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Críticas de townshend1988
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Críticas 24
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
14 de abril de 2012
2 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
En un momento de Madrid 1987, los personajes que interpretan José Sacristán y María Valverde imaginan la proyección de una película a través de un marco vacío que encuadra un desasosegante trozo de alicatado azul de cuarto de baño. Da la sensación de que David Trueba va encauzando su historia, haciendo crecer la composición de sus personajes mientras va reduciendo el espacio en el que les permite interactuar, para acabar con la metáfora de esa pantalla de madera, símbolo de la austeridad de una película que se hace grande ante sus mínimos recursos, y quizás también el de un cine que necesita combatir la austeridad con ingenio.
El director nos traslada a un tórrido verano madrileño en el que tendrá lugar un intenso choque generacional, protagonizado por una joven estudiante de periodismo dispuesta a conocer a la persona que se esconde tras la pluma que tanto admira: un articulista que descubrirá tan lúcido como furibundo en sus reflexiones, y que le explicará con clarividencia que sus vidas (las de ambos) son como dos trenes que se cruzan, y que el suyo ya viene de vueltas de todo.
La fuerza del personaje de Sacristán radica precisamente en una experiencia dilatada como periodista y persona que le permite ser brutalmente sincero a cada momento sin importarle las represalias. Su melancólica e incesante verborrea y sus reflexiones sobre lo humano y lo divino tienen el contrapunto en los silencios y la expresividad de María Valverde, que ya de por sí expuesta y cohibida, es desnudada una y otra vez por la apabullante presencia del escritor. Y valen mucho la pena sus peroratas, sus manías y sus reivindicaciones, como cuando alude a la marginación en el cine y la literatura del resto de fluidos orgánicos que no tienen relación con el amor mientras hace sus necesidades.
Esa desnudez física que se palpa en cada una de las gotas de sudor que va generando una sauna improvisada, se corresponde con una realización en apariencia simple, pero que consigue grandes composiciones en un espacio cuyo paisaje de grifos herrumbrosos no parece ofrecer grandes posibilidades. A esto se une la inconmensurable actuación de José Sacristán, muy creíble en su composición, y perfectamente secundado por María Valverde, que quizás mande un mensaje de esperanza a alguno que otro al dejar de lado los abdominales de Mario Casas para caer rendida ante la flaccidez de un intelectual entrado en años. Una tendencia que con total seguridad no será secundada por la taquilla.
townshend1988
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7
27 de marzo de 2012
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
En un momento de la grabación del documental Let it be, que Martin Scorsese recoge para su película sobre la figura de George Harrison, se ve al guitarrista discutiendo con Paul McCartney durante las sesiones de grabación del disco. “I’ll play whatever you want me to play, or i won’t play at all if you don’t want me to play”, dice George en medio de una discusión sobre un tema de McCartney, en una de las crecientes trifulcas que muestran las fisuras que en aquel momento ya habían resquebrajado completamente los antaño fuertes cimientos de un grupo antológico como el cuarteto de Liverpool.

Lo relevante de la disputa es que George era un elemento tan importante en la estructura como lo eran John Lennon y Paul McCarntey, no ya como elemento conciliador entre ambos genios creativos en constante fricción, como atestiguan muchos de los entrevistados por Scorsese, sino como el compositor de temas tan importantes como “While my guitar gently weeps” o “Here comes the sun”. Harrison estaba condenado a ser el tercero en discordia mientras iba almacenando temas que conseguía introducir en los LP que seguían saliendo al mercado. Si bien es cierto que la primera canción que escribió, “Don’t bother me”, podría ser considerada una declaración de intenciones, y aunque imbuyó a todo el grupo de sus creencias orientales y las introdujo en cierta medida en la discografía del grupo (el sitar en “Norwegian Wood”), su aura de misterio le concedía una imagen característica de cara al público de la que, en el momento de la bronca con Paul parecía querer deshacerse para desempolvar todas sus partituras relegadas al olvido.

A lo largo de su larguísimo metraje (dos partes de hora y media cada una), Martin Scorsese nos introduce con reverencial devoción, esa pleitesía que el director tiene por los mitos de la década de los sesenta, en la vida y obra del Beatle más introvertido y señalado vulgarmente como “raro”. Se ha acusado al director de ser extremadamente cándido a la hora de construir su discurso, y que esto podría deberse a que el documental esté producido por la segunda esposa de Harrison, pero lo cierto es que Scorsese no evita ningún tema espinoso, ni obvia episodio traumático alguno. Tenemos relatada y documentada la difícil relación entre Clapton y Harrison, los escarceos con las drogas del músico y sus compañeros y, por qué no, la habilidad paisajística de un guitarrista retirado.

El hecho de que algunos entrevistados no puedan contener las lagrimas ante el recuerdo de George Harrison diez años después de su muerte, da buena cuenta de la impresión que dejó su personalidad en los que le rodeaban, así como en Martin Scorsese, que se ha ocupado de dedicarle este sentido homenaje.
townshend1988
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7
2 de febrero de 2012
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Durante los años noventa eran muy comunes las producciones destinadas al consumo familiar en las que un grupo de niños poco agraciados en sus dotes deportivas (y también físicamente, para qué engañarnos), gracias al liderazgo de un entrenador generalmente muy campechano, conseguían superar sus inseguridades y confiar en sí mismos y en sus propias posibilidades. El caso más paradigmático es el de The mighty ducks 1992 (“Somos los peores” en España), donde el entrenador además de llevar a cabo la consabida gesta, se enamora de la madre de uno de sus jugadores y restriega el triunfo al nazi del hockey sobre hielo que atormentó su niñez como jugador.

Moneyball no es el reverso tenebroso ni supone un giro de 180º con respecto a la película protagonizada por Emilio Estévez. Es más, hay ciertas coincidencias en ambas estructuras y lo que está bastante claro es que el deporte es el telón de fondo para hablar sobre otros temas. Quizás a los profanos nos cueste entender la labor de un pitcher, y aún así acabamos interesados por la gestación del equipo de béisbol de Oakland en el año 2002. Y es que Moneyball no es una película sobre Beisbol, como The Damned United no lo es sobre fútbol, sino sobre las personas que están detrás del deporte, que sufren como los jugadores en el campo, que sienten sus mismas inseguridades y son igual o más responsables de los éxitos, medallas y trofeos cosechados. Lo que ocurre es que en las películas de la factoría Disney todo debe de ser feliz y digestivo, dando esperanzas hasta el más incapacitado de los chavales, un escenario demasiado condescendiente para ser extrapolado al universo del deporte de alta competición. La película de Benett Miller pormenoriza los quebraderos de cabeza que supone un equipo de primera línea en una liga seguida por millones de personas en todo el mundo, donde se mueven grandísimas sumas de dinero y por supuesto, no hay lugar para ser benévolo con el que no vale para el trabajo. “Te hemos traspasado a otro equipo”, rápido e indoloro.

Billy Beane (excepcional Brad Pitt) conoce de primera mano las leyes que rigen las grandes ligas y el deporte de competición, y se encuentra al mando de los Oakland Athletics, un equipo competente cuyas lagunas presupuestarias provocan año tras año una fuga de talento hacia la competencia. El reto de Bean, con la inestimable ayuda de Peter Brand (Jonah Hill), consiste en formar un equipo competitivo a bajo coste, una oportunidad para experimentar con las reglas no escritas de la contratación de jugadores, copadas de prejuicios y nada científicas. ¿Estará pasando lo mismo en España con el Levante?
townshend1988
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5
6 de enero de 2012
4 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
El fenómeno zombie ha irrumpido en la sociedad actual con el mismo ímpetu que una horda de muertos vivientes sedientos de carne humana. Si nos aventurásemos a clasificar por etapas la situación, teniendo en cuenta que la pandemia económica está siendo directamente proporcional a la aparición de producciones audiovisuales sobre zombies, no hay margen de error posible: Apocalipsis.

La figura del zombie, y sobre todo la imagen de una masa homogénea de muertos que actúan como un rebaño alienado y nauseabundo, es muy susceptible a la crítica política de un mundo cuya impersonalidad y falta de compromiso ha llevado al propio ser humano a devorarse a sí mismo.

A primera vista, una película sobre una epidemia zombie que tiene lugar en La Habana predispone al espectador a dilucidar si el realizador está de parte de unos o de otros (los cuerpos resucitados caminando por una ciudad copada por el imaginario de la Revolución regalan continuamente contradicciones muy sugerentes), pero en Juan de los muertos no conviene ahondar demasiado en estas consideraciones ya que su objetivo es otro muy distinto. La película de Alejandro Brugués está mucho más cerca de la desenfadada comedia con muertos vivientes (“Shaun of the Dead”)(“Zombieland”), que de las críticas sociales de George A. Romero al consumismo (“Dawn of the dead”) o a la autodestrucción del ser humano (“Day of the dead”). La similitud con las primeras le confiere su punto fuerte: la utilización del zombie como herramienta humorística al servicio del gag visual y sobre todo del humor negro.

El variopinto grupo de trapicheros comandados por Juan posee una forma de ver el mundo favorecedora a la hora de sacar beneficio económico del desastre total, y ajenos a todo tipo de amenazas repulsivas (puede ser un ataque bacteriológico de los EEUU pero no les interesa mucho) siguen bromeando entre ellos como si el mundo no estuviese devorándose a sí mismo. Son gente de ocurrencias quizás demasiado “torrentianas”, pero por encima de todo, profesionales en la neutralización y eliminación de lo que ellos llaman “disidentes”, y llevan a cabo estas tareas con procedimientos muy poco ortodoxos.
Ya sean disidentes o antropófagos horripilantes, los de Juan de los muertos poco tienen que envidiar en apariencia horripilante a los caminantes americanos de alguna que otra serie de éxito.
townshend1988
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8
3 de enero de 2012
16 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
La familia Phelps fue bautizada en un documental realizado por la BBC inglesa como la más odiada de los Estados Unidos. La categorización, quizás un tanto exagerada, se le atribuía no a un simple núcleo familiar, sino al seno de una micro-iglesia independiente formada por no más de 40 personas unidas por lazos maritales o sanguíneos. Podemos afirmar sin embargo que su popularidad entre los estadounidenses no es ni mucho menos elevada. Son bien pocos, pero sus incómodas proclamas tienen un gran poder mediático y su hiperactividad se ha materializado en varios reportajes (Jordi Évole de Salvados sin ir más lejos), convertidos en herramientas para expandir su cuestionable ideario. “God hates fags” (Dios odia a los maricones), es su mandamiento principal, a partir del cual van desgranando una serie de hipótesis enfermizas sobre cómo la plaga homosexual lleva a los Estados Unidos y al mundo entero hacia la debacle y el Apocalipsis.

Y ahora en un sesudo ejercicio mental, vamos a relacionar a los Phelps con Kevin Smith, el cineasta que revolucionó la comedia Indie americana en los noventa gracias a su ingenio desbordante y a un sobresaliente dominio del diálogo, y que últimamente se encontraba completamente perdido, reciclado en sus propias concepciones de cine y habiendo dirigido su primera película con guion ajeno: la no muy bien recibida “Cop Out” (Vaya par de polis).
Pues aunque parezca mentira podemos poner ambas cosas en relación, y lo que es aún más sorprendente es lo fructífero del resultado. No deja de parecer una maniobra auto-destructiva, pero Red State no es el simple cambio de registro llevado a cabo por un cineasta a la deriva; es mucho más que eso. Cada diálogo, secuencia, fotograma, está cargado de una gozosa mala uva liberada de todo prejuicio. En el visionado de Red State se ve como Smith se lanza a la piscina sin salvavidas, pero consciente de las habilidades que tiempo atrás le hicieron nadar a contracorriente.

No es solo cambiar el apellido Phelps por Cooper, ni imaginar que las células terroristas al amparo de textos anacrónicos pueden surgir en los lugares más insospechados. El frenético relato no deja títere con cabeza en la sociedad americana: Smith no tiene reparo en llevarse por delante al sistema judicial y sobre todo a unas fuerzas de seguridad a las que los americanos rinden pleitesía religiosa desde el 11 S.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
townshend1988
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