La madre
Drama
Adaptación de la novela homónima de Máximo Gorki, está ambientada durante la Revolución rusa de 1905. Narra los trágicos acontecimientos de ese año a través del sufrimiento de una madre por su hijo y su marido, una mujer campesina que tomará conciencia de la lucha social sólo a través del ejemplo y la tragedia. (FILMAFFINITY)
22 de febrero de 2010
22 de febrero de 2010
28 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta soberbia película de Pudovkin es seguramente, y sólo por detrás del "Acorazado Potemkin" de Eisenstein, la mejor obra que nos ha legado el cine mudo soviético, tanto por la concepción de la historia como por sus interpretaciones y la asombrosa realización, que muestra un absoluto domino del arte de la sugerencia y la emoción a través del montaje.
Como suele ocurrir en este cine revolucionario, la historia cuenta una toma de conciencia, que en este caso se centra en la humilde figura de una madre cuyo hijo ha sido encarcelado por sus actividades subversivas, al instigar una huelga de trabajadores.
La principal virtud del filme consiste en la habilísima regulación del ritmo narrativo que logra Pudovkin haciendo uso de sus particulares teorías de montaje; así, en los momentos puramente descriptivos, en los que no prima la emoción, predominan los planos pausados, atentos a las expresiones y gestos de los personajes. Por el contrario, cuando la acción se desata, la sucesión de planos se acelera, volviéndose analítica e intercalando veloces primeros planos (normalmente centrados en los rostros) con otros más generales, integrando así las experiencias individuales en las colectivas.
De entre todas las brillantes secuencias que contiene la cinta yo destacaría tres; la del juicio, maravillosamente concebida como una crítica a los tribunales zaristas, ejemplificada en los tres jueces, cuyos gestos y miradas contradicen las virtudes que se les atribuyen (una honradez de mirada aviesa, una justicia que dormita y una clemencia que lleva la condena escrita en los ojos). La llegada de la primavera, con deshielo incluido, simboliza la toma de conciencia por parte de los obreros, el nacimiento de un mundo nuevo (eso es, al fin y al cabo, toda primavera) cuya marcha no puede detenerse. Por último, las secuencias finales del filme, con la represión militar de la manifestación y el sacrificio heróico de la madre, poseen un poder emocional a la altura de la famosa secuencia de la escalera de Odessa del "Acorazado Potemkin".
A la espera de nuevas y mejores primaveras, bien está recrearse en esta obra, precioso fruto del arte cinematográfico.
Como suele ocurrir en este cine revolucionario, la historia cuenta una toma de conciencia, que en este caso se centra en la humilde figura de una madre cuyo hijo ha sido encarcelado por sus actividades subversivas, al instigar una huelga de trabajadores.
La principal virtud del filme consiste en la habilísima regulación del ritmo narrativo que logra Pudovkin haciendo uso de sus particulares teorías de montaje; así, en los momentos puramente descriptivos, en los que no prima la emoción, predominan los planos pausados, atentos a las expresiones y gestos de los personajes. Por el contrario, cuando la acción se desata, la sucesión de planos se acelera, volviéndose analítica e intercalando veloces primeros planos (normalmente centrados en los rostros) con otros más generales, integrando así las experiencias individuales en las colectivas.
De entre todas las brillantes secuencias que contiene la cinta yo destacaría tres; la del juicio, maravillosamente concebida como una crítica a los tribunales zaristas, ejemplificada en los tres jueces, cuyos gestos y miradas contradicen las virtudes que se les atribuyen (una honradez de mirada aviesa, una justicia que dormita y una clemencia que lleva la condena escrita en los ojos). La llegada de la primavera, con deshielo incluido, simboliza la toma de conciencia por parte de los obreros, el nacimiento de un mundo nuevo (eso es, al fin y al cabo, toda primavera) cuya marcha no puede detenerse. Por último, las secuencias finales del filme, con la represión militar de la manifestación y el sacrificio heróico de la madre, poseen un poder emocional a la altura de la famosa secuencia de la escalera de Odessa del "Acorazado Potemkin".
A la espera de nuevas y mejores primaveras, bien está recrearse en esta obra, precioso fruto del arte cinematográfico.
14 de diciembre de 2008
14 de diciembre de 2008
33 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ópera prima de Pudovkin y, posiblemente, el más conocido de sus films. Fundiendo lo mejor del vanguardismo ruso con el panfleto, Pudovkin se aproxima al discurso político desde lo que podríamos llamar "lirismo o intimismo épico" en contraposición a la "épica de masas" usada por su contemporáneo Eisenstein.
Durante la primera hora de su metraje, "La madre" discurre, siempre, en un fluir riguroso y correcto, pero sin especial fuerza ni brillantez.
Sin embargo, al enfilar su tramo final, la obra alza el vuelo y el espectador asiste, atónito e impresionado, a un encadenamiento de secuencias de enorme fuerza narrativa e impacto visual. Escenas tan tensas y bellas como la del protagonista que, en fuga de la prisión, escapa a los disparos de sus guardianes saltando (tenue figura lejana) de témpano en témpano, o como la represión del motín carcelario, o como aquella otra que establece un hermoso paralelismo entre la energía de los manifestantes que avanzan y el deshielo que empuja a los témpanos a chocar entre sí o como, para acabar, esa bandera roja que, enrollada, pasa sobre las cabezas de los manifestantes hasta desplegarse al viento al llegar a primera linea, cuando la madre avance, en solitario, hacia la carga frontal de la caballería ...
Ahí late el corazón del film, en esos apasionados y apasionantes treinta minutos finales. Y la hora que precede se limita a discurrir, con digna atonía, preparando el magnífico estallido.
Durante la primera hora de su metraje, "La madre" discurre, siempre, en un fluir riguroso y correcto, pero sin especial fuerza ni brillantez.
Sin embargo, al enfilar su tramo final, la obra alza el vuelo y el espectador asiste, atónito e impresionado, a un encadenamiento de secuencias de enorme fuerza narrativa e impacto visual. Escenas tan tensas y bellas como la del protagonista que, en fuga de la prisión, escapa a los disparos de sus guardianes saltando (tenue figura lejana) de témpano en témpano, o como la represión del motín carcelario, o como aquella otra que establece un hermoso paralelismo entre la energía de los manifestantes que avanzan y el deshielo que empuja a los témpanos a chocar entre sí o como, para acabar, esa bandera roja que, enrollada, pasa sobre las cabezas de los manifestantes hasta desplegarse al viento al llegar a primera linea, cuando la madre avance, en solitario, hacia la carga frontal de la caballería ...
Ahí late el corazón del film, en esos apasionados y apasionantes treinta minutos finales. Y la hora que precede se limita a discurrir, con digna atonía, preparando el magnífico estallido.
28 de junio de 2024
28 de junio de 2024
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la Universidad estuve involucrado en la fundación de un Cine-Club, cometido que compartí con otros dos sujetos. A uno le llamaré Edgar, aunque creo que era de la delegación local de Comisiones Obreras. Al otro lo puedo llamar Edmundo.
Edgar estaba en un curso de iniciación a Shakespeare, (sí, yo también me sorprendí de que existieran), al cual se aplicaba con esmero y cierta frustración. No conseguía conectar del todo la riqueza metafórica de su obra, del que era un apasionado, con el anticipo de la lucha de clases.
Su sindicato le había ordenado que participara en la creación del Cine-Club. Adoraba las películas con crítica social. Dicho de una forma pedante y, desde luego pasada de moda, Edgar venía del camino de Sadoul y yo venía del camino de Bazin. Precisamente por eso, y en contra de lo que el reduccionismo cancelacionista de hoy podría interpretar, no tuvimos el menor problema en encontrar un sinfín de confluencias en nuestros caminos: Jean Renoir, Buñuel, el primer John Ford (también le gustaba el segundo y el tercer John Ford pero entiendo que no lo manifestara demasiado), el primer Fellini, De Sica, todo el cine mudo soviético, la comedia italiana, Mizoguchi, Chaplin, en fin, el cine.
Edmundo se presentaba como un ecléctico que leía filosofía y nunca se sabía qué postura iba a tomar en los coloquios, salvo por su desmedida afición a utilizar la palabra “ontológico” en ellos. Si existía la sospecha de que una película tenía algo de “ontológica”, esa era una película que defendería Edmundo, no había duda.
No éramos amigos, no lo deseábamos, no conocíamos nuestras vidas más allá de la común afición. Si yo sé de dónde venía Edgar es porque Edmundo, un tipo bien informado, me lo había dicho. Edmundo era un hombre práctico, y Edgar y yo no lo éramos. Por eso el final de aquella aventura lo asocio siempre con el abandono de Edmundo, un par de años después.
Ahora es el momento de decir, según la moda que impuso “American Graffiti”, lo que fue de ellos.
Edgar estaba en un curso de iniciación a Shakespeare, (sí, yo también me sorprendí de que existieran), al cual se aplicaba con esmero y cierta frustración. No conseguía conectar del todo la riqueza metafórica de su obra, del que era un apasionado, con el anticipo de la lucha de clases.
Su sindicato le había ordenado que participara en la creación del Cine-Club. Adoraba las películas con crítica social. Dicho de una forma pedante y, desde luego pasada de moda, Edgar venía del camino de Sadoul y yo venía del camino de Bazin. Precisamente por eso, y en contra de lo que el reduccionismo cancelacionista de hoy podría interpretar, no tuvimos el menor problema en encontrar un sinfín de confluencias en nuestros caminos: Jean Renoir, Buñuel, el primer John Ford (también le gustaba el segundo y el tercer John Ford pero entiendo que no lo manifestara demasiado), el primer Fellini, De Sica, todo el cine mudo soviético, la comedia italiana, Mizoguchi, Chaplin, en fin, el cine.
Edmundo se presentaba como un ecléctico que leía filosofía y nunca se sabía qué postura iba a tomar en los coloquios, salvo por su desmedida afición a utilizar la palabra “ontológico” en ellos. Si existía la sospecha de que una película tenía algo de “ontológica”, esa era una película que defendería Edmundo, no había duda.
No éramos amigos, no lo deseábamos, no conocíamos nuestras vidas más allá de la común afición. Si yo sé de dónde venía Edgar es porque Edmundo, un tipo bien informado, me lo había dicho. Edmundo era un hombre práctico, y Edgar y yo no lo éramos. Por eso el final de aquella aventura lo asocio siempre con el abandono de Edmundo, un par de años después.
Ahora es el momento de decir, según la moda que impuso “American Graffiti”, lo que fue de ellos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
No puedo dar noticia de Edgar, lo cual es una forma de decir que no debió progresar en su sindicato. A Edmundo sí que volví a verlo.
Prosperó mucho en el partido al que se apuntó -al que de hecho pertenecía ya en la Universidad pero cuya militancia ocultó- y casi llegó a ministro. Usó la política para ascender académicamente y luego usó su alcanzada posición académica para ascender en la política. En fin, todo muy español.
En realidad, a Edmundo nunca le gustó el cine. Verán, yo puedo no desear ser amigo de una determinada persona que además sea un aficionado al cine de verdad, pero siempre tendrá mi aprecio y, sobre todo, mi respeto. Siempre. Y que nadie me diga que gente como Stalin, Hitler o Franco eran aficionados al cine. Puede que les fascinara el poder del cine, o que temieran su influencia. Nada más, porque a una persona que siente temor por algo tan libre como el cine es imposible que le guste. Créanme: es ontológicamente imposible.
Ayer me acordé de Edgar viendo aquella obra maestra incomparable que es “La madre”, paradigma de esa creatividad sin límite que da la mezcla de genio e insolencia. Tuve entonces un pensamiento: creo que llegué a conocerlo lo suficiente -a través únicamente de sus opiniones sobre cine, pueden tomarme por un loco si quieren- para poder afirmar con total seguridad, no importa los golpes de la insultante fortuna, la insolencia del poder y los desdenes que su paciente mérito haya recibido del indigno, que hoy, veinte de Junio de 2024, sigue siendo fiel a su causa, que sigue creyendo en el poder de las ideas y en la integridad de las personas que las expresan mediante imágenes animadas.
Prosperó mucho en el partido al que se apuntó -al que de hecho pertenecía ya en la Universidad pero cuya militancia ocultó- y casi llegó a ministro. Usó la política para ascender académicamente y luego usó su alcanzada posición académica para ascender en la política. En fin, todo muy español.
En realidad, a Edmundo nunca le gustó el cine. Verán, yo puedo no desear ser amigo de una determinada persona que además sea un aficionado al cine de verdad, pero siempre tendrá mi aprecio y, sobre todo, mi respeto. Siempre. Y que nadie me diga que gente como Stalin, Hitler o Franco eran aficionados al cine. Puede que les fascinara el poder del cine, o que temieran su influencia. Nada más, porque a una persona que siente temor por algo tan libre como el cine es imposible que le guste. Créanme: es ontológicamente imposible.
Ayer me acordé de Edgar viendo aquella obra maestra incomparable que es “La madre”, paradigma de esa creatividad sin límite que da la mezcla de genio e insolencia. Tuve entonces un pensamiento: creo que llegué a conocerlo lo suficiente -a través únicamente de sus opiniones sobre cine, pueden tomarme por un loco si quieren- para poder afirmar con total seguridad, no importa los golpes de la insultante fortuna, la insolencia del poder y los desdenes que su paciente mérito haya recibido del indigno, que hoy, veinte de Junio de 2024, sigue siendo fiel a su causa, que sigue creyendo en el poder de las ideas y en la integridad de las personas que las expresan mediante imágenes animadas.
6 de noviembre de 2009
6 de noviembre de 2009
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Obra maestra del cine soviético y de Pudovkin, "La madre" es una soberbia adaptación de la novela homónima de Gorki, una tragedia que fusiona intimismo, poesía, melodrama y épica con un objetivo común a todo el gran cine soviético en su tiempo: el propagandístico de la revolución política, de la necesidad de esa concienciación. "La madre" narra el sufrimiento de una madre (impresionante Baranovskaia) cuando su hijo (Batalov) es encarcelado debido a que es uno de los instigadores de un levantamiento campesino. La madre, apenada, titánica, hiriente y poderosa, perecerá emotivamente junto a su hijo pero tras tomar una conciencia política explícita y tenaz que la hacen unirse a esos "seres anónimos" que luchan por sus derechos.
"La madre" es cine de propaganda política, pero es una obra de primera magnitud artística, comparable a las de Eisenstein, llena de vigor y fuerza, con sobrecogedores primeros planos, un uso magistral del montaje como instrumento canalizador de la acción y de las metáforas (como se va rompiendo el hielo según avanza la manifestación), una obra eminente, eternamente asombrosa, imprescindible para entender la evolución del cine.
"La madre" es cine de propaganda política, pero es una obra de primera magnitud artística, comparable a las de Eisenstein, llena de vigor y fuerza, con sobrecogedores primeros planos, un uso magistral del montaje como instrumento canalizador de la acción y de las metáforas (como se va rompiendo el hielo según avanza la manifestación), una obra eminente, eternamente asombrosa, imprescindible para entender la evolución del cine.
20 de noviembre de 2012
20 de noviembre de 2012
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como ocurre en otras famosas películas soviéticas de la época, la acción de La madre tiene lugar durante la fallida revolución de 1905, en este caso adaptando una entonces prestigiosa novela de Gorki. Se trata de una película nacida con ambición artística deliberada que, sin embargo (ya se sabe a lo que suele conducir este tipo de ambiciones), ha aguantado misteriosamente bien el paso del tiempo.
Con un espíritu similar al de Dreyer cuando filma la pasión de Juana de Arco, si bien con mayor flexibilidad en el uso del montaje, que ampara una una concepción más moderna de la interpretación, Pudovkin nos enfrenta al personaje de “la madre”, una especie de mártir bolchevique: su historia se narra con una extraña mezcla de intencionalidad leninista (la percepción de la injusticia como puerta de la revolución) y melodrama dostoyevskiano (el parricidio simbólico; las resonancias cristianas del relato, que pone en escena el sacrificio de una víctima inocente; y en general la potencia con que los personajes expresan sus emociones, que evoca la ilusión de retratar sus almas).
El director consigue intensidad sin exageración, en una progresión narrativa excelentemente lograda. Los retratos caricaturescos de los burgueses no caen en la exageración ridícula de otras películas soviéticas, y la película está llena de detalles convincentes. En general, la interpretación de los actores es sutil dentro de una clave intensa, tan alejada de la contención como del histrionismo excesivo del cine mudo primitivo (cuya innecesariedad fue mostrada mediante la práctica del montaje de Kuleshov, maestro de Pudovkin).
La visión de la película nos recuerda la explosión de creatividad e innovación que se dio en Rusia en los años inmediatamente anteriores y posteriores a la revolución, que vieron nacer, entre tantos movimientos y obras individuales, la concepción moderna del teatro (Stanislavski), o la fotografía futurista de Rodchenko -a la que pueden evocar, en cierta medida, las angulaciones de la cámara o las poses no convencionales de los actores en algunos planos de esta película.
El montaje rítmico de Pudovkin, cuyo tempo se adapta al carácter de cada secuencia, avanza mediante la repetición de planos, lo que crea una suerte de arquitectura musical que se superpone a la direccionalidad de la narración. El final, aunque dramático, tiene tempo de allegro, y en él la rebelión individual contra la injusticia se hace colectiva, e incluso la naturaleza se convierte en una protagonista más, colaborando metafóricamente con el flujo de la revolución.
Con un espíritu similar al de Dreyer cuando filma la pasión de Juana de Arco, si bien con mayor flexibilidad en el uso del montaje, que ampara una una concepción más moderna de la interpretación, Pudovkin nos enfrenta al personaje de “la madre”, una especie de mártir bolchevique: su historia se narra con una extraña mezcla de intencionalidad leninista (la percepción de la injusticia como puerta de la revolución) y melodrama dostoyevskiano (el parricidio simbólico; las resonancias cristianas del relato, que pone en escena el sacrificio de una víctima inocente; y en general la potencia con que los personajes expresan sus emociones, que evoca la ilusión de retratar sus almas).
El director consigue intensidad sin exageración, en una progresión narrativa excelentemente lograda. Los retratos caricaturescos de los burgueses no caen en la exageración ridícula de otras películas soviéticas, y la película está llena de detalles convincentes. En general, la interpretación de los actores es sutil dentro de una clave intensa, tan alejada de la contención como del histrionismo excesivo del cine mudo primitivo (cuya innecesariedad fue mostrada mediante la práctica del montaje de Kuleshov, maestro de Pudovkin).
La visión de la película nos recuerda la explosión de creatividad e innovación que se dio en Rusia en los años inmediatamente anteriores y posteriores a la revolución, que vieron nacer, entre tantos movimientos y obras individuales, la concepción moderna del teatro (Stanislavski), o la fotografía futurista de Rodchenko -a la que pueden evocar, en cierta medida, las angulaciones de la cámara o las poses no convencionales de los actores en algunos planos de esta película.
El montaje rítmico de Pudovkin, cuyo tempo se adapta al carácter de cada secuencia, avanza mediante la repetición de planos, lo que crea una suerte de arquitectura musical que se superpone a la direccionalidad de la narración. El final, aunque dramático, tiene tempo de allegro, y en él la rebelión individual contra la injusticia se hace colectiva, e incluso la naturaleza se convierte en una protagonista más, colaborando metafóricamente con el flujo de la revolución.
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