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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
Críticas 1.107
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
11 de mayo de 2024
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Guardaba un recuerdo muy difuso pero grato de esta película, que debí de ver hará cosa de veinticinco o treinta años, junto a mis padres, en una sobremesa o tras el partido de liga que los sábados a las 20:30 daba en abierto la TV autonómica.
Revisitada al cabo de tanto tiempo, se confirman aquellas buenas sensaciones y se les suma el encanto intrínseco al desenfadado cine comercial de los 80, en particular el de los efectos especiales analógicos, arrumbados por la ubicua, omnímoda —e insípida— CGI del audiovisual actual.
En efecto, que el protagonista de la rocambolesca historia sea un técnico de efectos especiales aporta a la cinta de Robert Mandel una vitola reivindicativa con la que seguramente nadie contaba por entonces, pero que hoy día redobla su valor.
Apologías antimodernas —y un poco (neo) luditas también— aparte, «F/X, efectos mortales» es un film muy entretenido cuyas cerca de dos horas de metraje se pasan en un suspiro. Insisto en que el argumento resulta escasamente plausible, pero viene expuesto con tal dinamismo que no queda sino hacer la vista gorda.
Bryan Brown encabeza un reparto plagado de conspicuos secundarios y entrega un trabajo de profesionalidad intachable. No obstante, el alma de la fiesta es Brian Dennehy. Su voluminosa humanidad y carisma arrollador se apoderan del plano con voracidad implacable. El derroche de simpatía es tal que hasta se hace perdonar ciertas rijosidades para con sus compañeras de comisaría.
En suma, película pequeña, pero de reseñables acabados y saludable espíritu lúdico. Para bien y no tan bien, profundamente arraigada en su tiempo. Daría lugar a una secuela, «F/X 2, ilusiones mortales» («F/X 2: The Deadly Art of Illusion», 1991), aunque algo menos lograda, también satisfactoria.
Carorpar
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5
7 de mayo de 2024
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Ellos: El miedo» me ha supuesto una pequeña decepción, más si cabe habida cuenta del buen sabor de boca que a los aficionados al subgénero había dejado su primera temporada, «Ellos» («Them: Covenant», 2021). Y es una lástima, porque tanto las premisas como la puesta en escena ofrecían posibilidades muy sugerentes.
En efecto, hasta su cuarto episodio se trata de un estimulante thriller donde lo sobrenatural, el asesino en serie y los supremacistas blancos con placa y pistola se entremezclan con eficacia, sumiendo al espectador en un saludable desconcierto, preguntándose por cuál de las tres posibilidades —si no por todas a la vez— se acabará decantando la historia.
El quinto introduce un sorprendente giro argumental en forma de quiebra temporal que deja la trama en la rampa de salida para su resolución fusionando los dos primeros ítems mencionados. El problema radica en que ello conlleva renunciar al tercero, el subtexto «Black Lives Matter» que vertebraba «Ellos» y buena parte del terror «alla» Jordan Peele que, en líneas generales, tan bien ha funcionado a lo largo de la última década.
El abandono de dicha senda vacía de sentido hasta la atractiva estética de que se engalana esta segunda entrega, maximalista mezcla de «giallo» y «blaxploitation» —Pam Grier incluida— que lleva en numerosas ocasiones a creer que los hechos narrados suceden en los años setenta, y no entre 1989 y 1991. Un lamentable desperdicio de neones expresionistas, la tórrida paleta de ocres y mostazas y esos primeros planos con gran angular que diríanse obra de un Dreyer hasta las cejas de MDMA.
Además, a partir de ese quinto capítulo «Ellos: El miedo» se echa en brazos de todos y cada uno de los convencionalismos del terror de espíritus maléficos con cuentas pendientes. Asimismo, la ligazón entre los brutales asesinatos viene bastante traída por los pelos y el vínculo con la temporada original es un pegote del que podría —y debería— perfectamente haberse prescindido.
En cuanto a su reparto, el protagonismo recae de nuevo en Deborah Ayorinde. Su trabajo, al que no se le puede poner un pero, palidece no obstante en comparación con el que entregaba en «Ellos», donde acreditaba una presencia escénica arrolladora. Sí constituye una sorpresa insalubremente grata el papel de Luke James, quien humaniza al psicópata Edmund Gaines dotándolo de un desamparo desgarrador.
Carorpar
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8
2 de mayo de 2024
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tradicionalmente las adaptaciones de videojuegos no han gozado de buena fama, si bien no es menos cierto que engendros primigenios de la ralea de «Super Mario Bros» (ídem, 1993) o «Street Fighter: la última batalla» («Street Fighter», 1994) tampoco coadyubaban a una mayor aceptación crítica. Por suerte para los aficionados al subgénero, la situación ha cambiado de un tiempo a esta parte, con títulos del renombre —y la calidad— de «The Last of Us» (ídem, 2023). «Fallout» se inscribe en dicha tendencia —también en la de los universos postapocalípticos— y se ha convertido, de hecho, en la revelación de la temporada, si no del año.
La serie de Amazon traduce el universo del original con encomiable fidelidad. Se adorna además con un diseño de producción sobresaliente, tanto es así que numerosos pasajes piden a gritos pantalla grande y sonido envolvente. A la espectacular puesta en escena y a una estimulante estética mezcla de «atompunk» y western (retro) futurista suma «Fallout» un sentido del humor en la corrosiva línea del que preside «The Boys» (ídem, 2019-Actualidad), referencia ineludible en obras de su bizarro pelaje. El resultado es rabiosamente divertido y definitivamente no hace falta haber jugado al videojuego para pasárselo como un enano.
La lúdica ligereza que pudiera preconcebirse es pronto desmentida por la feroz crítica que cabe leer entre líneas y balas dumdum al capitalismo desembridado y a su más perfecto corolario, el «American way of life». Poner la seguridad de la ciudadanía en manos de voraces corporaciones privadas, subsumir la inversión en I+D+i a intereses geoestratégicos y armamentísticos y gloriarse de un menosprecio genocida por la biodiversidad y las energías renovables nos suena ya demasiado como para seguir considerándolos meros clichés argumentales de la ciencia ficción. Sus responsables se muestran muy hábiles en la gestión de la inesperada abundancia de capas y subtextos, así como en el manejo de la intriga, dejando los suficientes cabos sueltos de cara a una eventual segunda temporada que deseamos lo más pronta posible.
Por último, en el apartado interpretativo Ella Purnell y ese par de ojos suyos que parecen delineados por Margaret Keane brillan con la intensidad de una explosión nuclear. A su lado palidece sin remisión un Aaron Moten cuyas trazas —que no su talento— remiten a una especie de Denzel Washington «millennial». Mejor aguanta el tipo el estajanovista —echen, si no, un vistazo a su extensa filmografía— Walton Goggins en la putrefacta piel de un necrófago con más cadáveres en el armario que en el estómago.
Carorpar
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Shôgun (Miniserie de TV)
Miniserie
Canadá2024
7,6
4.325
Justin Marks (Creador), Rachel Kondo (Creadora) ...
6
27 de abril de 2024
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Shôgun» nos ofrece uno de los más perfectos ejemplos del «hype», rasgo definitorio por antonomasia del arte (¿?) contemporáneo: hasta su tercer episodio se trataba de una obra maestra, lo mejor que le había ocurrido a la TV desde «Juego de tronos» («Game of Thrones», 2011-2019). Tanto es así que incluso las previsibles acusaciones de falta de rigor histórico y apropiación cultural quedaron opacadas por el unánime entusiasmo (a)crítico.
Y de pronto, a partir de su cuarta entrega, la serie creada por Justin Marks prácticamente se esfuma del debate en los mentideros digitales —y no digamos ya en los impresos—, víctima no sé si del todo justificada de una especie de «ghosting» universal, condenada a la intrascendencia con encono directamente proporcional al fervor con que se la encumbró.
Probablemente la propia «Shôgun» tenga bastante responsabilidad en dicha deriva indeseable, principalmente porque dedica 10 horas a una trama que se hubiera podido contar a la perfección en los 100-120 minutos antaño de uso. Ello redunda en una prematura, tempranísima sensación de fórmula agotada, y en la cansina reiteración de secuencias calcadas unas de otras. La verdad, he estado a un «seppuku» de desistir y dejarla a medio también yo.
Asimismo, la serie adolece de un ritmo en exceso moroso para los gustos —y el TDAH— del espectador de nuestros días. En favor de tan discutible cadencia cabe alegar que se trataría de un reflejo de los tiempos, pausadísimos, de uso en el Japón feudal y cuyos ecos se escuchan todavía en ciertos ritos ancestrales como el de la preparación del té. Me parece perfectamente legítimo, tanto o más que las aparatosas cabezadas a que inducen numerosos pasajes.
A nivel argumental, las conspiraciones palaciegas y sus correlativas puñaladas traperas —reales o figuradas— nunca dejan de dar juego, ya sea en el foro romano o en los despachos de Christiansborg, entre otras sedes de poder y traición; conque el ascenso de los Tokugawa —aquí Toranaga— no carecía de posibilidades dramáticas. Ahora bien, el tratamiento que se da al piloto John Blackthorne oscila entre el (co) protagonismo esperable y la irrelevancia sobrevenida, como si a sus responsables les hubiese descolocado que el personaje histórico —su nombre real era William Adams— sí tuviera gran influencia en Tokugawa leyasu, pero años después de que sucedieran los hechos recreados. Tampoco ayuda el hecho de que el encargado de encarnarlo sea un morcón ibérico del calibre de Cosmo Jarvis.
En un plano estrictamente formal «Shôgun» resulta impecable. La puesta en escena se adorna con unos valores de gran producción cinematográfica, ambición visual —y sonora— que se venía echando de menos en un medio cada vez más adocenado por los inanes dictados del algoritmo. En suma, una colección de estampas muy atractivas a la que le hubieran venido bien unos mayores dinamismo y capacidad de síntesis, así como un (a priori) protagonista mejor dotado para la interpretación.
Carorpar
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8
17 de abril de 2024
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Contra todo pronóstico y frente a «hypes» del tumefacto calibre de «Shôgun» (ídem, 2024) y, especialmente, «El problema de los tres cuerpos» («3 Body Problem», 2024), la serie de esta primavera —a efectos artísticos al menos— ha resultado ser un producto de muy diferente naturaleza: la puesta en imágenes —por tercera vez— de la célebre novela de Patricia Highsmith «El talento de Mr. Ripley», en blanco y negro, con cadencia calma y ambiciosas aspiraciones estéticas. Una obra definitivamente de otra época hasta tal punto que, en palabras del crítico Pere Solà Gimferrer, «no parece de Netflix».
En efecto, «Ripley» hace gala de una fotografía deslumbrante, no en vano firmada por un Robert Elswit de brillante currículum. Aquí nos obsequia con el fruto de la fecundísima cópula a cuatro bandas entre «noir» americano, expresionismo alemán, neorrealismo italiano y la precisa geometría de los planos de Antonioni. Todo lo cual enmarcado —poseído, fagocitado— por la belleza decadente y milenaria de Italia. Los primeros episodios, cuando la vista todavía no se nos ha acostumbrado a semejante festín visual —embrutecidos como estamos por los usos y abusos algorítmicos que cimentan las plataformas de contenidos—, constituyen una experiencia epifánica voraz.
A nivel argumental, «Ripley» demanda del espectador cierto ejercicio de suspensión de la incredulidad a fin de pasar por alto un puñado de subterfugios —presentes asimismo en el original literario y en las dos adaptaciones cinematográficas— sin los cuales no habría historia. Principalmente la facilidad con que el túrbido protagonista logra ganarse la confianza del despreocupado ricachón Dickie Greenleaf —la propia displicencia aristocrática con que éste se desenvuelve supondría una explicación aceptable para ello— y las sucesivas fintas, algunas ciertamente abracadabrantes, gracias a las que se libra de sus perseguidores. Por ejemplo, cuesta bastante creerse el éxito de su última entrevista con el inspector Ravini. Quizá por eso, y porque para entonces las arrebatadoras imágenes han dejado de ser una sorpresa, la segunda mitad de la serie no raya a la altura de sus primeros tres o cuatro capítulos.
«Ripley» pasa de puntillas por la tensión homoerótica que atravesaba la novela y ambos largometrajes, seguramente porque —por suerte— la orientación sexual no es hoy el objeto de controversia de antaño. Steven Zaillian, creador, director y guionista, se muestra más pendiente de la quebrada mente del «parvenu» Tom Ripley. Andrew Scott encarna a un Ripley de edad más avanzada —roza los cuarenta, apenas pasaba de los veinte en las versiones antedichas—, escasas habilidades sociales y nulos escrúpulos en su búsqueda de una vida a cuerpo de rey.
El actor irlandés entrega un trabajo sobresaliente, un tanto frío si se quiere; pero la pobreza emocional forma parte de los rasgos distintivos de la personalidad del psicópata. El enfermizo magnetismo que imprime al papel hace palidecer al resto del reparto, todos y cada uno de cuyos personajes manifiestan una inteligencia a años luz de la del elusivo parásito interpretado por Scott. Posiblemente ello explique la dificultad de empatizar con ninguno de ellos y que, en cambio, deseemos que un tipejo tan despreciable como Ripley se acabe saliendo con la suya.
Carorpar
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