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Estados Unidos Estados Unidos · Nueva York
Críticas de Salvapantallas
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Críticas 82
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
3
22 de diciembre de 2021
70 de 105 usuarios han encontrado esta crítica útil
La obra West Side Story es una historia de romance imposible a lo Romeo y Julieta. Él se encuentra con ella, se conquistan y llegan a amarse aunque pertenezcan a mundos opuestos y enfrentados. Se basa en la idea del amor sublime cuando excede a las banalidades de la sociedad. Una historia así solo funciona si se transmite de manera creíble y con firme convicción.

Con esa hipotesis en mano, nada menos que Steven Spielberg levanta el telón de un clásico de Broadway y de Hollywood. Estamos en el Nueva York de mitad de siglo, sesenta años atrás. Lincoln Center aún no ha sido construido, viejos townhouses van a ser demolidos para dar terreno a futuros rascacielos y los autos aún no han copado todo con su mundanal ruido.

Al ritmo conocido del chasquido de dedos, Spielberg nos presenta al primero de los dos mundos en conflicto, el de los hijos de migrantes europeos. Entre ellos está Riff, un joven mujeriego, vehemente y con ganas de defender su territorio en las calles. En el otro lado están los hijos de migrantes latinos. El líder es Bernardo, apasionado luchador, con ganas de hacerse respetar a puñetazos.

Riff y Bernardo pelean durante toda la película por ver quien es el dueño del territorio habitado por ambos. Pelean por América. Y el protagonismo de ellos me hizo pensar por momentos que al guionista Tony Kushner se la había ocurrido hacer un West Side Story gay. Menudo giro plausible hubiera sido. Pero no. Tarde y desapercibido, hacen su aparición en escena María y Tony.

A María su hermano Bernardo la quiere emparejar con su amigo Chino, por eso van a un baile. Y a Tony su hermano Riff lo quiere de vuelta en la batalla contra esos latinos mugrosos, por eso irán a arruinar el mismo baile. Pero María y Tony, quienes nunca antes se habían cruzado, apenas y se miran mientras todos bailan, y en dos minutos se aman y se besan. Es el amor fugaz inmediato sin necesidad de conquista, sin ningún esfuerzo. Es como una cita por Tinder o Bumble. Ni se han podido conocer bien entre ellos ni menos los conoce el público, pero ya se aman.

El West Side Story de Spielberg da por sentado el amor, único ingrediente vital para el éxito de su trama. Toda esa idea de Romeo y Julieta se cae pedazos cuando la bandera principal de la película no se trata de desarrollar el vínculo creíble e intenso entre María y Tony. No me creo sus motivaciones para estar juntos, la defensa de su supuesto amor, ni siquiera sus ganas de escapar para poder ser una pareja.

Ella no es la mujer soñadora y aspiracional en búsqueda de un gran amor, sino parece una chica confundida y frustrada a la espera de una mejor vida para sí misma. Él no es menos egoista. Anhela para sí mismo para la salvación de su pasado y superar sus demonios personales. No es el chico inocente e idealista cuya habilidad para derretir corazones es suficiente pretexto para enamorarse de él. En el frenético juego de cámaras de Spielberg, no hay tiempo para entender su amor de una manera sublime, idealista y existencial.

Lo empeora todo el error de casting de Rachel Zegler y Ansel Elgort. Hay una innecesaria diferencia de tamaños entre ambos. Ni siquiera se tocan hasta el final de la película y comparten poca pantalla. Ella tiene una mirada muy dura, parece preocupada siempre por algo, como si avisara todos los problemas. Nunca está feliz. Cómo se enamora uno sin alegría, siempre consternado por el siguiente paso desde el primer encuentro. Él tiene una mirada suspicaz y misteriosa, como un galán de película de mafiosos. Y entre los dos, no se construye química alguna.

Descartada la construcción del amor, el guión se centra en los conflictos sociales. Intenta abanderar todas las causas del presente, aún cuando no se relaciona en nada a la trama. También hay un exceso de interés y pantalla en los personajes secundarios. El protagonismo de Bernardo, Riff, Anita, Valentina, Chino e incluso los policías es exagerado. Con ello, la atención del público se dispersa demasiado.

Es admirable el tiempo y dedicación puesto a producir esta película. La factura técnica y la calidad de la producción son impecables. Cada detalle ha sido estudiado al milímetro. Y es precisamente ahí donde se identifica la falta de habilidad del director para rodar un musical. Las coreografías son excesivas y exageradas. Son cuerpos arrojados sin delicadeza a bailar en escenografías y planos hermosos, e impide a los personajes presentarse con naturalidad.

Aplaudo la elección de los diálogos en español, aunque solo sirva para resaltar más el lío social. Pero han hecho algo con el montaje de sonido para exagerar las voces y no parecen salir de la boca de los actores. Sumado a la grandilocuencia de los diálogos, pegoteados sin cuidado de la obra original a pesar de estar a sesenta años de su debut en cines, es como asistir a una función atrapada en el tiempo.

Las películas de Spielberg siempre presentaron hombres ordinarios capaces de superar grandes retos. Y qué si esta versión del famoso musical hubiera dado más énfasis a Tony, su lucha interna por reformarse y la gesta imposible por conquistar el amor de María. Y que a ella también le cueste enamorarlo. Pero después de cuarenta años de carrera, donde el amor es totalmente ajeno al cine de este director, era de esperarse.

Spielberg ha estrellado un clásico al extirparle su esencia y alma. Con su ambición técnica le ha dado rigidez a su propuesta. Y decepciona al ser el cineasta más innovador del siglo pasado. No sorprende tampoco el fracaso en taquilla. Esta película errática no puede competir jamás con el rezago de la pandemia, Spider-Man y Matrix. Pero tal vez sí, cómo no, ganar unos cuántos Oscar técnicos. Será la película enana de las salas vacías.
Salvapantallas
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2
26 de julio de 2021
29 de 60 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un video en clave selfie de M. Night Shyamalan aparece antes de empezar la película. El director da las gracias al público por asistir a una sala de cine luego de un extendido parón por la pandemia. Y luego recuerda a El sexto sentido, el clásico de 1999, su primera película estrenada mundialmente en pantallas grandes y teatros a oscuras. Qué joya.

Han pasado dos décadas desde ese histórico estreno. Aquel era un thriller elegante, sorpresivo y sutil, una película que bordea la maestría narrativa. Se dijo de aquella película que tenía una fuerza inusitada, una atmósfera hipnótico, y se le vio al director Shyamalan como una joven promesa del cine artístico de Hollywood, comparándosele con Tarantino.

Más de viente años después, ese cine ha desaparecido por completo.

Ya está, no se diga algo diferente. Shyamalan es el ejemplo exacto de una carrera en permanente declive a cada pasó que va, tras cada nuevo año de estreno. Diez películas después, trae a los cines Tiempo. La premisa no puede ser más atractiva. Un grupo de turistas norteamericanos llegan a una playa paradisiaca. De pronto y sin muchas explicaciones, empiezan a envejecer rápidamente.

Hey, cine de trailer, eh. Cine de palomitas y mucha soda. De verlo en pantalla grande y acompañado. Unas familias se van a una playa y empiezan a morir porque sus cuerpos envejecen veloz. Y si me acuerdo solamente del Shyamalan que también hizo El bosque y Señales, o si no se nada de este director y simplemente caí frente a la película, entonces la diversión está asegurada.

Y sí, lo está, al inicio de la película. Repito, Tiempo es una premisa salvaje. Y el ritmo con el que empieza es fantásico. La familia principal tiene dos niños muy carismáticos que te llegan de frente al corazón sin necesidad de mucho. Tratan de ignorar que sus papás están al borde del divorcio, pero lo saben. Y los padres, tratan de fingir que lo están, pero no hay vuelta atrás.

Shyamalan elige diálogos breves, muchos gestos y cámara cerrada en los rostros o en detalles para fomentar el suspenso. Hay encuadres donde se ven personajes partidos a la mitad. Luego introduce a una segunda familia: otro matrimonio falso. Más penoso aún, lo que hace ver a la primera familia con ojos de mayor empatía.

Pero los problemas de Tiempo empiezan cuando ya se sabe la premisa y Shyamalan elige a por el espiral de patrañas. A por la estafa, la salida rápida, la narrativa facilona. La más visible de estas patrañas es que todos los personajes empiezan a tener largas charlas pseudo filosóficas entre sí. No se siente la desesperación, la angustia. Algunos hasta se lo toman con calma. ¿Pero no que se están muriendo?

Los personajes, aunque están envejeciendo rápidamente, no crecen en interés. De hecho, a pesar del desafío al que se enfrentan, continúan con los problemas iniciales. Los líos maritales. Todos estos tíos son monotemáticos. Todos ellos no evolucionan en el tiempo. No generan matices. Y así, el espectador ya sabe todo sobre estas familias, y puede empezar a definir qué harán en cada paso. Ello elimina en el camino la posibilidad de sorprender.

Es inevitable que con esta premisa sepamos que la película tendrá muertes. Y qué película de Shyamalan no las tiene. Pero el guion de Tiempo se encarga de hacerlas, una a una, más intrascendentes. Y no solo porque los personajes no son atractivos a la audiencia, sino porque entre ellos no parecen sentirse impactados los unos con los otros. Y ahí es donde empieza la sobreactuación: no tengo un guión que me soporte pero tengo que estar asustado, entonces saco el gesto de donde sea.

Aún con todo ello, lo más desesperante de Tiempo es, aunque sea una completa contradicción, que se va haciendo cada vez menos desesperante. Con cada escena vamos entrando más en la realización de que bueno pues, este es el destino de estas personas, qué más da. No hay alternativa. Ahí se van a quedar. Y los personajes parecen estar convencidos de lo mismo. Es como un camino a la resignación, más que uno a la esperanza frustrada permenente, como debiera ser un thriller bien ejecutado.

Finalmente, ¿qué concepto persigue Shyamalan? Pues, la muerte es un adorno en Tiempo. La gente muere, ya está. La vejez es un simple pretexto del argumento, también. Las relaciones humanas parecen pegadas con saliva, la gente no sufre por el otro realmente. ¿El egoismo, entonces? ¿El aislamiento? No sé, ni me entero. Lo mismo que me pasa con el resto de sus películas. No sé de qué van, y él tampoco sabe, solo son cool. Sí, pero cool no basta.

Más que con dudas y preguntas, se termina la película con una sensación de estafa. No se tiene ninguna moraleja que entender, no hay un concepto del que se está interesado por profundizar. Ni siquiera el argumento invita a compartirlo con otros en una sobremesa. Profundizo más al respecto en la sección de spoiler. Y ya está, no importa nada más. ¡Qué fastidio!
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Salvapantallas
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5
17 de agosto de 2019
4 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Georgina es una mujer pobre de veinte años que vende papas en el mercado y vive en un asentamiento humano del cinturón urbano de Lima. Está embarazada y pasa los días en espera de su pareja, un transportista que está poco en casa.

Lo que ocurre después tiene tanta fortaleza narrativa que prefiero dejarlo en una frase corta: su bebe desaparece misteriosamente al nacer. En ayuda de un periodista, intentará de todo para encontrarla en una Lima sumergida en toques de queda y violencia social.

Melina León ha compuesto una obra en blanco y negro que es un viaje sensorial y visual a una Lima sombría y convulsionada hace más de treinta años, cuando aún empezaba a formarse esta masa social que creció hacia cualquier lado y hacia ninguno. La pantalla difuminada en los bordes da un aura espectral a lo que vemos. Según visitantes, es lo que se siente en un invierno limeño común.

Y es que el trabajo formal de la realizadora es impecable. La fotografía delicada propone nuevos puntos focales para una mirada de esta ciudad lenta. Las transiciones entre secuencias están calcadas en fino relieve. No recuerdo una película peruana con mejor musicalización y montaje de sonido. La dirección de actores potencia a las brillantes interpretaciones, muy ensayadas y logradas.

El gran problema es que León nos hace recordar durante toda la película, como ocurre por ejemplo en Roma de Cuarón, lo gran cineasta que puede ser, la maestría con la que ha compuesto su pieza. En cada plano abofetea al resto de películas de su presupuesto, contexto y temática. Sin embargo, más allá de la técnica, la historia carece de impacto luego de ser expuesto el conflicto central que la dirige.

León pierde el tiempo de forma constante en todo el metraje. Hay exagerados planos innecesarios con duraciones insoportables, que confunden y deterioran el ritmo propuesto en lugar de enriquecerlo. Los silencios están bien, pero repetir constantemente todo genera tedio. Es como cuando el cine no encuentra más ángulos interesantes y la redundancia domina todo el espectro.

A pesar de la historia tan representativa de una época terrorífica para el Perú, los personajes son monótonos y están pobremente construidos. La mujer se limita a llorar, a sufrir; mientras tanto, el periodista impávido siempre está reflexivo y va lento. El resto de personas que los rodean son pegatinas de potenciales tramas paralelas que nunca explotan. ¿Es realmente necesario en el cine de América Latina dejar tanto para la imaginación de la audiencia? Parece una moda autoimpuesta más que un criterio evaluado en la sala de redacción.

El opaco guion deja demasiado cabos sueltos entre secuencias. Tampoco tiene hitos narrativos que te mantenga enganchado a la historia. Hay demasiadas temáticas expuestas de las cuales se hacen guiños sin ninguna utilidad real a la historia central. Es como si León hubiera querido abarcar demasiado y, en el resultado final, tuvo que cortar sin razón de aquí y de allá hasta dejar este pegote de muchas buenas ideas sin sentido unitario.

Aún con estas carencias, la directora demuestra mucho estilo estético. Cobra fuerza la frase de que el cine peruano necesita de guiones maduros para empezar a generar éxitos narrativos. Y esa maduración parte por entender que el texto no es un elemento más, sino el más importante para transmitir emociones.
Salvapantallas
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3
14 de agosto de 2019
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Roberto es un adolescente peruano que llega a Montreal para vivir con su padre, un emprendedor homónimo que se ha rebautizado como Bob. El objetivo de ambos es huir de un país en caos azotado por el terrorismo y buscar el sueño americano.

Ellos también viven con la esposa de Bob, la hija de ambos, y Toño, un amigo peruano de Bob. Pero en esta ecuación el problema central es que Roberto no se encuentra a sí mismo y se niega a adaptarse. Todo se sale de control cuando conoce a la amante de su papá.

El error principal de La Bronca es que su premisa es mejor que su desarrollo. Todos los elementos formales de una buena idea están expuestos en la primera media hora, y uno siente que por fin va a presenciar una película peruana con un guion que conduzca al espectador por conflictos verosímiles, dramas creíbles de la realidad y suspenso al estilo indie americano.

En el guion de los hermanos Vega falla el retrato del contexto social. Se esfuerzan muy poco en situar a los personajes en la realidad peruana de 1991, aquel país donde ciertamente no se podía vivir. Falta aquella dimensión visible que permita entender la motivación real de por qué todos estos personajes llegan a convivir en una casa en medio de la nada.

A medida que avanza la película te das cuenta que podría haber sido ubicada en cualquier contexto. En 1991, ayer o mañana. No aprovecha la violencia ni la retrata. Y en el clímax se intentan incluir recursos a ello, pero ya es muy tarde: no los veo ni los siento, y si debo recordarlos como espectador, el guion no me entrega recursos narrativos o visuales para lograrlo.

Tampoco funcionan las relaciones entre los personajes. Sabemos quiénes son: el oportunista emprendedor peruano, machista e inescrupuloso, que solo quiere progresar; la periodista que no encuentra oportunidades en su rubro; el holgazán mantenido bueno para nada rudimentario; y el adolescente intenso, agresivo y confundido que no se encuentra a sí mismo en el mundo.

Sin embargo, el guion no ofrece interrelaciones creíbles entre ellos. Es imposible percibir por qué están ahí y qué los une. Podrían bien estar todos haciendo cualquier otra cosa mejor. Además, al no explicarse nada sobre sus pasados, es dificil establecer empatía por ellos. Al final, me importa poco si les pasa algo o nada. Solo he podido rozar la superficie de sus existencias. Se pierde la oportunidad de explotar la dinamita de relaciones como “padre-hijo”, “madrastra-hijastro”, “amigos de la infancia” o “pareja de nacionalidades distintas”.

Otro error es la paupérrima actuación de Jorge Guerra, el adolescente. Su trabajo hace realidad una frase engañosa del cine peruano en la que “la culpa la tienen los actores”. En él debería caer una cadena perpetua. Guerra no transmite la frustración del descontento, la tensión del inadaptado y la violencia del descontrolado, a pesar de que por este personaje transcurre todo el hilo narrativo y la profundidad del mensaje de La Bronca. Su rebeldía es de goma, en un rol que ya ha sido mil veces interpretado.

Si hay que rescatar algo es la excelente realización en un país ajeno. Toda la producción de la película es envidiable. Está en un punto alto la fotografía movediza que encuentra nuevos espacios para la cámara, y un montaje ágil que aporta a mantener el ritmo de un relato con excelentes diálogos. Se agradecen los gags referenciales a modismos limeños y que no se hable en exceso.

Los Vega son cineastas respetables y gozan de excelentes ideas creativas y originales. El problema es que la ejecución de sus propuestas narrativas excluye o no desarrolla conceptos como la verosimilitud de la historia, la profundidad de los personajes y la empatía con la audiencia. Y en la suma eso golpea al espectador con un cine todavía muy precario.
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Salvapantallas
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8
12 de agosto de 2019
33 de 49 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un grupo de jóvenes cuida a una rehén y a una vaca en medio de una pampa colombiana, por encima de las nubes.

El director Alejandro Landes ha logrado un relato sobre los conflictos armados en América Latina sin hablar de política, sin caer en sensacionalismos ni condescendencias, y desde la perspectiva del guerrillero. Después de veinte o treinta años de esta temática en el cine regional, Monos representa un logro mayúsculo.

La historia es simple en momentos y compleja en el trasfondo, allá donde hay que estirar para comprender. El núcleo narrativo es lo salvaje, aquel territorio humano donde reina lo impredecible. La fuerza del guion se basa en crear un universo único para que al espectador, al no estar acostumbrado al espacio, todo le parezca sorpresa, todo gane novedad, por más simpleza en las acciones.

El guion arranca con un tramo cargado de incoherencias y confusiones. De pronto, sin comprender por qué, uno se siente atrapado en la naturaleza del lugar y ha desaparecido la realidad de una butaca. Esto se logra con el vértigo narrativo de presentar siempre algo que ocurre más fuerte que lo anterior. No es tan simple como presentar situaciones estáticas que se están perjudicando, hay una búsqueda constante por la tensión, incluso cuando no hay mucho más que contar sobre el relato lineal.

Otro aporte a nivel narrativo es la dualidad de objetivos en los personajes. Entre cada secuencia, nunca están claras las motivaciones de ninguno de los jóvenes guerrilleros. Nunca se sabe si están realmente en la búsqueda de un fin más allá de ellos mismos o si solo los conduce el enloquecimiento grupal producto de la lejanía, la soledad y el sometimiento.

El riesgo en los repartos corales es que se desborden las temáticas y ningún personaje logre conectar con la audiencia. Pero Landes lo ha resuelto con méritos. Cada uno de los jóvenes, al menos unos ocho, es un personaje principal en sí mismo, con sus complejidades expuestas a partir de gestos y miradas. La economía de palabras es otro logro del guión, y demuestra que en el cine no es necesario hablar para narrar cuando hablan las imágenes. No hay miembros en este grupo más importantes que otros, lo que aporta aún más a esa sensación constante de novedad.

Los conceptos son múltiples. Desde el despertar de la sexualidad y la creación de un núcleo orgánico de familia, hasta la traición, la venganza y la redención. Pero lo que domina la narración de la película es la lucha infranqueable por el poder cuando se han pervertido los valores y todo es mundano, como ocurre en los cultos. Los dogmas hacen esto en la gente. Y cuando ello cala en los personajes y estalla el caos, te terminas dando cuenta desde tu butaca que el descontrol siempre estuvo ahí, siempre desde el instante anterior.

En Monos la mirada de la violencia es compasiva, está implícita en la genética de los personajes. No hay derramamiento y Landes no asume demasiados riesgos. La película podría haber arriesgado más en la propuesta narrativa al no rehuir de la carne y de la sangre, o involucrar más elementos externos al grupo para motivar la verosimilitud del relato.

Me pongo a pensar, en muchos tramos del guion, si todo esto es realmente posible. Y me doy cuenta que el texto no me ha alcanzado en sordidez para perderme en él, solo me está conduciendo la vorágine de su superficie. Además, algunos personajes bordean la sobre actuación porque están sujetos a indicaciones poco realistas del comportamiento humano, lejano de lo que están viviendo.

Pero hay que quedarse con la impecable originalidad de la propuesta. Los ríos que surca Monos son todos nuevos, para un cine necesitado de renovación. Es una alegoría bizarra y tensa de la condición humana entera, donde estos personajes imitan a todas las sociedades latinas, como verdaderos monos.
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Salvapantallas
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