prostituirla y aprovecharse de ella.
Inclinándose muy a menudo hacia las tradiciones japonesas y la Edad Media, trazó con sus pinceles realistas a la par que etéreos el deprimente panorama que restringía a la población femenina a una posición de acusada inferioridad y esclavitud social. Equiparadas a posesiones materiales que se podían comprar, vender y regalar, permanecían sujetas a la caprichosa voluntad de sus dueños, léase sus padres o patriarcas familiares, sus hermanos varones en caso de orfandad, y sus maridos o parejas de concubinato.
El inmutable protocolo de conducta y los requerimientos del espíritu no iban a la par. Ellas no eran libres de sentir a su antojo, ni de elegir. No eran dueñas ni de su cuerpo, ni de su corazón, ni disponían de libre albedrío.
Y aún había más. La misma reprobación severísima que las ataba a perpetuidad las condenaba si comprobaba que se arrastraban por el fango. Después de haberlas despojado de toda su dignidad, de su corazón, de sus personas queridas, de su privacidad, de medios decentes de supervivencia, y de toda posibilidad de redención, todavía tenía la mezquina hipocresía de gritarles: “¡Mujer, cómo has podido caer tan bajo! ¡Quedas maldita por toda la eternidad!”
Y una siente cómo le bulle la sangre al ser espectadora de tanta malignidad disfrazada de falsa decencia. Al ver cómo el palo del castigo cae una vez más sobre la machacada alma y la maltrecha carne de una buena mujer a quien sólo unas poquísimas personas bondadosas y sinceras, un par de ellas a lo sumo, han sabido apreciar y querer. Y no, no eran sus progenitores (demasiado preocupados por el qué dirán, la posición social y el dinero para acordarse de que tienen una hija y no una yegua o todavía menos), quienes no dudan en venderla y prostituirla y aprovecharse de ella.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Dice mucho de cómo funcionaba el sistema y del grado de corrupción moral el hecho de que para una muchacha estuviese mejor considerado ser concubina de un señor (su puta, dicho en plata), que la esposa de un criado. Pero claro, la moral dictaba que el concubinato no dejaba de ser un pecado enorme, con lo cual las chicas que caían en esa condición (y no lo hacían por propia voluntad, sino obligadas) portaban el estigma de las apestadas y nadie las miraba con respeto. Podían ser llevadas y traídas sin su consentimiento y, como su presencia resultaba incómoda y contaminante, solían acabar expulsadas y echadas a la calle. Así que el círculo vicioso se cerraba: si no conseguían hacer una buena boda en su juventud, o si cometían una desfachatez como enamorarse de alguien no designado por sus padres y provocaban un escándalo, eran vendidas como concubinas, geishas o prostitutas. Las zarandeaban como a muñecas de trapo y hacían con ellas lo que querían, y después proclamaban que esas perdidas no merecían sino la miseria que se habían buscado. Y a la calle otra vez, y a ser escupidas sin cesar, y tan pisoteadas y humilladas que ellas mismas se tenían ya por despojos sin valor.
Y así asistimos a la destrucción, paso a paso, golpe a golpe, de Oharu. Los reveses de la perra fortuna se ceban y le roban con risas crueles sus raros obsequios de felicidad efímera, muy efímera.
Esa muñeca rota que sigue caminando por inercia tendrá como único compañero compasivo al espectador, y como consuelo el recuerdo de sus escasos amores truncados.
Y así asistimos a la destrucción, paso a paso, golpe a golpe, de Oharu. Los reveses de la perra fortuna se ceban y le roban con risas crueles sus raros obsequios de felicidad efímera, muy efímera.
Esa muñeca rota que sigue caminando por inercia tendrá como único compañero compasivo al espectador, y como consuelo el recuerdo de sus escasos amores truncados.