Bienvenidos a 105 minutos de diversión, (des)ilusión en el amor y buenas intenciones que hacen que el espectador descubra la sencillez de una ternura y un amor corrientes, concretos y tímidos.
Se podría decir que el hilo conductor de esta historia es Jean, el empleado de Emilie, que, sin quererlo, se ve envuelto en un asunto familiar un tanto complicado. Toda la interpretación (o manipulación) que hace Emilie de sus intenciones da rienda suelta a la trama. Además, el cúmulo de intermediaciones hace de la película un flujo constante de divertidas situaciones en las que el lenguaje, las lenguas y la traducción tienen mucho que aportar. Es por ello que la historia conduce al espectador a través de un juego comunicativo y de interpretaciones donde radica todo su humor.
No se trata de buscar un final con alicientes, sino un final feliz, fácil, que encaje con lo esperado: reírse, pasar un buen rato y dejar sentir un amor fresco.

Quisiera dejar constancia de manera breve de la excelencia de esta obra: la ausencia de palabras contrastada con el potencial comunicativo de los gestos, semblantes y caracterizaciones.
Cuando el silencio verbal dice más que mil palabras, cuando los ruidos, el sonido y el runrún del quehacer diario, el murmullo de los que nos rodean, el bullicio del ir y venir, encierran la mayor parte de lo vivido y de lo que queda por vivir, se da buena cuenta de todo lo que se le brinda al espectador: la oportunidad de observar y escuchar, y simplemente, disfrutar.

Un gran cuento. Así es como definiría a esta película. En ella el espectador llega a conocer al personaje principal con el paso de los acontecimientos. Alvin se nos revela al interactuar con el resto de personajes y el transcurrir de su pequeña aventura reviste de fe a un sentimiento universal: la vejez. Hablar de sentimiento como vejez supone hablar de actitud. Igual que una tarde de domingo, ese sentimiento, como tantas otros, llega para quedarse y marcar un fin. La diferencia radica en el cómo darle la bienvenida. Alvin abre bien los ojos y se pone en marcha, decidido e ilusionado.
Su rostro y sobre todo sus grandes ojos azules caracterizan el ocaso de un hombre, de un trabajador, de un padre, de un hermano, y encaran dicho ocaso con la valentía de la superación, de manera sencilla, esa que está al alcance de cualquiera.