Solo queda la danza

Con un parecido razonable a la estupenda película de Jota Linares "Las niñas de cristal" todo un drama psicológico sobre el mundo del Ballet clásico con María Pedraza que puede verse en Netflix, discurre esta historia con el afán de superación, las envidias que provoca el éxito, la disciplina, la lucha por los sueños intentando esa recompensa tan preciada o superar la presión a la que se someten están jóvenes bailarinas.

Estamos en Ámsterdam en 1970, las jóvenes Irma y Olga son bailarinas en una escuela de danza bajo la supervisión de la señora Shapiro, al principio las dos muestran una rivalidad muy notoria que va convirtiéndose poco a poco en amistad. Tras un arduo trabajo, las dos son elegidas para el Royal Ballet, la máxima institución de danza de los países bajos. Después de que Olga se convierta en la principal solista, la presión comienza a hacerle mella y comienza a sucumbir ante el alcohol y las drogas, por lo que las dos amigas inseparables se someterán a la prueba definitiva.

Una película sobre la amistad y también sobre la ambición por triunfar que puede llegar a ser autodestructiva. Las dos actrices protagonistas, Elaine Meijerink y Roos Englebert son bailarinas profesionales y eso se nota, las dos trasmiten buena química y buen hacer a la hora de bailar.

La directora israelí Dana Nechunshtan  crea una película pasional, pero la historia ya se ha visto en otras ocasiones. Sin embargo, las escenas de baile, tanto en el teatro como en discotecas, son fabulosas. Tampoco el desenlace final resulta demasiado satisfactorio, una pena porque la película está muy entretenida.

Estreno en cines el 17 de noviembre de 2023.
Destino Arrakis.com

Lo primero que sorprende de Solo queda la danza es la ambientación. Acostumbrados en las películas de este género a los elegantes y elitistas pasillos de la Ópera de París o a las alternativas, pero igualmente selectas, aulas de Juilliard de Nueva York, esta película nos transporta a Amsterdam en la efervescente, rebelde, crítica y desmitificadora década de los 70.

La pérdida del glamour que suelen acompañar este tipo de relatos se compensa con una elevada atención a los personajes principales, el mayor activo del film. Sus motivaciones, filias y fobias, prejuicios y lastres del pasado se transmiten con frío y efectivo realismo. Salirse de los clichés habituales permite seguir con un considerable interés la historia, pues uno puede esperarse cualquier cosa de los protagonistas e intuir el final no es tan fácil como en otras producciones del mismo tema. Es, además, una agridulce exposición de los vaivenes emocionales de las jóvenes artistas.

La directora Dana Nechushtan y su guionista Roos Ouwehand dan a la narración, quizá para afianzar su verosimilitud, un tono algo descarnado, alejando en algunos momentos a las protagonistas del espectador. Esta distancia provoca que en ocasiones sus acciones resulten no solo extrañas o incoherentes sino directamente absurdas.

Otro aspecto desconcertante de Solo queda la danza es el ritmo. A la vez que el relato avanza en el tiempo con unos saltos sorprendentes, el desarrollo se ralentiza con escenas o planos que duran demasiado. La buena intención de que penetremos en el interior de los personajes o de que admiremos aspectos del baile, al prolongarse, ralentiza el largometraje que, sin llegar a aburrir, puede resultar pesado.

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