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España España · Madrid
Críticas de J C
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Críticas 76
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
14 de enero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay cineastas capaces de dotar a sus criaturas de un clima y de una atmósfera tales que consiguen generar en el espectador incomodidad y mal rollo sin necesidad de grandes aspavientos o de piruetas demasiado complicadas. Son películas que parecen tener una segunda piel bajo su epidermis más evidente, un trasfondo casi etéreo que, a pesar de su inasibilidad, siempre parece a punto de apoderarse de la función con riesgo de hacerla explotar. Anatomía de una caída, flamante Palma de Oro del último Festival de Cannes, es un buen ejemplo de lo que acabo de anotar.

En la primera escena de Anatomía de una caída, una periodista intenta entrevistar a una escritora en el domicilio de la segunda. A medida que la primera formula sus preguntas, ambas se relajan y la escritora empieza a entrevistar a la periodista, cambiándose los papeles. Pero entonces comienza a sonar una irritante música que proviene de la planta superior de la casa, y cuando la periodista pregunta a la escritora, esta le dice que se trata de su marido, que está trabajando y que pone la música tan alta sólo para incomodarla.

La música suena cada vez más alta, de manera que ambas tienen que poner fin a la entrevista ante la imposibilidad de entenderse. Mientras tanto, un chaval abandona la vivienda en compañía de su perro. Es el hijo de la escritora, un chico con una discapacidad visual, y el can es su perro-guía.

Esta primera secuencia deja constancia de algo insano, turbio, una sensación de incomodidad que va a perdurar durante todo el metraje. Poco después de lo descrito más arriba, el marido de la escritora aparecerá muerto en la calle tras haber caído por el balcón. La esposa es imputada posteriormente, acusada de haberle empujado.

Lo que sigue es el juicio a esta mujer, en lo que aparentemente funciona como un thriller, donde ella tendrá que demostrar que no es la responsable de la muerte de su marido con la ayuda de un abogado amigo suyo. Todo más o menos normal, pues, en una película de esta naturaleza. Pero bajo esa capa, esa envoltura de algo que ya hemos visto en numerosas ocasiones en el cine, late constantemente una atmósfera densa, malsana, que poco a poco va tomando posesión de la obra.

Y es ahí precisamente donde acierta la directora del film, en el subtexto, en lo que se esconde bajo la apariencia, logrando producir incomodidad, ese mal rollo al que antes me refería, que se prolonga durante toda la película. Triet se revela aquí como una cineasta avezada, dispuesta a llevar al espectador a terrenos movedizos donde quizá nada es lo que parece, pero incluso hay más de lo que pudiera parecer a simple vista.
J C
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3
28 de marzo de 2019
5 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando un cineasta debutante te sorprende gratamente con su primera película, aguardas con expectación su segundo trabajo y confías en que el prodigio se repita, que revalide lo conseguido e incluso avance un paso más en la senda de calidad iniciada con su brillante ópera prima. Jordan Peele logró cautivarnos hace un par de años con su primera película, la inquietante Déjame salir, una obra que tenía clima, que te producía incomodidad y que, en suma, parecía revelar a un autor con personalidad que podía dar mucho de sí en el futuro.

Nosotros arranca con un prólogo en el que un matrimonio y su hija pequeña están pasando el día en una feria. En un momento en el que la madre se ausenta para ir al baño y le pide a su marido que vigile a la cría, éste se despista y la pequeña desaparece. Tras los títulos de crédito, avanzamos en el tiempo y nos encontramos con otra familia, ésta con dos hijos preadolescentes, y pronto descubrimos que la madre es la cría del principio, que por haber regresado con su familia actual al lugar de su infancia parece revivir a cada momento lo ocurrido aquel día en la feria. Y poco después va a suceder algo que lo trastoca todo.

Y es precisamente ahí, en el momento en que ocurre eso que lo pone todo patas arriba, cuando intuyes con desánimo que la película ha embarrancado, cuando estás cada vez más convencido de que en lo que resta de metraje no va a haber nada extraordinario, ni siquiera interesante, que la salve del precipicio. Cuando constatas con tristeza, digámoslo sin rodeos, que has invertido tiempo y dinero en un auténtico fiasco.

Porque lo que viene a continuación es un alarde de gratuita pirotecnia, una sucesión de escenas presuntamente aterradoras e inquietantes sustentadas por una historia con pretensiones de dar mucho miedo que se queda en una vacuidad apenas inteligible, tamizado todo ello por una permanente inclinación al gore que acaba resultando insoportable.

A pesar de la molesta certidumbre de que Peele no va a poder remontar este desaguisado, quizá porque seguramente no quiere hacerlo, porque en realidad es esto lo que pretendía perpetrar, durante el resto de la película le queda a uno la esperanza de que un giro de guion, una pirueta bien ejecutada, le pueda dar la vuelta a la cosa y arrojar algo de luz sobre tanta tiniebla. Pero nada de eso. Ni siquiera los tenues chispazos de retorcido humor a cuenta de las nuevas tecnologías, ni siquiera ese final con ínfulas que evidentemente no voy a destripar aquí aunque realmente daría lo mismo, consiguen levantar este tremendo disparate.

No puede uno sino lamentar que un cineasta tan prometedor haya dilapidado su presunto talento en esta inmensa bobada, habiendo contado seguramente con medios suficientes para poder haber hecho una obra de mayor calado. Otra vez será, aunque yo ahora tenga mis dudas.
J C
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7
14 de marzo de 2019
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
No veíamos a Clint Eastwood dirigirse a sí mismo desde la magnífica Gran Torino, aquella película de 2008 en la que el actor y director norteamericano parecía homenajear, y al mismo tiempo dar carpetazo, al retrógrado personaje que había venido interpretando casi desde los tiempos de Harry el Sucio. Aunque en aquel film de hace una década Eastwood ennoblecía a su héroe particular con una suerte de halo jjusticiero que parecía redimirlo en parte de antiguos excesos.

No es casual, por tanto, que el autor del guion de Mula, la nueva entrega de Eastwood, sea Nick Schenk, el mismo que escribiera Gran Torino, y presume uno que, a pesar de las reticencias del bueno de Clint a volver a ponerse delante de una cámara, ha debido entender que este personaje estaba hecho tan a su medida que resistirse hubiera sido casi un deshonor. O algo así.

Mula cuenta la historia de un octogenario vendedor de flores en horas bajas, divorciado, que, para hacer frente a su penosa situación económica y poder pagar la boda de su nieta, decide trabajar para un cártel transportando droga de un punto a otro del país. Lo que empieza siendo un trabajo puntual se acaba convirtiendo en una actividad continua que le sirve para reconciliarse con su familia, aunque también para poner en jaque a la DEA, que intenta acabar con el narcotráfico.

Eastwood vuelve a encarnar aquí al personaje al que tantas veces le hemos visto dar vida, aunque en este caso sean el arrepentimiento y la redención ante los suyos lo que guíe fundamentalmente sus pasos. Y tiene esta película un poso de tristeza, una especie de melancolía que planea sigilosamente sobre cada uno de sus planos. Mula habla de las oportunidades perdidas, de los errores que acaban pasando factura, y lo hace con la destreza que ha caracterizado la trayectoria como cineasta de un clásico vivo llamado Clint Eastwood.

El autor de Sin perdón se recupera así de algún que otro patinazo dado en los últimos tiempos, y aunque no ha filmado una de esas grandes obras que han cimentado su merecido prestigio, logra una muy digna película que habla de cosas tan importantes como el arrepentimiento y la redención. Y lo hace a través de una historia, cuando menos, curiosa y original.
J C
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7
15 de febrero de 2019
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Existe un cine presuntamente comercial, destinado a satisfacer a un público mayoritario, que huye de la trascendencia y la densidad narrativa para ir directamente y sin ambages al meollo del asunto, al puro grano. Un cine profundamente calculador y calculado que mide con sabiduría sus posibilidades, buscando la complicidad del espectador para hacerle sonreír cuando es menester y tocar su fibra emocional cuando lo requiere la ocasión. Algunas veces tales manejos dan como resultado películas escandalosamente manipuladoras y vacuas, pero otras consiguen obras nada desdeñables pese a su evidente previsibilidad y escasa chicha.

Green Book, que toma su título de la guía que en la década de los sesenta señalaba a las personas de color aquellos lugares en los que les estaba permitido pernoctar, comer y, en suma, disfrutar de su ocio, pertenece sin duda a este tipo de películas a las que me vengo refiriendo. Un bizarro italoamericano que trabaja como portero en un club neoyorquino y que se queda temporalmente sin empleo debido a unas obras en el local, es contratado como chófer por un reconocido pianista negro que se dispone a realizar una gira por el sur de los Estados Unidos.

Estamos ante dos personas muy diferentes, que proceden de mundos completamente distintos, pero que se verán obligadas a convivir durante semanas y a hacerlo, además, en un entorno nada grato, donde el racismo campa a sus anchas y no es fácil lidiar con él. Peter Farrelly, autor junto a su hermano Bobby de algunas de las comedias más tontorronas de los últimos tiempos, narra esta historia con ritmo y buen pulso, alternando de manera acertada los momentos de comicidad y los de dramatismo.

El resultado es, pues, una película amable, con un buen duelo interpretativo entre sus dos actores protagonistas, que hace de su ligereza virtud y juega bien sus cartas: no incomodará a un público poco dado a los experimentos, pero tampoco molestará a aquellos que buscan algo más que lo obvio cuando acuden al cine. Green Book no pretende manipularte, sino más bien entretenerte y hacerte salir de la proyección con buen sabor de boca. Y eso, sin excesos ni artificios, lo cual se agradece, parece que lo consigue.
J C
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5
17 de enero de 2019
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
A veces resulta preferible enjuiciar algunas películas tomando hacia ellas cierta distancia; separando, por decirlo así, el fondo de la forma. Y uno es consciente de lo arduo de la tarea, de lo complejo que supone admitir que una obra es formalmente buena, pero tramposa en su mensaje, en el poso que pretende dejar una vez concluida. Tal vez, si empleáramos tales mimbres para juzgar obras clásicas de la historia del cine, algunas de ellas no pasarían el corte debido a sus taras narrativas o simplemente a su inconfundible tufo adoctrinador.

El húngaro Ladislao Vajda debió encontrar en el imaginario español un buen caldo de cultivo para contar historias, y en su industria cinematográfica adecuado acomodo para hacerlo a sus anchas. Más o menos. Lo cierto es que descubrió en el mundo infantil y en el actor Pablito Calvo un quizá inesperado filón del que supo extraer tres películas de éxito que perviven en la memoria colectiva. Pero también fue el delicado universo de la infancia quien le dio jugoso material para su única obra maestra, El cebo, esa terrorífica y oscura película que, aunque no lo parezca, también le pertenece.

Vajda y el escritor José María Sánchez Silva ya habían colaborado en la exitosa Marcelino, pan y vino, y tal vez quisieron repetir la fórmula. Inspirándose esta vez en una obra firmada a pachas por el mencionado Sánchez Silva y Luis de Diego, María, matrícula de Bilbao sigue los pasos de Luiso, un niño cuyos abuelo y padre pretenden que no abandone la tradición marinera familiar y aprenda el oficio de patrón de barco.

Todo esto a pesar de las reticencias de su madre y su tía, que han imaginado para el crío un futuro muy distinto, más halagüeño, y las dudas del propio chaval. Así que, para despertar su dormida vocación naval, el padre se lo lleva con él en sus viajes, lo que suscita una serie de acontecimientos que también sacarán a la luz una antigua tragedia familiar.

Vajda narra todo esto con vocación clásica, manejando diestramente las claves del cine de aventuras y apelando a la emoción del espectador con pequeños apuntes sentimentales. La fluidez de la historia y el innegable talento del húngaro para contarla hacen que la película se vea bien, que discurra plácidamente por la retina y los oídos del espectador. El problema es, quizá, su excesivo olor a naftalina, fruto seguramente de la época en que se rodó, y su complaciente desenlace, en el que aflora un mensaje moralizante difícil de asimilar. Como suele decirse, para ver y olvidar.
J C
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