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Críticas de Archilupo
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Críticas 439
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8
18 de febrero de 2013
23 de 30 usuarios han encontrado esta crítica útil
"El extraño viaje" se mueve con soltura entre varios géneros, y esto es parte de su modernidad.
Los pasajes de terror, en el interior siniestro de la casa, son góticos, de manual: iluminación tenebrosa, sobresaltos de cámara, animales disecados, silencios electrizados, música perturbadora, visajes intimidantes, sustos aparatosos…

Los pasajes costumbristas muestran a un pueblo convertido en coro, agrupado siempre en el bar local, en torno a la iglesia, en el baile semanal, en los corrillos de la plaza, y lo resumen en unos pocos arquetipos: el boticario, la chismosa, el sentencioso, la moza de buen ver, el sorderas…

Los ricos, al borde de la psicopatía y la debilidad mental, son grotescos: esperpénticos también de manual. Perfectamente verosímiles, y al mismo tiempo ridículos.
Sus peripecias inspiran un terror manejable, que se procesa intelectualmente.

Tenemos el hábito cultural de ver al pueblo como depositario de nobles valores: sencillez, rectitud, solidaridad, sabiduría ancestral… Solemos confiar en que, por mal que se pongan las cosas, hará finalmente su aparición redentora.
En su lugar, encontramos una banda de cazurros, cotillas, calumniadores, gregarios, mirones y vagos, capaces de apedrear a unos músicos heridos hasta que toquen.

El verdadero terror, el que se queda, el infeccioso, está en la absoluta falta de nobleza o heroísmo del elemento popular, la hondura pavorosa de su mezquindad, tan sólo pendiente (para bien y para mal) de las curvas de la moza, de controlarse de cerca unos a otros y, sobre todo, del gusto del vino, precisamente.

En esto, Fernán Gómez, como Buñuel (recordemos a los abyectos pordioseros de "Viridiana"), no se casaba con nadie.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Archilupo
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9
18 de marzo de 2013
28 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
El más-moderno-aún Prometeo: el futuro rebelde ante los dioses, desencadenado, interrogador, forma de esclavo creado por ingeniería genética para tareas de riesgo en las fronteras espaciales del imperio terrícola y sus colonias interplanetarias.

Creado para cumplir funciones que los humanos eluden, y luego morir, en muerte sin envejecimiento, puntualmente programada, como electrodoméstico obsoleto por cálculo de factoría.
Mujeres fabricadas para dar placer, hombres para matar y destruir. Réplicas perfectas que mutan a replicantes, contestatarias, y se revuelven contra sus creadores, los interpelan abruptamente: Para cuándo habéis fijado nuestra muerte, cabrones.

Deckard, un ‘blade runner’, un eliminador de replicantes pasado a retiro, es obligado (por un policía aficionado a la papiroflexia) a presentarse a ante un superior, quien a su vez le obliga a ocuparse de unos replicantes desmandados que llegan desde una colonia a la metrópolis para vérselas con su creador Tyrell, magnate de la fabricación de esclavos. No tienes opción.

La Metrópolis fritzlanguiana de los obreros fabriles es ahora un megaorbe californiano sumido en noche continua tras una hecatombe nuclear: rascacielos de tres mil pisos, coches volantes, permanente lluvia ácida, focos que barren sin cesar el cielo negro, anuncios tridimensionales y pantallas que cubren edificios enteros, y un pulular de parias multirraciales. Los pudientes viven en las saludables y soleadas colonias lejanas, liberados de inconvenientes por los replicantes, que para eso los fabricamos.

Tyrell es el demiurgo de ese mundo, mundo que (hablando de réplicas perfectas y creación) han dejado para la historia, como una de las mayores y más logradas construcciones del Cine, los componentes del equipo artístico, el músico Vangelis incluido.

SF artística y sublime, pero también SF ‘noir’: humo de cigarros, bajos fondos, whiskies…

Hauer, el actor que hace de replicante, le roba el fuego a Harrison Ford, detective atormentado y en el fondo romántico, en dos zarpazos interpretativos: el encuentro con su creador (“I want more life!”) y, sobre todo, el shakesperiano monólogo sobre lo que sus ojos artificiales han visto en confines remotos, con el inmortal pasaje de las lágrimas en la lluvia, improvisado, avasallador, previo a una muerte majestuosa, sobrehumana de tan digna.
Nadie lo puede ver como un ser artificial…

¿Y es humano el ‘blade runner’?

Las grandes obras se arman con grandes recursos y también con detalles mínimos. Aquí son implantados sueños y recuerdos a los replicantes para perfeccionar su camuflaje y su pseudohumanidad.

El unicornio de “Legend”, filmada por Scott entre la primera y la segunda versión, es injertado. La película “Blade Runner” es la criatura, recibe implantes.

Unamuno, virtuoso de la papiroflexia, interrogaba a Dios como criatura, y era emplazado por los personajes de sus novelas, “nivolas”; nieblas, que en “Blade Runner” dominan de principio a fin.
Archilupo
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Costa da Morte
Documental
España2013
6,6
581
9
8 de marzo de 2014
23 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine para Tarkovski: “Esculpir el Tiempo”. Perfectamente comprensible en “Costa da Morte”. Y lo cronológico se enriquece con la meteorología. Lo temporal, el temporal.
No es documental informativo centrado en catástrofes medioambientales y épica de naufragios, sino reflexiva obra de arte sobre los elementos. Sobre todo el agua, pero también la tierra, en forma de roca, golpeada por oleaje furioso, o sembrada de eucaliptos, o violentada por barrenos; el aire, poblado de nubes, por el que se propaga el reverbero de campanas; el fuego, como el de un incendio que vivió siete años en un robledal, o el lumínico de la feria nocturna, norias, palmeras pirotécnicas. El agua, infinita en la mar, flotante en la humedad, precipitada en la lluvia habitual, y a desembocar.

En un panorama colosal, el hombre lucha en silencio con el océano (maravillosa escena de los percebeiros aferrados a las grietas bajo montañas de espuma), contra los incendios; habla, como hacen los pescadores de caña o las bañistas en la punta de arena, charletas llenas de gracia; o respira, como el hombre que se sienta ante una plantación al borde de una ciudad.

Patiño aplica varias decisiones inteligentes: una, mantener la escala minúscula de las figuras humanas, en el límite de lo distinguible. Con todo, nunca parecen miniaturas sino magno el paisaje, como en Brueghel: el hormiguero de patinadores en el hielo retrata en su amplitud el invierno. El sonido acerca las voces, eso sí, aunque la cháchara podría también quedarse en murmullo lejano.
Otra decisión: mantener la cámara fija, como puesta ahí por nadie. Al no usar ninguna voz comentando en off, el autor queda desaparecido. En realidad, disuelto en el conjunto, sin interferir. Y para acentuarlo, esas tomas de una ría desde un mismo punto a lo largo del año, separadas por secos planos negros, calendario tajante.
Otra más: mostrar el mar con el punto de vista ligeramente picado, de manera que no se vea el horizonte. La superficie marina ocupa también la parte superior del plano, como un cielo acuático.

Apenas marineros. Tal vez estén en Gran Sol, cerca de donde Flaherty filma a los balleneros de Aran mientras Patiño hace lo propio con las mariscadoras gallegas.
Varios núcleos recurrentes: movimientos de agua, de nubes, barrido de faros, campanadas insistentes, cementerios, parejas de hablantes, pilas de madera… Se componen en sinfonía, a lo Ruttman, con ritornellos, fugas, armonías, contrapuntos. Luciérnagas humanas abren y cierran, linternas que pululan en la negra masa marina antes del alba. Tiempo circular de los celtas, danza milenaria de mar y tierra entrelazados, respirando el oleaje en rocas y arena, a cada segundo.

Hay imágenes bellas, con el pulso callado de Erice, pero su valor viene de estructurar la mirada en despliegue sobre este cosmos del noroeste, recreado con profundidad, sosiego y altura.
Altura de miras: muy apropiada para un film cuyo tema tiene las proporciones de un océano.
Archilupo
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9
9 de abril de 2014
26 de 30 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bienaventurados los inocentes. Lo comentan como de pasada, mientras hablan de San Lucas, unos curas que fuman y se hacen lustrar los zapatos. Así lo deja caer Kaurismäki. El limpia es un buen hombre. Deja brillante el calzado de los demás pero el suyo está gastado y sucio. Su mujer, amorosamente, lo ve como un niño grande. Ya es casi anciano, con pasado de escritor bohemio, cuyo éxito fue “sólo artístico”.

En esta Europa todos son canosos. No hay niños ni jóvenes en sus enclaves portuarios, donde reina una luz decadente, entre grúas como saurios y tonadas de acordeón.

El minimalismo punk de Kaurismäki se depura con sus maestros franceses (Becker, Rohmer, sobre todo Bresson) y encumbra el arte del laconismo: decir lo justo, atajando fuera de campo mediante soberbias elipsis.
Un tiroteo con varias víctimas se comprime en unas pocas detonaciones que suenan por ahí. En Hollywood habrían construido y aniquilado un barrio entero para la escena.
El viaje a Calais es un bus llegando al cartel de Calais; el paisaje, el radiador frontal del vehículo.
Algún personaje es nada más una voz, el prefecto. Para qué mostrarlo, si lo que importa es lo que dice al comisario en medio minuto.
Y un momento esencial del relato (un bocadillo bajo un puente) se cuenta con el simple sonido de un chapoteo, casi una onomatopeya, un suspiro del agua que con inmensa potencia significa Fraternidad, Compasión, Humanidad.

Un contrapunto: el veterano Jean-Pierre Léaud encarna en su físico decrépito la histérica decadencia de la Europa envejecida.
Otro: alguien lee en voz alta un relato de Kafka y cae como un aluvión de palabras, un verdadero alud si comparamos con las cuatro que se dicen en toda la película, las justas.
Acciones también las justas. Entre tanto, fumar, comer, beber; quietos, a la espera. Un no-hacer que no consiste sólo en no hacer el mal sino en mantenerse despiertos, puros, bordeando la sobrenaturalidad, o finalmente alcanzándola.
Los inmigrantes tampoco necesitan demostrar que son la fuerza inocente, los bienaventurados pobres. Las miradas serias y transparentes lo dicen de una vez, y Kaurismäki se ciñe a ellas: a la mirada del niño Idrissa y su noble cortesía.

Encontramos elementos ambientales que nos resultan familiares: estridentes carteles del circo, tango en la gramola, rock en directo, ráfagas breves de música emocionante, coches siempre antiguos, puntos de rojo y amarillo en flores como de plástico, interiores de azuladas paredes desnudas…
En lo alto de su maestría, Kaurismaki añade un soplo de profunda y depurada bondad: vacío e inocencia resultantes de toda una vida eliminando lo superfluo. Lo esencial se dice casi solo, como dejándolo caer.
Bienaventurado cineasta.

[A Servadac]
Archilupo
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