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España España · Badajoz
Críticas de Weis
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Críticas 185
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
5
27 de febrero de 2022
11 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Soy padre de una niña de 3 años, que se lo pasa en grande viendo los capítulos de "Paw Patrol". Para otros padres, esto podrá asemejarse a una tortura psicológica (como afirma el crítico de cine Jesse Hassenger, el cual dudo que tenga hijos); en mi caso, ver disfrutar a mi pequeña es un placer.

Podría decirse que esperábamos con ansias el salto de los cachorros a la gran pantalla. Papá Noel le trajo a mi hija un peluche de Liberty (que en esta película hace su carta de presentación) y una estructura que incluía el centro de mando de la patrulla y la Torre Humdinger (ese alcalde paranoico con acento germano sigue haciendo de las suyas). Si ya conoces la serie, sabes a lo que vas.

Las escenas de acción se suceden con frenetismo durante todo el metraje, de ahí que sus escasos 85 minutos pasen en un abrir y cerrar de ojos.

Destaca el grafismo con que están rematados todos los protagonistas (mayor densidad de contornos con respecto a la serie), nuevos gadgets que harán caer el mentón a los espectadores que no superen el metro veinte de estatura, y una composición de secuencias que rizan un poco más el rizo de la espectacularidad (atención a un par de momentos 'slow-motion', en el clímax de algunas secuencias, realmente bien ejecutados).

Si bien es cierto que personajes como Marshall no resultan tan relevantes en la trama como lo son en la serie, esto se compensa con una mayor profundización psicológica en Chase y en Liberty, que dotan de riqueza emocional a la cinta.

Está claro que Nickelodeon no es Pixar, ni Disney. Nadie se sienta a ver una película de Michael Bay buscando los estímulos de dirección de Christopher Nolan. No obstante, partiendo de la premisa adecuada y en compañía del target de audiencia apropiado, el visionado de "Paw Patrol: The Movie" puede llegar a resultar más que un mero trámite en tu tarea como padre.

Puede, me atrevería a decir, que te deje un buen sabor de boca.
Weis
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4
30 de mayo de 2014
10 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo realmente inquietante de la propuesta española Todos están muertos no radica en su ajustado e inusual diseño de producción, ni en su dispar selección de casting, ni en la arbitraria mezcolanza de etnias, nacionalidades y costumbres. Tampoco en la distópica representación de la nostalgia ochentera madrileña musical en relación con una época presente indeterminada. Ni tampoco se encuentra en su confusión de géneros y temáticas, provocando un vaivén de organismos y emociones que fluctúan por el aire como entes siniestros sin caza. Lo realmente, rematadamente, inquietante de esta película es intentar averiguar cómo Beatriz Sanchís, la encargada de firmar la dirección y el guión, vendió la idea a sus inversores.

La bella y sensual Elena Anaya, cada vez más adherida peligrosamente al cine independiente más transgresor y alternativa, navega sin rumbo en una película que, temática y argumentalmente, hace aguas por todas partes. La sensación de desorientación expresiva es constante desde los primeros compases, pues la realizadora tiende a la carencia de explicaciones, al enrarecimiento estético y a la transición con calzador. Sanchís no acaba de perpetrar en su puesta escena la calculada borrosidad con la que sus personajes necesariamente se muestran alterados, confusos y perdidos.

Contrario a ello, la ausencia de una remarcada densidad descriptiva de los caracteres, encabezada por su personaje femenino protagonista, nos aleja persistentemente de un despliegue espacial que debería ser electrizante pero se queda en superfluo y neutral. Así mismo, se necesita en el espectador una amplia prueba de fe para justificar la verosimilitud de ciertos acontecimientos y la asunción de las decisiones y principios que definen, o que precisamente no acaban de definir, a nuestra errante heroína. La absoluta falta de nobleza del elemento popular ajeno a los protagonistas y la hondura pavorosa de su mezquindad son absolutos que solo se confirman en la película como activo programático, no como tangibles o demostrables en la imagen.

Pese a no resultar irritante o irascible, resulta en último término desconcertante que la conjugación audiovisual de esas pretensiones narrativas se desaproveche de tal forma que el conjunto se acabe presentando como un batiburrillo un tanto deslavazado al no extraer de ese montaje alternado demasiada consecuencia dramática. La narración se entremezcla, juega a resultar hipnótica utilizando tiempos muertos. Por momentos, el ritmo cae hasta el tedio. Nada ayuda a la función el reparto de actores latinoamericanos, que parecen estar protagonizando una película muy distinta a la que presagia Anaya, perdida en un sin rumbo de desconcierto e hieratismo interpretativo, jugada que sí le salió redonda en Hierro (Gabe Ibáñez, 2009) y que aquí obtiene unos resultados más que limitados.

Ese sombrío paisaje de rutinas inhumanas y delictivas se nos presenta como un hábitat simplemente inhóspito y desdeñado, con desaprensivo amparo en la atención caritativa. Provoca rechazo pero no desesperanza. Provoca conflicto pero no indignación. Su contemplativa ejecución no alcanza el estadio de gravedad existencial o reivindicación denunciadora que un planteamiento con tanta voluntad nostálgica podría haber aprovechado. La confusión es realmente trágica: uno ya no sabe si se encuentra ante un videoclip anabolizado de Mecano, un film de arte y ensayo o un despropósito con mayúsculas en el que cada uno actúa y circula como le viene en gana.

Una película que, en definitiva, no acaba de insuflar la fuerza visual y temática que sí presenta en bruto su línea eminentemente social. Dejando ya a un lado la encorsetada dirección de actores sobre su actriz principal, sumiéndola en un personaje que, de apático y reiterativo, no logra el impacto que su directora podría haber deseado. Su carácter es contemplativo y observacional cuando debería ser histérico y furioso, y ello dificulta el efecto de choque empático, algo que, en el último acto de la película, se antoja apresuradamente rematado y de imprevisible extrañeza. Pese a todo, ojo a la carrera del joven Patrick Criado. Muy prometedora su trayectoria.

Crítica para www.cinemaldito.com
@WeisGuerrero @CineMaldito
Weis
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A 20 pasos de la fama
Documental
Estados Unidos2013
6,8
1.882
Documental, Intervenciones de: Darlene Love, Merry Clayton, Lisa Fischer, Judith Hill ...
6
21 de mayo de 2014
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El artista visual Isidoro Valcárcel Medina posee dos grandes citas célebres: “el arte es una acción personal que solo puede valer como ejemplo, pero nunca tener un valor ejemplar” y “cualquier puede ser artista”. Él asume que el talento es algo que no debería ser comprado ni transferido a través de una propiedad o posesión. El mercantilismo es una lacra que se apropia de nuestro espíritu creativo más libérrimo. A menudo, los verdaderos artesanos de su propio arte se esconden, se ocultan en segundas filas. Ayudan a otros a eclipsarse. Sin embargo, sin esos hombres y mujeres que se muestran alérgicos a la fama, algo faltaría. Algo se echaría de menos sobre un escenario.

El reciente documental ganador del Oscar en dicha categoría, A 20 pasos de la fama, persigue a las voces que permanecen en un espectro sonoro de frecuencia inferior al de los artistas principales, los laureados, los que solemos venerar. Sus coros no son un mero complemento musical sino también la estilización y potenciación del groove, el zénit de la lógica armónica. Tal y como versaba Searching for a Sugar Man, triunfador de la antepenúltima edición, el documentalista enfoca su tesis de investigación en la mirada hacia los seres desconocidos, los poco valorados o directamente los aislados en el panorama del éxito. Rompiendo barreras y prejuicios, se nos destapa la venda de los ojos para poder poner rostro y belleza a los encargados de convertir una buena canción en una experiencia sonora extraordinaria.

Enérgica y vivaz, la pieza avanza con un contagioso vitalismo, realizada con el espíritu de un musical de Broadway. En ningún momento oculta sus cartas al convertir a estas cantantes negras en auténtica heroínas desconocidas de la música popular, otorgándoles crédito simple y llanamente por el torrencial instrumento del que hacen gala. Pese a ello, el director Morgan Neville lima las pretensiones de reivindicación, motivando meramente el gozo por la melomanía y por las encargadas, en este caso, de provocarla. Durante este recorrido pendular, no faltan rostros conocidos del mundo del rock en ofrecer su admiración incondicional a todas aquellas cantantes que ponen la guinda lírica tras el escenario. Bruce Springsteen, Mike Jagger, Sting y otras leyendas vivas no hacen engrandecer el carácter mediático del documental.

La narración se articula en torno a las entrevistas a las protagonistas, el seguimiento que hacen de su labor, tanto en su terreno artístico como personal, y el montaje de diversas grabaciones correspondientes a conciertos de los más grandes intérpretes de cada género, véase Ray Charles en el jazz. Un tributo tan desmedido a la par que cegado de sus creadores, los cuales apenas han incidido en ninguna vertiente dramática ni giro argumental para potenciar las partes del discurso. Tan solo existe admiración y devoción, algo que finalmente se antoja limitado y sesgado en sus plasmaciones técnico-expresivas.

Decir que este documental, en sus valores totales, es mucho menos decisivo, penetrante y desgarrador que The Act of Killing, competidor por la pugna al Oscar en su categoría, resulta una licencia caprichosa de asumir. Se echa en falta que la progresión y la cadencia de este relato de profesionales olvidados ahonde un poco más en los recursos gramaticales del cine en vez de mirarse el ombligo para asumir su propio esplendor. Exigencias aparte, A 20 pasos de la fama es una película inspiradora, luminosa y cargada de buena fe. Ideal para todos aquellos cinéfilos que gusten del género musical como bastión fundamental de entretenimiento liviano. Durante sus escasos noventa minutos de duración, muchos son los regalos visuales y sonoros que se nos ofrecen. No solo a nuestro interés como espectador, sino también a nuestra memoria y a nuestros bellos recuerdos.

Crítica para www.magazinema.es
@WeisGuerrero @MagaZinema
Weis
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6
16 de mayo de 2014
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cédric Klapisch es un tipo amable, y su simpatía está impregnada en todas sus películas. Director, guionista, narrador de historias. Creador, en definitiva. Su talento y obstinación le han convertido, ya entrados en este siglo, en uno de los referentes intachables dentro de la comedia francesa. Asegura que la misma goza de una buena salud envidiable y que, pese a ello, puede jactarse de trabajar un estilo muy particular que le ha hecho distinguible dentro de este marco genérico. Nueva vida en Nueva York supone el broche de oro a una trilogía que él mismo ha denominado Los viajes de Xavier, personaje interpretado por su actor fetiche y amigo Romain Duris, donde el autor desenvuelve un relato en banda abierta sobre la juventud, la desorientación y la asunción de madurez.

El realizador se muestra continuista con sus anteriores films Una casa de locos y Las muñecas rusas no solo en el apartado narrativo, como prioritario nexo cinematográfico de una temática y unos personajes concretos, sino también en el procedimental. Así el francés se desliga de la comedia socarrona de liviano entretenimiento y traza una parábola de la vida más cotidiana y tangible, con caracteres que cruzan los deseos y las motivaciones más implicadas con el ciudadano medio. Quizás sea esta la mayor virtud de Klapisch: conectar emocionalmente las vivencias y los paisajes de un modo sencillo y espontáneo, haciendo gala de una frescura nada desdeñable. Desde la primera entrega, tendente a la aventura Erasmus y el descubrimiento de una Europa en moderna reconstrucción, hasta esta tercera se ha producido una evolución que cierra el círculo de unos seres que, simple y llanamente, buscan su camino en la vida.

Especialmente destacado resulta el ritmo interno del montaje y del relato en Nueva vida en Nueva York, pues el frenetismo y la vivacidad de sus actos y sus puntos de giro apenas dan para un respiro. Es difícil contabilizar la existencia de tiempos muertos en el cine de Klapisch, pues su humor fino y sutil acompaña el drama inherente de una existencia abocada a un espejismo de desengaños, amores, desamores y reencuentros del rumbo perdido. Formalmente, la película enlaza guiños con sus dos títulos precedentes, favoreciendo la sonrisa sobre aquellos que tengan un poco de recuerdo en la memoria. El resultado continúa antojándose saludable, hedonista y fácilmente digerible, pues el director galo apuesta, ante todo, por hacernos pasar un buen rato a costa de nuestras definiciones mas identificables.

En la segunda mitad de la película, la vertiente más cómica y certera del slapstick cohesiona unas partes que se funden con tanta armonía ayudadas, en buena medida, a un elenco actoral que se mueve como pez en el agua, dejando a entrever incluso alguna referencia externa, cargada de mala baba, sobre el derribo del encasillamiento de Audrey Tautou en su mítico rol de Amelie Poulain. Estos flashes de comicidad no hacen sino denotar el buen rollo que sus creadores han tenido por bandera durante el proceso de creación del film. Un intento este, el de Klapisch, por revitalizar y renovar un molde argumental que, pese a su originalidad, no deja de estar, valga la redundancia, demasiado moldeado y encorsetado.

Nunca es tarde para descubrir la comedia de Cédric Klapisch. En cualquier caso, aquellos y aquellas que ya gozaran con las dos primeras entregas de esta inesperada trilogía completarán así un recorrido que define no solo el espíritu de la buena comedia francesa sino también el rastro por una implicación referencial que, como espectadores, buscamos de manera inconsciente y solo unas pocas veces se nos recompensa. A veces, para resolver muchas de nuestra dudas o de nuestras preguntas, tan solo hay que esbozar una gran sonrisa.

Crítica para www.magazinema.es
@WeisGuerrero @MagaZinema
Weis
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2
8 de mayo de 2014
4 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el cine existe una certeza. Muchas, más bien, pero en este texto me interesa la asunción de tan solo una de ellas: la dificultad categórica de filmar poesía. Ya en las universidades públicas, donde se imparte Comunicación Audiovisual, los profesores que enseñan Narrativa o Dirección Cinematográfica dejan bien claro a sus alumnos que una serie de tendencias o de estilos, que no tienen una ligazón directa con el cine, son muy complicados de tratar. Principalmente, el arduo esfuerzo proviene de lo formal, de los recursos estéticos y plásticos de que se pueden disponer, en posterior ordenación para conseguir un lenguaje y un significado. Conceptos que restringen, en su naturaleza interna, las artes: el cine tiene uno, la poesía tiene otro.

Cuando se intenta filmar poesía y el resultado deviene en impostura, se revela lo pretencioso. Se revela pomposidad y flirteo con el falso lirismo revestido de trascendencia. Cuando esto ocurre, a un director que asume su autoría total solo le queda jubilarse y retirarse a leer todos esos versos que alguna pensó podría llevar a una gran pantalla convertidos en emociones tangibles y humanizadas. La lírica en el cine requiere de levedad, de tacto taciturno. Lo que Ramón Salazar ha pretendido en 10.000 noches en ninguna parte es lograrlo a través del desencanto, el tedio y el histerismo más descacharrante. Rápidamente, este forzadísimo ejercicio de estilo sucio y áspero se torna en desesperante y vacío debido a la confusión de sus vaivenes temáticos, que son conducidos de forma embarrancada y confusa, y su logística de las emociones, tendentes a la miseria y el hieratismo.

Formal y académicamente lamentable, su puesta en escena, dirección de actores y realización (el departamento más sangrante) denotan los procedimientos estándar de la muchachada amateur en su primer corto de instituto: desprecio, por puro desconocimiento, hacia las fórmulas clásicas de narración, planificación arbitraria e injustificada, cámara epiléptica y descontrolada en persistente fuera de foco –un recurso estético, dirán algunos. Un calamitoso despropósito, apelando a la verdad-. A esto se suma un elenco de personajes/intérpretes que no fomentan el efecto implicación con sus historias. Peor aún, este catálogo de caracteres anodinos, vulgares y desesperanzados tiene como cabeza de cartel a Andrés Gertrudix, que en su nicho indie se corona como uno de los actores más apáticos, inexpresivos e insufribles del último cine independiente español.

Salazar, que demostraba buen gusto y contención con su debut Piedras, torna ahora su cine en áspero, desquiciado y violento, con tintes de enajenación tan arriesgada como alucinatoria, muy lejos de que semejante lodazal provoque fascinación. Apela a la simplicidad ejecutoria y transmite emociones deprimidas a través de la propia depresión, recurso del todo ilegítimo. Resulta sorprendente concebir una película que cabalgue el insondable misterio de la memoria y la existencia con un frenesí sesgado y acosador en trámite frenopático y desentonación esquemática. En este confuso devenir de acciones sin sentido y actos sin pegamento, tan solo la excelente banda sonora original podría aportar un mínimo de cordura, de no ser porque la misma es utilizada para enfatizar hasta cuando el protagonista se está atando los cordones de los zapatos. Entiéndase la ironía.

Si algún beneficio se le puede exprimir a películas como esta es aceptar, de una vez por todas, que lo que hace Terrence Malick en los últimos años–ayudado por el virtuoso director de fotografía Emmanuel Lubezki- no es nada fácil. Esta comparación indirecta bien podría ser premeditada o bien accidental pero sería un error negar que existe. Quizás entonces se asuma que, rara vez, alguien con vocación de cineasta es capaz de asumir la faceta de poeta, dejando a un lado la pluma y el papel para darle protagonismo a una cámara, y no cavar su propia tumba en el intento.

Crítica para www.cinemaldito.com
@WeisGuerrero @CineMaldito
Weis
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