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Argentina Argentina · Mar del Plata
Críticas de Letraceluloide
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Críticas 12
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
5
31 de diciembre de 2012
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De alguna manera, uno sale decepcionado del cine después de ver Sangriento San Valentín. El filme de Patrick Lussier (director de varias películas de terror, entre ellas Drácula 2000) narra el regreso de Tom Hanniger a su pueblo natal, Harmony, en el aniversario de la masacre de San Valentín, perpetrada diez años antes por Harry Warden, un minero que se cargó a veintidós personas a punta de pico y que amenaza con volver a las andadas. Se trata de un típico producto slasher con todas sus convenciones y, por añadidura, con todas las virtudes y defectos que esto implica y, si bien no propone nada nuevo al respecto, es preciso decir que los amantes de este subgénero estarán satisfechos porque en ese sentido, sólo en ese sentido, la propuesta alcanza su mayor eficacia.
La película cuenta con una buena puesta en escena y por momentos es un buen ejercicio de cine gore con un sinnúmero de imágenes truculentas, bastante violencia explícita, algunos asesinatos muy originales, mutilaciones y mucha sangre, haciendo honor al nombre. Por supuesto, como en todo buen slasher la acción avanza con rapidez y la sensación de amenaza y peligro es constante, sólo interrumpida en contadas oportunidades para dilatar la tensión del espectador. Además, cuenta con la imprescindible dosis de sexo y un psycho killer, ataviado de minero y armado con un pico, corriendo detrás de la sempiterna chica totalmente desnuda. Todo esto potenciado por muy buenos efectos especiales y el impacto visual del efecto 3D, que nos genera la impresión de estar en la escena del crimen en el instante preciso en que la sangre salpica hacia los cuatro costados, de adentrarnos por un túnel hasta el fondo de una mina o de quedar en la mira del asesino cuando avanza hacia la cámara, sin contar las veces que tenemos que avivar nuestros reflejos para esquivar el pico homicida, el tronco de un árbol o el maxilar inferior de una de las víctimas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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4
31 de diciembre de 2012
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Londres, 1891. Entregado por su propio padre (Anthony Hopkins) Lawrence Talbot (Benicio Del Toro) es encerrado en el Hospital Psiquiátrico de Lambeth. El médico psiquiatra, quien ya lo había tratado cuando era niño, decide experimentar con él y lo expone a la luna llena, en un laboratorio colmado de facultativos, tratando de demostrar que la licantropía existe sólo en la mente de Lawrence. Como era de esperar, Lawrence se transforma en lobo, asesina al médico, a sus colaboradores y a todos los que se cruzan en su camino, huye por los techos ante la impotente persecución de la policía y se refugia debajo de un puente a orillas del río Támesis.
Esos escasos ocho minutos y medio constituyen el único fragmento de la película que posee cierta intensidad y suspenso. Es que la remake de El hombre lobo dirigida por Joe Johnston (a pesar de contar con los avances lógicos que se produjeron en el campo audiovisual) no alcanza en ningún momento la atmósfera de misterio que envolvía a su antecesora de 1941. La oscuridad, las ruinas, la escenografía gótica y los esporádicos toques expresionistas no logran conformar el clima que requiere este tipo de películas.
La propuesta del film es limitada y carece de cualquier tipo de estremecimiento merced a su falta de fluidez narrativa y tensión argumental. Hay un uso excesivo de flashbacks que no aportan nada nuevo en el desarrollo de la historia y la subtrama romántica, la relación entre Lawrence y Gwen (Emily Blunt), está tan desprovista de pasión que uno se pregunta por qué la chica se sacrificaría por ese hombre que es prácticamente un extraño para ella.
El guión escrito por Andrew Kevin Walker y David Self, que carece de una elaboración siquiera aceptable, despliega demasiadas líneas interpretativas innecesarias (la leyenda gitana, la parábola del hijo pródigo, el psicoanálisis) que se pierden en el camino y no alcanzan a darle a la película la densidad dramática pretendida. En este sentido, tenemos un enigma (¿quién asesinó a Ben Talbot?); además, Lawrence está enamorado de una mujer que se parece muchísimo a su madre muerta (por la que él sentía adoración) y sobre el final pretende matar a su padre: la relación familiar reposa sobre una estructura edípica que parece haber sido aprendida en un artículo de la revista Cosmopolitan.
La obviedad del guión y la falta de esmero a la hora de delinear los personajes principales no constituyen una base firme para que se luzcan los protagonistas y, consecuentemente, emerge otro de los grandes problemas de la película, ya que los excelentes actores que los encarnan parecen haber olvidado todo lo bueno que desarrollaron en anteriores producciones. El multifacético Benicio del Toro no alcanza la fuerza expresiva que lo llevó a interpretar maravillosamente al Che Guevara en la película dirigida por Steven Soderbergh y cuando se desborda está muy lejos de exhibir la locura frenética que caracterizaba al Dr Gonzo (el personaje de Pánico y locura en Las Vegas); Anthony Hopkins resulta repetido y, por más que sea un lobo, no tiene la ferocidad de Hannibal Lecter o de Tito Andrónico; a Emily Blunt le falta la pasión y el dramatismo que transmitía al enfrentar los conflictivos primeros años de su reinado en La joven Victoria y Hugo Weaving no es el perseguidor implacable de Matrix.
En este contexto, cuesta mucho entusiasmarse con el relato. A pesar de su corto metraje (aproximadamente noventa minutos) la película se hace larga, la pelea final no le interesa a nadie y el espectador desea que abunden las balas de plata para que maten a todos y se termine lo antes posible.
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8
31 de diciembre de 2012
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si hubiera que buscar un texto que nos sirva para comprender las particularidades del oficio de guionista, precisamente en estos días en que los guionistas de Hollywood acaban de levantar una huelga que paralizó durante tres meses la industria del espectáculo en Estados Unidos, ese texto es El desprecio. Novela fundamental en la obra de Alberto Moravia, narra con maestría el fin de la relación conyugal entre Emilia, una simple dactilógrafa, y Ricardo, un dramaturgo devenido en crítico de cine, buceando sobre todo en los aspectos psicológicos de la pareja. Paradójicamente, este proceso comienza cuando Ricardo decide aceptar la oferta de Battista, un poderoso productor cinematográfico, para realizar el guión de un ambicioso filme basado en La Odisea. Las distintas interpretaciones–por parte del guionista, del productor y del director- del texto y por ende de cómo debe llevarse a cabo la adaptación plantean una profunda reflexión en torno a las distintas concepciones del cine y a la relación entre el cine y la literatura.
La versión fílmica de Jean-Luc Godard se aleja de películas anteriores como Sin aliento (1959) y Vivir su vida (1962) e inaugura una nueva etapa de experimentación y cambio constante que perdura hasta hoy. Si el planteo de Moravia supone un desafío para aquellos que desean llevar un texto literario al cine, Godard lo acepta y redobla la apuesta, asume la historia como propia y la carga de sensualidad y erotismo (tarea nada difícil si entre los actores a dirigir se encuentra Brigitte Bardot en su momento de mayor esplendor). El director, además, se encarga de homenajear a Fritz Lang –que en la película hace el papel de sí mismo- , gesto que constituye, por un lado, la aceptación en torno a las reflexiones que plantea el texto y, por otro, la proclamación, más allá de las afinidades estéticas entre él y el escritor italiano, de sus principios éticos con respecto al cine. Tal vez sea por eso que Michel Piccoli –el protagonista de la película- declara en el número 632 de Cahiers du Cinema que El desprecio es una obra completamente autobiográfica de Godard, autobiográfica de ese momento de su vida: un momento de dolor, de cuestionamiento de sí mismo frente al amor, a la literatura, al cine, al dinero.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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8
31 de diciembre de 2012
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mucho se ha dicho y escrito sobre El origen en estas últimas semanas. En la mayoría de los casos las posturas, a favor y en contra, son extremas, por eso intentaré que esta reseña circule en una zona equidistante entre ambas. Como punto de partida es preciso establecer que estamos frente a una gran película, atrevida, entretenida, que mantiene su tensión argumental por dos horas y media, con algunos defectos e innumerables virtudes: no es una farsa como la definen algunos ni es la mejor película en la historia del cine como la postulan otros ni Christopher Nolan es David Lynch.
Dom Cobb (Leonardo DiCaprio) ha desarrollado un método para apropiarse de los secretos del subconsciente cuando la víctima está durmiendo, conocido como extracción. Esta extraña habilidad lo ha transformado en un sofisticado espía corporativo pero, también, en un fugitivo de la ley. Su suerte comienza a cambiar cuando un empresario japonés lo contrata para llevar a cabo un procedimiento distinto: implantar una idea en la mente del único heredero de una poderosa multinacional.
Si algo hay que agradecerle, ante todo, a Nolan es su originalidad. En una industria cinematográfica saturada de remakes, de precuelas y de segundas, terceras, cuartas partes de películas que alguna vez fueron innovadoras (o no tanto) y que ya perdieron su capacidad de conmoción, el director británico sorprende una y otra vez aportando su cuota de extrañeza. Aún cuando le toca ser parte de esa coyuntura (como en el caso de Batman, un personaje de historieta creado en 1939, que ya transitó varias veces el cine y la televisión) florece el sello de singularidad Nolan. Por supuesto, ese sello de singularidad se encuentra también en Memento y El gran truco, no obstante, creo que esta última producción las sobrepasa porque, con sus aciertos y equívocos, es la idea más original que ha dado el cine de Hollywood en estos últimos años. Este mérito, en parte, surge de la difícil tarea de acotarla dentro de un determinado marco genérico: abre con un argumento de ciencia ficción, se consolida como thriller de acción y en el medio coquetea con lo fantástico y el film noir.
En varias críticas aparecidas en diversos medios nacionales e internacionales se insiste en relacionar la película con una vieja idea literaria: la del soñador soñado. Sin embargo, ese pensamiento es demasiado limitado para intentar dar cuenta de la desmesura desplegada en este filme. En tal sentido, me gustaría ensayar una definición y es la siguiente: El origen es una construcción en abismo de sueños. La idea, estrechamente vinculada a lo onírico, de una acción desarrollada dentro del campo de otra acción y así sucesivamente no es nueva pero en este caso se llega a narrar cuatro líneas argumentales diferentes, en paralelo, que pueden desaparecer en un instante por efecto dominó. Nolan intenta avanzar un casillero más con respecto al resto de los realizadores hollywoodenses y construye un universo muy personal, con sus propias reglas, trucos, paradojas y contradicciones. En este universo los sueños están más cercanos al realismo que al surrealismo (de ahí la importancia de los arquitectos en la trama) y si aparece una cuota de este último es, sobre todo, para mostrar la grandilocuencia de los efectos especiales (este es el principal escollo que deben eludir quienes comparan a Christopher Nolan con David Lynch).
Por último, además de la originalidad, hay otros elementos constitutivos que hacen de El origen un gran film: excelente puesta en escena y manejo de los dispositivos técnicos, ritmo vertiginoso, tensión argumental, espectacularidad de los escenarios, buenas actuaciones, una trama enmarañada. Ahora bien, con tales méritos ¿en qué falla la película? En primer lugar, si bien uno de los atractivos del guión es su complejidad estructural y formal, algunas resoluciones son demasiado simplistas. En segundo lugar, dicha complejidad hace que por momentos la película sea muy, muy, muy, muy, muy, explicativa. Y ese es un error que un cineasta como Nolan no debería cometer.
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7
31 de diciembre de 2012
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Muchos nos preguntábamos, cuando se anunció que el productor Joel Silver (Arma mortal, entre otras) había solicitado los servicios de Guy Ritchie para filmar una nueva versión de Sherlock Holmes, como se conciliaría el estilo hiperkinético del director con la templanza que caracterizaba al detective a la hora de utilizar el razonamiento deductivo. Nos preguntábamos si este nuevo trabajo del ex esposo de Madonna sería un punto de inflexión en su carrera y adoptaría nuevas estrategias detrás de las cámaras. Nada de eso pasó, hubo cambios pero no en el director sino en el personaje: Ritchie construyó un Sherlock Holmes muy distinto al de las interpretaciones tradicionales.
Tal como Sir Arthur Conan Doyle propuso en relatos como "El vampiro de Sussex" o El mastín de los Baskerville la trama del film presenta una gran tensión entre lo sobrenatural y lo científico que, por supuesto, será resuelta de modo racional desenmascarando las elaboraciones ocultistas. Pero, si bien la habilidad deductiva del detective se manifiesta en varios pasajes (aunque a veces se torna demasiado explicativo), en ciertos sentidos, la película de Ritchie acerca a Sherlock Holmes al policial negro. ¿Por qué? En primer lugar porque los crímenes no son gratuitos. El policial clásico separa el crimen de su motivación social y aquí tenemos un villano despiadado, Lord Blackwood (Mark Strong), que tiene una pequeña motivación: tratar de dominar el mundo (tal como le diría Cerebro a Pinky).
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