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Argentina Argentina · Rosario
Críticas de Elbio
Críticas 4
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
11 de agosto de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los personajes de Bergman son bicéfalos. En la mayoría de sus encuadres aparecen dos actores, juntos, en primer plano. Como por lo general están vestidos de negro, se confunden y dan la impresión de un cuerpo con dos cabezas. Apelando a los recursos expresivos propios del lenguaje cinematográfico, de dos personas, Bergman hace una. No para indicar contrastes entre personalidades sino para decir que todos tenemos dos pensamientos que nos tiranizan, que nos hacen mirar en distintas direcciones con tal de no mirarnos en el otro (porque, tal vez, eso sea abismarnos en nosotros mismos). Dentro y fuera nuestro existe una convivencia donde el encuentro está siempre en discusión. Algo de esto dice el protagonista de “Esta tierra es mía” (Jean Renoir): “en todos nosotros hay dos personas”. Dos puntos de vista que proyectan horizontes diferentes y válidos. Dos pensamientos. Uno se pregunta dónde está Dios. El otro dice que Dios no está, que tal vez nunca estuvo. Bergman también era bicéfalo. Dirigía cine como si fuera teatro. Los actores debían hacer el movimiento preciso, decir la palabra en el tono justo, hacer el gesto al ritmo exacto. Para que su pesimismo sea bello, el peso de sus angustias descansaba en otros. El documental “Bergman gör en film” cuenta esto y se mete en el rodaje de esta obra. El cine bicéfalo de Bergman rondaba siempre dos temas, ambos reunidos en esta obra (también titulada "Los comulgantes"): la angustia existencial y la intimidad compartida. La pérdida de fe (algo que a muchos les pasa aunque a pocos les preocupe) encuentra un espejo desgarrador en la convivencia de una pareja. Juana de Arco estaba colmada de fe. Veía y escuchaba a Dios. Bergman estaba preocupado por el silencio de Dios y sencillamente decía: “Dios calla porque no existe”. Su director de fotografía, Sven Nikvist fue el mejor intérprete de sus angustias. Para palpar la oscuridad de un alma hay que saber tocar su luz. Nikvist sabía. Si un padre siente que no es buen padre, sus ojos se oscurecen al tiempo que su cuerpo enrojece. Si una pareja se siente cansada, sus canas enverdecen. Si una bestia acecha, las sombras azulan. Lo extraordinario es que todo sucede en blanco y negro. Aquí decidió filmar sin sol. No hay una sola imagen tomada a la luz del sol. Se rodó sólo en tiempo nublado o con niebla. La convención gráfica propone asimilar la vida con luz y la muerte con sombra. Rostros en los que no brilla el sol, representan vidas en suspenso. Tal vez puedan apagarse o iluminarse desde su interior. De ellas depende si vuelve o no a salir el sol. Aquí, el protagonista es un sacerdote que, debiendo ayudar, arruina las vidas de quienes buscan refugio en él. Como todos, está condenado a mentir. Por mal que se sienta, debe estar de humor para animar a su rebaño. Está obligado a decir misa aunque no tenga nada para dar. Algo de eso desarrolla Bergman (que de niño sintió la vocación sacerdotal) en su libro “Linterna mágica”. El protagonista, aturdido por el desencanto, sólo puede decir cosas absurdas. Tragedia. Lo que se espera de él falta a la cita con cualquier vida donde el protagonista sea otro. Ni la mujer que lo ama le puede enseñar a amar. Apenas le brinda torpes intentos de superar la falta de amor. Ella nunca creyó en la fe de él. Quien puede amar, puede no creer en Dios. Quien no ama, no puede. Pocas veces se ha llevado a la gran pantalla la crisis de fe con este ardor, con esta desnudez formal, con esta estética de grises sin soles. En “Sin Sol”, Chris Marker, hablaba de una lista de cosas que pasan por el corazón, lugar donde habitan los monstruos. Nada nos asegura que Dios exista. Nadie, con su fe, puede hacer que exista. Nadie logra, con su falta de fe, que Dios cese. Existir no es ser. Entender no es comprender. Libres de dudas, podemos dar cualquier respuesta a la pregunta por el sentido de la vida. Los Monthy Pyton, en “El sentido de la vida” dicen que sólo se trata de pasarla bien. Si Dios no existe, no tenemos fundamentos para seguir viviendo. Es decir: entonces, cualquier rumbo es bueno. “Si en verdad Dios no existe… ¿Qué más da? Es un alivio. La vida cobra sentido. La muerte se vuelve una extinción, una desintegración. La crueldad de los hombres, su soledad, su miedo, resultan obvios, transparentes. El sufrimiento no necesita explicación. Sin creador no hay finalidad.” Luego de esta revelación en la vida del protagonista, aparece Dios hecho luz. Es la estremecedora toma en solitario del minuto 41. Plano medio pecho. Primer plano. Luz que aumenta en el fondo. Primerísimo primer plano. “Señor, ¿por qué me has abandonado?”. Alejamiento a primer plano. Giro. Perfil. Ventana. Giro. Espalda. “Ahora soy libre. Por fin”.
Elbio
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9
11 de agosto de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque las palabras son innecesarias, lo explicaré. El rito del harakiri no se hace sin un asistente al que le llaman “el segundo”. Luego del desgarro de vísceras que la propia víctima se realiza, otro samurái, de pie, debe decapitarlo. Un harakiri en solitario no puede asegurar un viaje fácil hacia el otro mundo. El segundo debe ser un maestro espadachín experimentado. Pero estamos en mayo de 1630 y el rito ha cambiado. Últimamente, este ritual sagrado ha caído en un formalismo ocioso. Tan pronto la víctima contacta su espada, se le decapita. No se efectúa ningún desgarro. En algunos casos usan un abanico o una espada de bambú, en vez de metal. Eso es una burda simulación. Si vamos a ser consecuentes con nuestra tradición, el samurái debe abrirse el vientre transversalmente. Nada de lastimarse un poco y esperar que su segundo lo decapite. La espada del samurái es su alma. La del dueño debe ser la encargada de desgarrar sus tripas. Si no, es un papelón. Lo van a matar igual pero sin honor. Es lo que en enero último le pasó a Motome Chijiiwa, que vino a pedir el harakiri y a último momento se arrepintió. Se mordió la lengua para que aparezca sangre y esperaba que el segundo lo decapite. Motome era samurái de la casa Geishu que, en junio de 1619 fue abolida por el Shogunato Tokugawa y 12.000 inocentes servidores fueron de repente privados de su medio de sustento. La suerte de todo samurái está unida a su jefe. Si éste muere, el samurái debe practicarse el harakiri para seguir al jefe en su último viaje. Sino, pasará de honorable samurái a "ronin" pordiosero. Luego de deambular pobremente, Motome decidió acabar con su vida. Eso es lo que sabemos por el informe que nos da un sirviente de la casa que será escenario del harakiri que vinimos a ver. Pero como estamos en la obra de un maestro del cine japonés, sabemos que el relato tiene sus capas, entrelazadas de modo tal que lo que sabemos por boca de uno puede cambiar según boca de otro. Lo disfrutable del relato en capas, del relato coral o perspectiva múltiple, es que, al tiempo que debemos ir separando los flashbacks de acuerdo a quien cuenta cada punto de vista de la historia, sabemos que lo parcial, en su carácter de versión que corre por cuenta de quien la cuenta, nos permite crear nuestro propio relato y jugar con el equívoco operante, con la sospecha, con la magia absorbente de un relato que suponemos tiene trasfondo. La historia lineal, que sigue un desarrollo cronológico de la narración, a veces se ve obligada a dar explicaciones al final o reservarse algún dato que, cuando aparece tiende a decepcionar si no está totalmente justificada su omisión anterior. “Rashomon” (Kurosawa) o “Rosaura a las diez” (Soficci) tienen este tipo de relato coral; allí distintos personajes dan su versión de los hechos. Aquí el tejido de versiones tiene el plus de la intención con la que las distintas versiones se van haciendo cargo del relato. Nuestro protagonista tiene un secreto y, de acuerdo a cómo lo va dejando ver, se suceden otras versiones que pueden desembocar en su éxito o derrumbar su objetivo. La verdad existe, pero se descubre cuando ya no tiene remedio. Quien dice que dice la verdad, miente. Quien cree que alguien dice la verdad, fracasa. La diferencia entre estar informado o creer en la primera información que se recibe, es un estado temporal. La mentira es pasado, la verdad es futuro, el cine, presente. Lo que agrega esta obra al género de samuráis es un perfil de ingenio e inteligencia guerrera con una precisión certera. No se trata de piruetas marciales, ni de honor a tontas y a locas, ni tampoco de una burla a las tradiciones, ni de solemnes ceremonias de pretenciosa profundidad. Nuestro protagonista se llama Hanshiro Tsugumo, también "ronin" de la caída casa Geishu, que llega unos meses después de Motome y desea también morir por harakiri. Y pregunta: ¿Quién será mi segundo? Ichiro Shinmen, le responden. ¿Shinmen? Preferiría los servicios del honorable Hikokuro Omodake. Su fama como espadachín de la escuela Shindo-Munen le precede. Es cierto. ¡Hikokuro! (No responde). Omodake está ausente hoy, pidió ausentarse unos días. Oh, qué decepción. Entonces ruego los servicios de Hayato Yazaki. tampoco está disponible. Qué mala suerte. Entonces solicitaré a Umenosuke Kawabe. ¿También indispuesto? ¿Cómo es eso posible? Una extraña coincidencia. Vayan a buscarlos. Mientras esperamos, ¿le puedo contar la historia de mi vida? La vida de un samurái es como una casa construida sobre cimientos de arena. Un viento débil significa el fin. En este punto, debo guardar bajo estricto secreto lo que pasa en la segunda mitad de la película. Mi honor está en juego. Sólo puedo agregar que, aunque los días del verano son largos, el tiempo apremia.-
Elbio
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9
22 de junio de 2017
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La mujer no existe. Lo dijo Lacan y lo confirmó Hitchcock. Sólo existe el deseo cultural que la quiere perfecta desde la perspectiva de los roles mitológicos asignados a ella: virgen, prostituta, madre, todos juntos y al mismo tiempo. Los roles que sí se pueden dar al mismo tiempo son los que se le cuestionan a la mujer o al hombre: esposa (o esposo) y amante. Pero esas son cosas de la moral, no del arte. Alfred Hitchcock se sintió impotente frente a la mujer y lo erigió en motivo subyacente a toda su obra. Lo que está debajo, lo que habita el fondo de la mirada, es un abismo que Alfred entendió propicio como técnica para llamar la atención sobre un misterio, entidad nuclear de toda ficción. En el cine se puede ver pero no se puede tocar. El cine abre la puerta a su defunción, lo concreto y material puesto en ficción audiovisual, debe quedar intangible para ser inmortal, pero es la advertencia a la realidad virtual que sobrevino a fin del siglo veinte y, como todo lo creado por el ser humano, pasará al olvido más pronto de lo que amenaza existir. En el cine y en la realidad virtual se puede preguntar. Habrá que esperar una respuesta que no hace otra cosa que abrir nuevas preguntas. Dentro del vínculo espectador-espectáculo, el cine alcanza a compartir el momento en que las fantasías se confunden con la realidad. Por allí puede comenzar el descenso a los infiernos de la culpa. Durante el siglo del cine, hemos aprendido a vivir lo ficticio como real, a creer en ovnis, en conspiraciones, en fantasmas; hemos andado entre muertos, hemos comenzado el primer ciclo del abismo de la conciencia. “Vértigo” comienza en una terraza, desde donde solo es posible descender. Un delincuente huye, el motivo de agitación desaparece, la desazón triunfa. Un policía muere, la ley cesa, la voluntad creativa verá qué puede conejo podrá sacar de la galera. En la terraza final de “Blade Runner” (Ridley Scott), el policía es salvado por el replicante que lo deja vivir mientras él se deja morir. No hay dudas, el nuevo mundo tendrá un embarazo en paz. Si el replicante hubiese especulado, la autoridad podría haber caído al abismo. Especular mata. No es aconsejable imaginar futuros en la azotea, como escenifica “Pushover” (Richard Quine). El voyeur es solitario porque no sabe si lo aman o lo detestan, entonces el mundo lo dejará solo hasta que él despeje sus dudas. Disfruta de no animarse a distinguir entre ficción y realidad. Tiene acrofobia, se le hace cuesta arriba ser hombre porque no acepta a la mujer real que tiene, allí, a un beso de distancia. Él cambia de conversación y recuerda a un compañero de colegio. Interpone a un hombre en sus recuerdos amorosos. Este hombre, figura paterna, le pide que siga a su mujer, sin precisar la mujer de quién. Mujer de todos. Le cuenta cómo es ella. Él recibe una idea de mujer según una versión masculina. Será la lección gratuita más cara de la historia. Scottie persigue esa imagen de mujer. En la escena de Ernie´s, atrayente e hipnótica como Roll Royce de juguete, la cámara sale del primer plano de ella. Una subjetiva de Hitchcock que luego nos incluye para unirnos a Scottie en esta experiencia íntimamente agotadora. Me dan ganas de afirmar que todo lo que veremos de aquí en más, es una fantasía a la que Scottie le asigna carácter real.-
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Elbio
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Sin sol (Sans soleil)
Documental
Francia1983
7,8
2.858
Documental, Intervenciones de: Florence Delay, Arielle Dombasle
8
21 de junio de 2017
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
He visto cosas que ustedes no creerán. Naves en llamas, más allá de Orión. Rayos C brillando a las puertas de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. La verdad de cada momento, en su eterna vocación de fuga, hace borrosa a la memoria. Todavía recuerdo al replicante en su hora final sobre los bordes de una terraza nocturna. Al recordarlo, me esfuerzo en rescatar ese momento y ver si queda algo de los momentos que él vio. Haber estado allí es haber vivido. Lucha contra el tiempo, que no existe. Hemos vivido porque hemos estado allí, no por haber estado entonces. El espacio es, el tiempo deja de ser, bien lo sabemos los viajeros. Haber visto más de una vez es ver. La memoria es un adorno fúnebre hecho del cúmulo de miradas que desean llegar a certezas. El agua que cae es invierno de alma, punto final previo a renacer. La terraza, escenario intelectual desde donde se observan aquellas verdades que distan de serlo, es bendecida por la lluvia que limpia el pasado de quien aspira a una nueva realidad. El cine ve venir su propia muerte. La criatura no tiene derecho a ser libre. Las lágrimas sirven para lavar la conciencia. Como todo Frankenstein, el replicante es una de las formas artificiales que toma nuestro miedo a la ciencia desquiciada. Otras son fantasmas, zombis y monstruos. En eso se convertirá el replicante cuando ascienda a la vida más allá de la muerte. Pero no cree en eso. Cree en el pasado, lugar adonde el arte nunca vuelve. Nosotros intentamos volver sin poder llegar. Para no llorar en la despedida (lo que sería ingrato) se compadece de nosotros, eternos viajeros hacia el pasado a través del cine. Estamos obligados a inventar recuerdos que el cine se encarga de desmentir, por su constante tarea de amurallar memoria a partir de transformar forma en contenido. Chris Marker lo sabía (sino “La jetee” no sería tan extraordinaria película de viajes en el tiempo, hecha en fotos, con pocos actores y un par de lugares en escasa escenografía). Aquellos momentos del ‘62 vuelven como fantasmas porque la era de la reproductibilidad técnica ya permitía, por entonces, viajar océanos de tiempo en escasos 26 minutos. Al darle importancia al detalle sin perder conciencia del universo ilimitado, el cine sabe mostrar cada árbol de manera que no se nos tape el bosque. No hay bosque sin árboles ni camino transitable si algo se detiene. Al darle importancia a ese espacio vacío en donde todo lo sólido se desvanece, Marker mira donde no hay, da a entender al inconsciente y enseña cómo se da forma a un discurso audiovisual. Marker habla de mirar y pensar, de pensar y decir lo que es mirado. Ve, recuerda, nombra lo recordado y crea lo que recreamos. Establece las reglas de la conversación reclamando confianza en que los recuerdos son nada más que motivos de conversación antes que propuestas de acuerdo. En una conversación, Marker le explicaría al replicante que el proceso de convertir contenidos en formas (que, a su vez, generen contenidos) permite distinguir lluvia de lágrimas. Adaptación. La lluvia nos antecede y siembra futuro, nuestras lágrimas sepultan pasados. Aunque las formas visuales sean similares, los sabores de la memoria y del olvido, son distintos: una multiplica, el otro disuelve. Del agua venimos, hacia la tierra vamos. Lo final es vital. Sin logística silenciosa de semillas no hay voces nuevas. Marker opina sobre lo que ha visto y lo comparte, no se explica, se multiplica, pasa de uno a muchos. Y, para más garantías del recordar, dando otra clase sobre montaje productor de mundos nuevos a partir de uno viejo, elige el modo epistolar reflexionando sobre aquello que, caótico cerca, ahora lejos se ordena. Como el momento y su recuerdo. A su manera, reafirma que uno de los sentidos del cine es contar lo que nos pasa, reflejando lo que les pasa a otros nosotros. Me hubiese gustado no caer en la tentación de terminar diciendo que otro sentido del cine es el de evitar que muchos momentos se pierdan como lágrimas en la lluvia.
Elbio
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