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Críticas de souldecember
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Críticas 23
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
9 de abril de 2020
2 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine de Claire Denis es difícil, duro, críptico, exigente. Sus filmes se centran en los márgenes, en la vivencia de lo diferente y lo desigual, por ellos transitan inmigrantes, drogadictos, travestidos, personas prostituidas, gays y lesbianas, y sin embargo, el suyo es un cine construido en todos los aspectos contra todos esos explotadores de la miseria como, por ejemplo, puede ser Almodovar. Decididamente posmoderna, en cuanto que busca explicar la vivencia del ser humano en los tiempos de la posmodernidad, su aproximación es siempre respetuosa, sin caer en lo sórdido, sin exagerar lo sucio y lo doloroso, sin excitar las pulsiones más bajas del macho como hace el anticine reaccionario de Almodóvar, por volver a decir uno. Entre sus filmes, hay que destacar sus excelentes inmersiones en la vivencia de lo urbano desde los márgenes, que serían la mayoría de los títulos de su filmografía, pero sobre todo esa excelente obra de arte que coreografía la violencia y la sexualidad de la masculinidad que es Buen trabajo (Beau travail, 1999), todo un desafío.

En su pasado filme, Un sol interior (Un Beau soleil intérieur, 2017), Claire Denis comenzó a girar en una dirección a la que, creo, solo había apuntado con resultados calamitosos en El intruso (L’Intrus, 2004). Ahora, nuevamente nos encontramos con un poderoso estilo que se sumerge en el género (en este caso, la ciencia-ficción) y lo trasciende con un rigorismo que parece querer penetrar los mecanismos que lo rigen tanto como los mecanismos que rigen el comportamiento de sus personajes, pero de un modo velado y críptico, dejando todo el trabajo de construcción de sentido al espectador.

Lo que en Un Beau soleil intérieur parecía fácil y cristalino, sencillo de desvelar en la ligereza de la trama y la representación, ahora Denis se acerca más a un Tarkovski traspasado por la violencia o, por que no, a una versión menos caótica de Beyond the Black Rainbow (2010), aquella locura con la que hace unos años Panos Cosmatos empezó a esculpir su propia máscara de autor de culto.

En todo caso, no es fácil valorar lo que nos encontramos en High Life, pero al menos resulta provocador y fascinante, sea lo que fuere lo que haya intentado decir su autora. Una lectura superficial de la pulsión de vida y muerte, eros y tánatos de toda la vida, no acierta a explicar esta fascinación. Su transformación por la violencia en los dos sentidos, la aparición de la libido y el destrudo resultan tan poco interesantes a estas alturas que el hecho de que este crítico no pueda dejar de mirar esas imágenes casi hipnóticamente tiene que responder a otras razones por completo diferentes.

Quizás sea la manera en que la representación que desarrolla Denis parece estar en el mismo abismo de un Apocalipsis, cómo parece en todo momento a punto de hundirse y como resurge con la fuerza de un hallazgo novedoso, como si Denis huyese del reaccionario nihilismo del retromacho que rezuma una de las cumbres más pedantes del género (que no quede la menor duda de que hablamos de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) y la certeza de que en un mundo post-todo-lo-que.una-vez-existió, lanzado más allá del límite intolerable de la existencia y en una deriva en el vacío sin dirección conocida, todavía será necesario, y útil, encontrar formas que expliquen el comportamiento de los seres humanos.

No sé, en conclusión, si High life es una esperanza de algo o una derrota de todo, pero al menos es la visión personal de una autora con estilo y valentía. Y eso, en este mundo de diversidades todas iguales, de consensos en lo convencional, de provocaciones regladas según el patrón dominante de lo correcto, es todo un desafío. Y no un pequeño desafío, por cierto.
souldecember
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8
9 de abril de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La inmigración ha saltado a la primera plana de la actualidad en muchas geografías diferentes. A diario vemos escenas de asaltos al primer mundo, de trabajadores regulares o irregulares causando inseguridades variadas, de un nuevo lumpen de colores que inspira terror al blanco. Pero, como todo, la inmigración es también cuestión de clases, y sin embargo, este es un discurso permanentemente ausente en la oficialidad de la prensa escrita, televisiones, opinólogos virtuales, contertulios de todo pelaje… Algo así vino a decirnos hace ya una década Ulrich Seidl en su excelente Import/Export (2007), y algo así nos dice también Valeska Grisebach en su no menos excelente y más reciente Western (2017).

El film de Grisebach se centra en una cuadrilla de trabajadores alemanes que se desplazan a Bulgaria a construir una central eléctrica. En principio, nada muy diferente de todo ese flujo de migración norte-sur habitual. Este grupo de trabajadores debe entablar relaciones necesarias con la población autóctona, y estas relaciones serán problemáticas. Hasta aquí tampoco debería haber grandes diferencias. Y, sin embargo, las hay, y son profundas. Si Seidl era más explícito y preparaba para su película una estructura bipartita para mostrar la diferencia, Grisebach nos coloca frente a un espejo y da por conocido el contraplano. Ya no se trata de comparar, sino de mostrar solo el término negativo de la comparación, convenientemente situado, y hacer aflorar lo que permanece oculto, velado por la ideología dominante, que no es otra cosa que nuestra sociedad occidental, el equívoco western del título.

En efecto, en Western se nos coloca frente al funcionamiento sistémico de los flujos coloniales del capital desde su perspectiva más baja, desde su misma base, y se nos hace ver de manera evidente, palmaria e inevitable, cómo se sustenta en los comportamientos de la clase obrera dirigidos desde la clase dominante. Que se trate de comportamientos de enfrentamiento y agresión justificados en las nuevas formas de patriotismo que en su fanatismo irracional se expresan antes en términos de hooligan futbolero que de discurso político quizás sea lo de menos. Lo importante es ver cómo esa bandera de Alemania, clavada en tierra búlgara en el mismo inicio del filme, deviene un símbolo inmediato de hasta qué punto el capital ha entrado en una fase de colonialismo económico dentro del primer mundo que se lleva a cabo mediante la pura conquista y exterminio del otro, exactamente igual que se retrataba en el western clásico y que un anticlásico como Jim Jarmusch destruyó sin piedad en su genial Dead Man (1995).

Grisebach se acerca con tranquilidad a sus protagonistas (todos ellos actores no profesionales), con la pausa que imponen los presupuestos de las formas observacionales de realismo que se llevan desarrollando en el cine europeo en las últimas dos décadas, desde que Pedro Costa diera el pistoletazo de salida con En el cuarto de Vanda (No quarto da Vanda, 2000), y a las que Grisebach ya se había aproximado en su anterior filme, el portentoso Senhsucht (2005). Y también en este aspecto el título parece darnos la clave. Todo el aparato formal de Western, toda su estética, parecen constituirse como una contestación profunda a las formas del western, género ideológico por excelencia en el Hollywood de los estudios, y aún después.

En definitiva, Valeska Grisebach hace un filme valiente que es una oposición a lo dominante en todos los sentidos. En primer lugar, en el sentido moral y político es una reflexión muy potente sobre el comportamiento colonizador que reproducen espontáneamente los habitantes del primer mundo, pero también sobre cómo es posible construir estructuras de entendimiento entre personas radicalmente diferentes, que quizás ni siquiera cuentan con un idioma común para facilitar esta dinámica, si existe una voluntad de enfrentar las relaciones de dominación y destruir los privilegios propios. En segundo lugar, Western es también una oposición al régimen estético y narrativo dominante, aquel llevado a los máximos niveles de efectividad sistémica en el Hollywood clásico y que hoy todavía perdura. Así, Western, en su reposo visual, en su exigencia formal y en el lirismo de sus imágenes se convierte en símbolo de una resistencia integral a una cultura basada en el atavismo. Es obvio que este filme no cambiará este mundo, pero al menos hará más fácil vivir en él.
souldecember
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3
9 de abril de 2020
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Violencia. La violencia es la idea que domina Roma, la nueva excusa de Cuarón para ser invitado a la ceremonia de la autocelebración social y la autojustificación ideológica que son los Oscar de ayer y de hoy y, se presume, salir glorioso y victorioso. Esta violencia es una violencia sutil, oculta, pero que lo domina todo y se impone en su omnipresencia. Incluso podría decirse que la violencia es la idea que unifica todos los conceptos formales de Cuarón en esta película. Lo dicho, no es una violencia aparente, no está en la superficie. Es una violencia del punto de vista, la imposición de un discurso para la dominación, la ocultación social de un sujeto, un ejercicio de asesinato categorial, en definitiva.

Roma es una película cínica, un escaparate de ideología para uso inmediato, un manual de pensamiento para aquella masa social de la dominación que empieza a molestar y debe ser anulada con urgencia. Y esta es la base de su violencia. Cuarón parte de una gran mentira que es el centro de su sistema estético, a saber: que todos los seres humanos son siempre iguales, que no existe más problema social que el derivado de los comportamientos individuales. Y así se apresta a desarrollar un estilo en el que su protagonista ocupa el centro en todas las situaciones. ¿Como es posible unificar en un mismo plano explotadores y explotados? ¿Como es posible mostrarlos en igualdad en planos sin tensión? Solo el cinismo que surge de la necesidad de alimentar la buena conciencia de uno mismo puede ocultar la fundamental diferencia entre una clase y otra y pretender que este ejercicio de ocultación, de engaño, de mentira, sea algo necesario. ¿Donde ha quedado la tensión que es, ni más ni menos, que el motor de la historia? Enterrada en una serie de planos que desalojan el comentario.

Roma es, formalmente, una película muy simple. Frontalidad del personaje para atraer mejor toda la carga emocional de la identificación del espectador, composiciones simétricas, profundidad de campo y esos travellings y panorámicas inmersivas que han ido constituyendo el catalogo de la mediocridad del estilo pedante y triunfal de la academia para hacer del mundo un lugar hermoso, siempre que se lo vea desde el punto de vista adecuado. ¿Y cual es este punto de vista? Pues la perspectiva de la burguesía, verdadera protagonista de la narrativa de Cuarón, quien, muy convenientemente adopta un estilo pretendidademente realista, es decir, verdadero, para esta gran fantasía social que es Roma.

Un acercamiento al cine como aparato ideológico revela de qué manera es la mentalidad burguesa, la que está detrás de una fuerte impresión de realidad como la que pretende Cuarón. Recordemos que Louis Althusser, en Ideología y aparatos ideológicos del Estado, definía la ideología en términos de un sistema de representación que desempeña un papel histórico en una sociedad determinada. Así, el sistema dominante cuenta con unos aparatos de reproducción que son ideológicos y que tienen como función dominar ideológicamente a los individuos integrantes de una sociedad potenciando en estos individuos ilusiones de individualidad y libertad. Siguiendo a Althusser, Jean-Louis Comolli destacó en su genial Técnica e ideología las formas en que el cine instala al sujeto en situaciones afines al sistema capitalista, por ejemplo, reproduciendo el sistema de la perspectiva renacentista, privilegiando una puesta en escena transparente, creadora de simulaciones que el espectador siente como realidades, pero mediante las que es influido y manipulado al máximo, por cuanto se siente el centro y el protagonista de esta simulación, que nunca es entendida cómo tal. Inmersos en una estructura de no-reconocimiento, los espectadores aceptan la identidad que se les asigna y quedan así fijados en una posición en la que un modo específico de percepción y conciencia parece natural.

¿Qué es, entonces, lo que vemos en Roma y cuáles son sus consecuencias?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
souldecember
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7
9 de abril de 2020
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es fácil seguir a Hong Sang-Soo. Solo en los últimos diez años ha estrenado deiciseis largometrajes. Además, para mucha gente, todos ellos pecarán de ser iguales, o muy parecidos. Y todavía más, seguramente les resulten pedantes y aburridos. Para otra gente, nada más lejos de la realidad, pues el cinéfilo que penetre en la propuesta de Hong encontrará un mundo en el que personas normales se debaten sin grandes dramas en problemas cotidianos que, sin embargo, sí que son vividos como tales dramas, padecidos como circunstancias abrumantes, como atolladeros insuperables. Todo ello envuelto en una ligereza formal que lo acerca, efectivamente y como tanto se ha dicho, a un Eric Rohmer del siglo XXI. Y, sin embargo, posiblemente la distancia que media entre ambos cineastas sea mayor de la que parece.

Difícilmente se podría decir que La cámara de Claire (Keul-le-eo-ui Ka-me-la, 2017) sea La rodilla de Claire (La genue de Claire, 1970), ni ninguno de cualesquiera otros títulos del autor francés. Si la poesía de Rohmer se expresa desde la afinada perfección formal del poeta que repasa sus versos infinitamente hasta alcanzar la perfección, Hong hace estallar el instante, se desboca en la improvisación y de ella emerge una forma que revela un contenido. Ambos casos son ejemplos de una estética desarrollada y muy profunda, pero que funcionan y se expresan en formas muy diferentes. Rohmer es un clásico, Hong un manierista, y ambos tocan el mismo centro del ser humano.

Después de varios intentos fallidos en los que la fórmula parecía haberse agotado, el cine de Hong necesitaba un estímulo, un nuevo desafío. Hong es un cineasta valiente, como demuestra en todos sus filmes no teme enfrentarse a sí mismo. Sus seguridades, sus fortalezas, sus debilidades, sus temores, están en la misma superficie de sus películas. En este caso, ese desafío lo llevó a rebajar todavía más su cine, a hacerlo más sencillo, menos planificado, más espontáneo. El reto era hacer una película durante los días que debía pasar en el festival de Cannes de 2016 presentando Lo tuyo y tú (Dangsinjasingwa dangsinui geot, 2016). Hong acepta el desafío, une a dos grandes actrices y les proporciona un amplio margen para improvisar. El resultado es una película mínima, en todos los sentidos, y sin embargo, hermosa y compleja.

La cámara de Hong (que al final es la única cámara verdaderamente protagonista) sigue a Kim Min-hee y a Isabelle Huppert, las junta y las separa, cada cual con sus circunstancias, propias y comunes. Todo este vaivén para dejarnos claro que al final, lo importante, no es vivir nuestra verdad, cada cual la suya, sino compartir un espacio común en un momento dado. Ahí la vida. Y ahí es donde entra la profundidad del enfoque del método de Hong. Nada hay predeterminado, Hong lo cifra todo al instinto, la sensibilidad y la experiencia de sus actrices para encontrar ese punto central del alma humana, espera pacientemente a que de sus encuentros surja algo que pueda retener. Una cámara móvil que hace permanecer a sus protagonistas en el centro del encuadre permanentemente, una puesta en escena desnuda y el montaje harán el resto.

El cine de Hong se configura así como una poderosa arma de humanismo. El centro de su cine es la persona, sea quien fuere esta persona. En muchas ocasiones es él mismo, como nos ha mostrado muchas veces, a través de ese cambiante personaje que atraviesa tantas de sus películas en forma de director cine. En otras, como esta, son sus actrices, seguramente haciendo de algo muy parecidas a sí mismas, como la propia Kim Min-Hee, quien en el mismo momento rueda con el mismo Hong En la playa sola de noche (Bamui Haebyunaeseo Honja, 2017), filme que se adentra en la ruptura sentimental entre ambos.

Posiblemente La cámara de Claire sea una película menor en la filmografía de Hong Sang-Soo, pero eso ¿a quien le importa? Seguramente, ni a él mismo. Hong ha desarrollado su carrera de forma que sea más personal que perfecta. Lo que importa es que nos ha dado una obra valiente y plenamente disfrutable, sobre la que volveremos una y otra vez, y que en su día lo trajo de vuelta al primer nivel después de años rebajándose en muestras fútiles de retórica y autocomplacientes referencias a sí mismo, cuyo punto más bajo fue Ahora sí, antes no (Right Now, Wrong Then, 2015). De todas formas, Hong ya ha entrado en la historia, ya ha dejado su legado mayor, películas como La puerta del retorno (Saenghwalui balgyeon, 2002) ya son una referencia ineludible al hablar del cine del siglo XXI, y ahora, ¿que más podemos pedir que contentarnos con obras que nos sigan trayendo una voz tan intensa, tan sincera, tan necesaria?
souldecember
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2
9 de enero de 2019
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un viejo debate de la crítica es aquel que discute sobre si se debe valorar una película en función de su adecuación a una serie de apriorismos que sus autores asumen, es decir, en lenguaje llano, si consigue lo que pretende. Es este un debate extraordinariamente falaz, en primer lugar porque es imposible saber qué pretenden los autores de un filme. En segundo lugar, porque esa pretensión también podría y debería ser sometida a crítica.

Viene esto al caso de La sombra de la ley, el nuevo artificio pirotécnico del aparato espectacular de la máquina de fagocitar subvenciones públicas, las televisiones españolas haciendo cine. En esta película, Dani de la Torre despliega todo su potencial de imitación de los prestigiosos blockbusters histórico-políticos de Hollywood, y en ese sentido, como imitación, no imita mal del todo. En efecto, los mismos planos enfáticos en rostros de actores muy concentrados en actuar, la misma parafernalia de producción excesiva fagocitando los planos, similares movimientos mareantes de cámara puramente gratuitos, una música ahogando cada segundo de vacío que pudiera quedar entre tanto hartazgo…, lo de siempre, solvencia tecnológica al servicio del vacío estético.

Por supuesto, no es un problema de género, y mucho menos de la cansina oposición de cine de género contra cine de autor. Uno puede aproximarse a espectáculos genéricos, incluso cargados con la misma intención sistémica y los mismos problemas ideológicos contenidos en La sombra de la ley, y encontrar un profundo sentido de lo estético dentro de su intento de funcionar como espectáculo. Pero la distancia entre cualquier ejemplo de James Gray, digamos We Own the Night (La noche es nuestra, 2007), y lo que nos ofrece Dani de la Torre es demasiada.

¿Qué hace, entonces, Dani de la Torre? Pues algo muy simple. Se trata de tomar unos hechos históricos genéricos, expurgar de ellos cualquier tipo de contenido incómodo, adaptarlos a temas de moda de la época y, sobre esa base, desarrollar una historia de amor a golpe de thriller político. Dirá el lector: ¿Otra vez? Pues sí, otra vez, Dani de la Torre vuelve a intentar la misma historia de siempre para regocijo de los mismos de siempre, mientras le pega un tiro al recuerdo del anarcosindicalismo catalán, seguramente, el movimiento más digno y avanzado de la historia social de la época contemporánea.

Reducidos los hechos a la anécdota perfectamente manejable, en los términos de cualquier serial de sobremesa, de la Torre procede a extender durante más de dos horas una historia que no da para más. Comparar esto con la magnífica contención narrativa y la capacidad de evocación de las elipsis de ese otro filme que se puede ver en estos momentos en las mismas salas, Cold War (2018), es ver con claridad la distancia entre el cine profundo y el espectáculo más banal y superficial.

Pero al menos, visualmente, será un filme impresionante y técnicamente estará muy bien resuelto, puede intentar pensar como última opción el lector más optimista. Pero el problema es que no. Dani de la Torre pone en marcha toda la serie de movimientos de cámara que aprendió en la escuela de cine, pero olvidó justificar su uso y vincularlos con algo más que sus ganas de mover la cámara. Por supuesto, tira también de toda la capacidad de hacer grandes enfoques en profundidad y no olvida los trucos de posproducción, pero elabora imágenes vacías de sentido y de contenido, intercambiables, sin función narrativa ni expresiva.

El gran problema es que La sombra de la ley no cumple ni como entretenimiento ni como espectáculo. Es más, ya puestos, este crítico no entiende por qué, como espectáculo y como entretenimiento, no es infinitamente más destacable cualquier partido del Liverpool con su grandiosa máquina de divertirnos a todos: Salah, Mané, Firmino. Y Shaqiri, claro, Shaqiri.
souldecember
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