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Argentina Argentina · Paraná
Críticas de avellanal
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Críticas 16
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
16 de junio de 2012
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Situándonos en el contexto, John Carpenter venía del furibundo fracaso que en 1986 había significado "Big Trouble in Little China", una curiosa incursión por el género de aventuras con la presencia siempre en versión ruda de su actor fetiche Kurt Russell, aunque sin conseguir los mismos dividendos cosechados en "The Thing". Con la película que nos ocupa quiso, en consecuencia, retornar a la senda que siempre le había tributado más satisfacciones: el terror, además desligándose en parte de los fórceps a su libertad creativa que le imponían los ejecutivos de los grandes estudios.

"Prince of Darkness" es, al menos desde su planteo argumental, uno de los filmes con mayor dosis de elementos sobrenaturales que yo haya visto de Carpenter, un director que ha dado muestras suficientes de moverse como pez en el agua dentro del género fantástico: todo comienza, apenas se inician los créditos y esa melodía inquietante y monótona compuesta por el propio director, con la muerte (presumiblemente por causas naturales) de un sacerdote perteneciente a una antigua secta del catolicismo denominada La hermandad del Sueño, al que una monja halla antes de concretarse una entrevista pautada con un cardenal. Entre sus pertenencias, encuentran un diario y un pequeño cofre que contiene una llave que oficia de enlace para ingresar a unos pasadizos subterráneos dentro de una antiquísima iglesia. Aquí entra en acción el sacerdote que interpreta un viejo conocido de todos los fans del terror, Donald Pleasence; descubre oculto entre esas bóvedas un enigmático tubo-altar en cuyo interior reposa un líquido verdoso que no viene a ser otra cosa que la esencia misma del Mal. En otras palabras, Satanás –que ha sido corporizado de todas las formas imaginadas por la literatura y el cine, al tratarse de una entidad suprasensible que puede variar su apariencia– se manifiesta en esta historia a través de una esencia muy concreta y tangible, dejando de lado toda conceptualización espiritual.
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avellanal
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7
2 de abril de 2012
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
De la cisura entre una palabra y otra, de ese hueco esponjoso donde conviven la xenofobia lisa y llana y el refrendo de cualquier discriminación para el progreso de la economía, habla "Angst essen Seele auf" ("La angustia corroe el alma", título más revelador y bonito que el simplón "Todos nos llamamos Alí"), una de las mejores películas de Reiner Werner Fassbinder, sobre un tópico de Douglas Sirk: el de la mujer madura enamorada de un joven fornido (en "All that Heaven Allows", Rock Hudson es apenas un jardinero), al que le añade, a la diferencia de edad y de clase, el contraste racial, realizando además un estudio de las clases populares, todavía apoltronadas en los fundamentos del nazismo, y una brillante reflexión sobre la extranjería, admitida siempre y cuando se consagre a aquellos trabajos que los nativos no quieren hacer (a la protagonista, por caso, no le agrada sobremanera decir que se dedica a la limpieza de oficinas, porque tal empleo no está bien considerado entre sus vecinos, la gente como ella, que admiró a Hitler en su juventud) y no exijan condiciones habitacionales decorosas.

En "Angst essen Seele auf" subyace una paradoja que contribuye –más allá de otros méritos intrínsecos del filme– a elevarla a la siempre dudosa categoría de masterpiece: Fassbinder convierte a su obra en una suerte de manifiesto que demuele para siempre los ideales románticos de la posmodernidad, y simultáneamente ofrece una reflexión alentadora en torno al amor.

Condenada a la viudez y a un trabajo vergonzante, Emmi (aunque acabo de descubrirla, no creo equivocarme al afirmar que se trata de una interpretación consagratoria de Brigitte Mira) conoce a un inmigrante marroquí del que se enamora, a pesar de que bien podría ser su hijo. Él trabaja en un taller mecánico, apenas sobrevive, hacinado, bebiendo y apostando como únicos paliativos contra una existencia gris (tan gris como plomizos son los colores que invaden cada plano del film: todo es desangelado, monótono y triste en esa ciudad alemana que retrata Fassbinder con lucidez apabullante). La escena en que se conocen, casualidad mediante, una tarde lluviosa, cuando Emmi halla refugio en el bar que frecuenta Alí, resulta conmovedora y alucinante al mismo tiempo.
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avellanal
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7
20 de febrero de 2012
13 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Les carabiniers" no es una película de las más recordadas de Godard. Entendible que así sea, pues se ubica en uno de los períodos en los que el franco-suizo alcanzó sus mayores cotas de creatividad: más precisamente entre una obra mayúscula como "Vivre sa vie" y la bellísima "Le mépris". No por eso estamos ante un film menor que viene a llenar un espacio relativamente vacío, a la manera de esos discos repletos de lados B que se editan sólo para cumplir con exigencias comerciales.

El bélico, de por sí, es un género poco transitado –en comparación con otros países europeos– por el cine francés, pero resulta todavía más insólito en la filmografía de Godard. Perro verde del cine, como no podía ser de otro modo, su acercamiento a la guerra -en conjunto con Roberto Rossellini, con quien escribió el guión- está lejos de las trincheras de Kubrick o del napalm con helicópteros de Coppola. Pocos directores hacia 1963, cuando Vietnam aún era evitable, habían realizado una propuesta tan conceptualmente original e inmoderadamente irónica a la hora de abordar una temática por lo general cargada de solemnidad y conservadurismo.

En "Les carabiniers", la guerra se exhibe con un nivel de abstracción inédito: el hecho histórico cede su lugar a la reflexión sobre el hecho concreto, desprovisto de elementos exógenos que generen cargas emocionales. En el transcurrir del metraje, el espectador nunca se entera qué guerra está observando ni qué países o facciones están combatiendo. De este modo, Godard levanta una muralla que clausura todo el sentimentalismo tan inherente a las producciones bélicas, librando a su película de premeditadas posiciones maniqueas, y centrándose con exclusividad en la guerra como un problema ajeno a las coordenadas tiempo y espacio.
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avellanal
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6
28 de enero de 2012
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Narrar los albores de (indudablemente) la historia de amor más trascendental del siglo XX en Argentina no debe ser un desafío sencillo para ningún director; ni tan siquiera lo hubiese sido, intuyo, para Leonardo Favio, faro cinematográfico de varias generaciones y quien más fidedignamente supo captar el espíritu del peronismo en una pantalla. No es casualidad, en consecuencia, que la película de Paula de Luque que se concentra en el período que va desde el terremoto en San Juan hasta el mítico 17 de octubre de 1945 (dos temblores, uno geológico y el otro social) esté dedicada al director de "Perón, sinfonía del sentimiento". Sin embargo, hace falta aclarar de entrada: todo lo que en Favio vuelve fascinante al peronismo como movimiento político masivo, aun para los que no son peronistas, en "Juan y Eva" brilla completamente por su ausencia. En otras palabras, quizás por limitaciones presupuestarias, quizás por circunscribirse únicamente a trazar un retrato íntimo de la pasión, quizás por no correr mayores riesgos, De Luque borra de un plumazo al germen y núcleo del peronismo, en el momento en que surgía: el pueblo, tan vívido y presente en Favio, aquí es tan sólo un espectador de lujo al que, sobre el final, se lo encapsula mediante algunas filmaciones de archivo.

Pese a dicha omisión voluntaria, el film tiene el mérito de evitar situaciones o diálogos archiconocidos, eludiendo caer en la obviedad histórica, y concentrándose en detalles ignorados por la mayoría, como el relevamiento de otras mujeres cercanas a Perón: la cuñada de su primer matrimonio y la poetisa uruguaya Blanca Luz Brum (notable actuación de María Ucedo, con quien Julieta Díaz –como Evita– mantiene un duelo actoral interesante, especialmente cuando ésta le reprocha el tono en exceso lírico de los discursos que le escribe al líder). Y ya que hablamos de interpretaciones convincentes, vale decir que Osmar Nuñez sale airoso en el papel de Perón, pues a diferencia de otros actores que lo han encarnado desde la caricatura (Jonathan Pryce, Víctor Laplace), aquí se nota que no busca imitarlo, y pese a que el parecido físico no es sustantivo, a medida que el metraje avanza hasta se perciben signos distintivos de la evolución del personaje histórico (pues en ese lapso temporal, no hay que olvidarlo, es cuando un coronel con cierto poder pasa a transformarse en el hombre público más importante del país). Por otro lado, y sobre todo para los que tenemos cierto cariño mezclado con admiración para con Alfredo Casero, resulta simpático verlo en efímeras escenas como el lobbista y embajador de EE.UU., Spruille Braden.
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avellanal
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8
18 de diciembre de 2011
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desconozco en qué año fue que Jean-Pierre Melville afirmó que la obra póstuma de Jacques Becker era el más bello film francés que él haya visto. La cuestión de la fecha, en verdad, no es un detalle menor, dado que, a partir de 1960, la nouvelle vague nos regaló una inestimable cantidad de joyas cinematográficas que hasta el día de hoy permanecen grabadas en nuestra memoria. Sea como fuere, fruto del apasionamiento temporario, o consecuencia de la reflexión en perspectiva, la afirmación de Melville lejos parece estar de ser rotulada como un capricho infundado.

Sin dudas, hemos pasado tardes enteras atornillados a nuestros sillones viendo westerns, ya que en ellos captamos –aunque sea tan sólo por un fugaz silbar de balas o por la polvareda que deja en el desierto el galope de un indómito corcel y su jinete–, la emoción de la épica. Conjeturo que Borges no se disgustaría si dijéramos que en las películas de fugas carcelarias, a estas alturas todo un subgénero dentro del cine de aventuras, regularmente también asoma un resquicio de esa épica. Para muestra basta botón, y ciertamente en "Le trou" el espectador percibe el plan de fuga y su puesta en marcha como una suma de acciones que rozan lo heroico, pese a que existen miles de actos más memorables que escaparse de una prisión. Y es preciso acotar que, salvo al final del film, el director jamás juzga el comportamiento pasado ni presente de los cinco presidiarios. Queremos que logren evadirse aunque desconozcamos la justicia o injusticia de sus condenas.

Pero olvidémonos por un rato de este complemento nada secundario, y pasemos a lo que verdaderamente hace de "Le trou" una película extraordinaria: a través de una modesta pero esmerada puesta en escena, Becker nos mete de lleno y sin contemplaciones en la cárcel (prácticamente durante la totalidad del metraje), casi hasta el límite de convertir al espectador en un recluso más. Acompañamos a Roland y a Manu en sus recorridos por los oscuros subsuelos de la penitenciaría, repleto de túneles, barrotes, recovecos y cloacas, luego del titánico esfuerzo para efectuar el orificio desde la celda, y en nuestro ser parecen palpitar las mismas ansias de libertad que contemplamos en sus curtidos rostros sorteando escombros. El mérito de Becker y sus asépticos pero esmeradísimos planos detalle, radica en la natural absorción del minúsculo espacio escénico y el resaltamiento de un matiz físico que invade por poco toda la cinta (sudor, sudor y más sudor): de una limitación sobreviene un atributo positivo, o, en otras palabras, el director demuestra su capacidad para sacar réditos de lo que a priori podría ser considerado un obstáculo.
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avellanal
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