The Office es una obra maestra.
No exagero cuando digo que es la serie o película que más me ha removido. Que más incómodo me ha hecho sentir. Que más veces he tenido que parar porque no podía aguantar más.
Con decir que he tardado dos años en verla lo digo todo. También yo soy un tipo especialmente sensible a la verguenza ajena, pero eso no le resta un ápice de valor a la serie. Siempre he creído que es más fácil hacer llorar que hacer reír con una serie. Pues también creo que hacer reír gracias a la sucesión inmisericorde de situaciones dantescas, incómodas es impresionante. Situaciones que recuerdan lejanamente a otras que uno ha vivido solo que multiplicadas en intensidad: un chiste que salió mal, una humillación pública, una bronca en público...
El formato, un falso documental, da pie a que los creadores muestren unas escenas tensadas al máximo, en la que unos personajes ridículos en toda su extensión quieren lucirse ante una cámara que les dará la oportunidad de ganar cierta fama en el Reino Unido. Donde la risa es una única salida que tiene el espectador a una tensión que no se relaja en ningún minuto. El genio malvado de Ricky Gervais se aprovecha de un sentimiento tan propio de los humanos como es la vergüenza ajena.
No sé, a mí cada capítulo de The Office me hacía pasarlo tan mal (como el mejor cine de terror) que tenía que esperar semanas antes de verme con fuerzas de afrontar la siguiente sesión masoquista.
Porque The Office es eso, una proyección desproporcionada y focalizada de algunas de nuestras actitudes más vergonzantes. Un manual de conducta lleno de ejemplos prácticos, no apta para enfermos del corazón.