El mayor mérito de esta película consiste en ofrecer un relato aparentemente sencillo, prácticamente un cuento infantil, que se revela complejo, paradójicamente, cuando se redondea, lo cual deja un excelente sabor de boca. Lo que menos me gusta es ese empeño por maquillar la profundidad con elementos comerciales, atractivos para casi toda clase de público, apelando a un cierto sentimentalismo musicalmente subrayado. Supongo que esto tiene que ver con una manera de entender el cine básicamente como una forma de entretenimiento, como una ficción que no debe avergonzarse de su carácter fantástico por muy sesudos que resulten sus contenidos. En este caso, uno no se da cuenta de la bella complejidad que allí se cuenta hasta que todas las piezas encajan, lo que encuentro elegante. La imaginación del personaje central, el niño, que no podía materializarse de otra manera que no fuera monstruosa, los niños adoran los monstruos y el primer monstruo que enfrentan suele ser la severidad paternal, está alimentada por las historias que su madre le contaba, a su vez herencia cultural del abuelo, que viene aquí a sustituir a un padre ausente. Las historias que cuenta el monstruo representan la paciente adquisición de un sentido que no se revela de manera consciente hasta que es necesario. Aquellas historias con moralejas más bien sencillas ponen de manifiesto una educación para la vida, relacionada con la gestión realista de la imperfección inherente a nuestra humanidad, que ya quisiera yo para nuestra izquierda política, pero, en fin, que se me va la pinza, lo que quiero señalar ahora es que la madre, mucho antes de caer enferma, ya había preparado a su hijo para la vida real, que es una vida con amor, como es su caso, pero también con dolor, eso siempre; y lo hizo tal y como había hecho su padre con ella, porque el amor, sin ser genético, se hereda. El misterio de la coincidencia final, esencial e iconográfica, no tiene nada de sobrenatural, aunque mucho de extraordinario: es la buena educación.

Historia vulgar aderezada con toques de comedia impregnada de prejuicios nacionalistas, que satisfará a quienes se reconocen en comunidades capaces de reírse de sí mismas como los endogámicos albanos mahometanos (perdón, serbios ortodoxos, que para el caso es lo mismo, lo dice un noruego) y, por supuesto, los españoles, que no sólo nos reímos de nosotros mismos, sino que, por una extraña anomalía (¿la caída del imperio durante el Barroco?) somos la única nación moderna que se regodea en la vergüenza de nuestras miserias y, a pesar de ello resulta avanzada y respetada, particularmente por el extranjero. Mientras que la autodestructiva propaganda de raíz española a menudo olvida que vivimos en una pequeña "isla del bienestar" llamada Europa, la nórdica antieuropea pretende hacernos imaginar la persistencia de altísimos acantilados a la altura de la mítica Dinamarca. A más de uno sorprendería, sin embargo, que el paraíso nórdico de la buena gente de Invernalia se vea lastrado con los mayores índices de violencia de género en Europa, incluyendo a los más atrasados países del este, y difícilmente podría permitirse el lujo de relatar en los medios de comunicación cada triste caso, uno tras otro, como hacen los salvajes y primitivos españoles, machistas y maltratadores de animales, pero imbuidos por un buenismo de izquierdas profundamente católico, que la referencia nunca ha dejado de ser una utopía de celestial pureza (el pecado de nuestra pragmática derecha no es tanto la insensibilidad como cierta obsesión por el utilitarismo). Esa violencia fría y desapasionada, absolutamente cruel, despiadada, característica del autor nórdico, protestante atormentado, se deja entrever aquí; aunque, más que rojo, contrasta el torticero chiste negro sobre el blanco inmaculado.

El personaje principal femenino está exquisitamente descrito y la relación amorosa en la que se ve inmerso evoluciona delicadamente con manifiesta sensibilidad. La narración interrumpida por la voz en off coincidiendo con fundidos en negro contribuye eficazmente a ese delicado desarrollo. Otros aspectos que valoro positivamente de esta película son el telón de fondo maoísta donde visualizar esa concepción del amor relacionada con la atención, con la disponibilidad, en definitiva, con la voluntad individual. Es en este contraste donde reside, en mi opinión, el mejor drama; porque el amor exige el despliegue de la propia singularidad. Este asunto es también expresado en el discurso poético asociado al árbol de los héroes, pues finalmente sumergido por el devenir de los tiempos, son los individuos los que a través del amor guardan su memoria. No son los símbolos, no son los ídolos...

Pseudociencia ficción de pacotilla es la categoría en la que no dudo en incluir el planteamiento de partida de “Prometheus”. No habría sido tan absurda la exposición de un origen extraterrestre de la vida, pero dar muestra de semejante antropocentrismo, paradójicamente realizado para terminar desvelando una actitud explícitamente nihilista, supuso un desprecio dramático del hecho evolutivo o la ignorancia de la naturaleza contingente del proceso que lo explica. Esto es particularmente decepcionante en el autor de “Gladiator”, en la cual, por ejemplo, se hizo una reproducción básicamente acertada del equipamiento del soldado de la época, quiero decir, hubo aspiración de rigor. Añadiré que el guión me pareció extraordinariamente pobre, rico en incoherencias y aderezado con tópicos ridículos como el del biólogo bobo... Visualmente impactante desde los títulos de crédito y dirigida con el nervio acostumbrado, se acentuaron asimetrías tristemente comunes en lo que parece se está convirtiendo en la tendencia del futuro: tan vacíos como lustrosos y caros, los paquetes de regalo; cerillas mojadas en el tallo envenenado, ¡menudo palo!

Yo no sé si la metáfora estuvo en la mente del autor, si fue cobrando vida propia con el desarrollo de la obra o si era yo quien tenía el día y observó en “Los descendientes” un cuadro de la existencia humana dibujado con hábiles pinceladas. Un lienzo pintado con vivos colores y amplios horizontes sirvió de inteligente telón para una magistral puesta en escena de la comedia humana. Con tintes casi surrealistas se nos muestra el absurdo agazapado en nuestras preocupaciones, preparado para arrojarse sobre nosotros tan pronto abandonemos los entretenidos negocios, las artes, las ciencias..., y entonces recordarnos la verdad desnuda, esa equidistancia de la muerte que vincula a todo ser humano. Arrojados al paraíso terrenal sin otra certidumbre que la propia finitud, observamos cómo la muerte entreteje, al tiempo que fortalece, unos maltratados lazos familiares que sirven de eficaz asidero en la búsqueda de nuestras raíces. Término y origen unidos por el linaje, pues son los descendientes quienes nos revelan la importancia de la vida, que en esencia reside en el amor, la consciencia de nuestra pequeñez ante una Tierra con entrañas de magma, y un bol de helado lo suficientemente profundo.