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España España · Barcelona
Críticas de Juan Poz
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Críticas 41
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
22 de enero de 2017
3 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vaya por delante que un exceso de expectativas ha influido lo suyo en la decepción final con que he salido de la contemplación de una película poética donde, como señalo en el título, lo que naufraga es la propia poesía, vulgarizada hasta la extenuación, democratizada y, feliz hallazgo del designio de los dioses, literalmente desgarrada con la incisividad de quien se erige en tribunal insobornable de lo bello, y perdóneseme que empiece por el final, pero se ha de haber recorrido un viaje interminable de hora y tres cuartos para llegar a un final en el que se acaba entendiendo un desenlace que, a mi juicio, bien pudiera haber sido el inicio de la película, con la finalidad de recuperar la verdadera dimensión de la inanidad perdida, aunque eso hubiera sido, evidentemente, “mi” película, no la de Jarmusch, y yo he venido aquí, obviamente, a hablar de “su” película. Paterson tiene todos los ingredientes para repetir un éxito indiscutible como Flores rotas, y Jarmusch los filma con una elegancia y una estilización que, a través de la puesta en escena, sobre todo en la casa de la pareja y en los recorridos urbanos por la ciudad de Paterson, lo acercan a la verdadera poesía de la imagen, como las secuencias de la ciudad reflejada en el parabrisas del autobús que conduce el protagonista con tan rigurosa repetición de sus actos que cualquier innovación supone algo así como la irrupción de la anarquía en el mundo perfecto, que el protagonista confunde con la poesía, en vez de con las ideas, si nos atenemos a Platón. El propio Platón, por cierto, que defiende, como motor poético, lo que él llama la “cuarta locura”, la “manía” o “furor” poético, al que tan ajeno vive el protagonista poeta y conductor de autobuses (recordemos, incidentalmente, que el gran padre de la poesía usamericana, Walt Withman, lo fue durante un tiempo, supliendo a un amigo enfermo). El único espacio en el que la repetición adquiere la forma de innovación constante es en el de la casa del protagonista. Su mujer, con veleidosas aspiraciones artísticas, las manifiesta en la decoración, la moda, la pastelería y, finalmente, en la música, actividades que se plantea como vías de acceso a un futuro “estrellato” en el que verse, finalmente, realizada. Ambos artistas se ensalzan mutuamente, que es la condición primera de la mediocridad, y están convencidos de la trascendencia de sus respectivas artes, o de sus innatas capacidades artísticas. La película ha de “leerse” con dos claves básicas para poder acceder a entender el porqué de una película semejante: el sueño de la mujer del protagonista, que ha soñado que tenía gemelos, y el triángulo que forma la pareja protagonista con Marvin, el perro que “preside” sus días, facilita el hábito “aventurero” nocturno del protagonista y, finalmente, se erige en instancia justiciera de las pretensiones poéticas del protagonista. Apenas he leído crítica que repare en la importancia del papel de Marvin, a quien la mujer del protagonista se dirige propiamente como al amor de su vida, como al ser cuya importancia está un escalón por encima de su propia pareja. La posición de privilegio que ocupa el perro en la vivienda, en el sillón orejero, y, más tarde, en la mesa, ocupando el sitio que ocupa habitualmente el marido, como ella se encarga de recalcar, son mensajes inequívocos de la importancia de ese perro en la película, ¡como para pasarlo por alto! La solución del misterio del poste del buzón inclinado, obra “vengativa” del perro, abunda en la importancia de esa dirección hermenéutica. No hará mucho vi una película, Nunca es demasiado tarde (Still Life), de Uberto Pasolini, con la que me parece que esta de Jarmusch tiene muchos puntos de contacto, al menos por lo que hace a la fe ciega en el cumplimiento exacto de la repetición como fuente consoladora del sentido de la existencia. Paterson en Paterson es algo así como una repetición inevitable que se convierte, en el desarrollo de la película, en una tautología, del mismo modo que muchos personajes con los que se encuentra el protagonista son gemelos idénticos. El protagonista está convencido de que esa tautología se inscribe, poéticamente, en las anotaciones -me cuesta lo mío llamarles poemas…- que escribe con un voluntarismo trascendente sobre cuya ridiculez acabará juzgando su rival en el trío familiar. Ese acto justiciero, que puede revelar la crítica sutil y compasiva del director hacia el sucedáneo de la verdadera poesía, viene, por efecto colateral, a demostrar que incluso lo antipoético es capaz de darle sentido a una vida, como demuestra el poético final del encuentro del lector japonés de Williams Carlos Williams, poeta usamericano y autor de un celebrado poema que lleva por título Paterson, quien, en ese largo poema épico que acabo de leer, pretende describir a man like a city, un hombre al que describe sniffing the trees,/ just another dog/ among a lot of dogs. What/ else is there? And to do?, cita que me viene pintiparada para abonar mi interpretación, basada en la importancia del perro como “tercero” de una relación que, a mi juicio, tiene bastante más de naíf que de poético. De hecho, si Paterson es esa “maravilla” que a tantos les parece serlo, Requisitos para ser una persona normal, de Leticia Dolera, deberían de considerarla poco menos que como una joya indiscutible, que lo es, by the way. Me temo que en el juicio crítico sobre la película no acaba de deslindarse bien el fenómeno de la poesía propia de la película, ¡mayúscula e impactante!, del juego “sobre” la poesía a partir de la tautología de la repetición como requisito de la identidad, que es lo que “vive”, en el estricto sentido biológico, el protagonista, al que la desaparición física del cuaderno donde escribe su obra lo deja literalmente tullido, y emocionalmente aniquilado. No se concibe a sí mismo sin su actividad poética, como no se concibe sin el resto de las rutinas que conforman su existencia y le dan sentido.
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Juan Poz
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Spain in a Day
Documental
España2016
6,0
623
Documental
9
22 de enero de 2017
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando publicitaron el proyecto me interesó mucho saber en qué pararía la cosa. Llegó a las pantallas, pero no se puede ver todo, por definición, y aguardé el segundo turno del pase televisivo. Ayer lo vi. Hoy vengo aquí, entusiasmado, feliz, a expresar las razones de esa felicidad, del bienestar que me deparó la contemplación de ese día en la vida de mis compatriotas que decidieron, contra el pudor de lo íntimo que les reprochaba Unamuno a sus compatriotas de entonces, y que la telerrealidad ha transformado de arriba abajo, abrirnos en canal sus vidas para mostrarnos retazos de su vida cotidiana sin exhibicionismo, sin “montaje” y sin otra guía, en términos generales, que la espontaneidad, entendida al modo extraño de cada cual, por supuesto. Y es ahí, en esa verdad íntima que se cuela en las imágenes, a veces con cierto consentimiento narcisista de los intérpretes, a veces revelando pulsiones escondidas que, por arte de birlibirloque filmador, ocupan la pantalla y desnudan a los actores, donde el espectador se instala a cuerpo de rey para disfrutar de una suerte de armonía cívica de la que, aunque sea como espectador, sabe que forma parte, y que bien pudiera haber estado entre los vídeos seleccionados, si hubiera decidido enviar el suyo, como hicieron más de 20.000 personas, grabaciones de las que apenas aparecen imágenes de 500, lo que constituye un tour de forcé de montaje realmente alucinante. Coixet, no podía ser de otra manera, ha trabajado en equipo, que es como se hace un proyecto coral que es, además, representativo de todo el país, pero se advierte en la selección final su sello bien particular, sobre todo cuando recoge esos personajes peculiares, singulares, conscientes de su individualidad insobornable, que los define y a la que no van a renunciar, sufran las presiones sociales que sufran, como el niño bailarín de las postrimerías del documental, que tanto tienen que ver con ella misma y con personajes de algunas de sus películas. Lo diré sin ambages: Spain in a day (a pesar del título a que obliga el copyright, me imagino) es una película patriótica, o españolísima, si se prefiere, y está muy bien que así sea. Y no es uno de sus menores valores, porque consigue recoger, en apenas 81 minutos, toda la diversidad que somos y en la que, al menos eso he experimentado yo, nos reconocemos de mil amores: la geografía, las costumbres, los sentimientos, la cocina, las celebraciones, las aventuras, las músicas, los amores y desamores, la salud y la ausencia de ella, la longevidad, ¡la criatura jugando con el rayo de sol en la palma de la mano!, el trabajo en el campo, el ocio, la familia… El montaje, salvo algunas historias que acaso se alargan demasiado, tiene un ritmo muy hermosamente subrayado por la música de Alberto Iglesias, cuya “marca de fábrica” se aprecia, sobre todo en los travelines frecuentes de las grabaciones. Está fuera de toda duda que no puede hablarse de un retrato completo de España, ni tampoco es lo que se pretendía, pero también es cierto que, guste más o guste menos, el resultado final es un retrato absolutamente fidedigno de los españoles en el primer tercio del siglo XXI. Que no esté toda la realidad no quita para que cuanto aparece sea auténtica realidad, sin ninguna afectación y con unas dosis de naturalidad que dicen cosas muy elogiosas de las muy variadas formas de ser españoles que se ven en el documental. Claro que hay una cámara de por medio, un punto de vista, y que eso puede haber condicionado de alguna manera el objetivo final de filmar la vida tal cual, pero quienes colaboraron en el proyecto entendieron perfectamente lo que se les pedía, y la prueba es esta maravilla que podemos contemplar con una pasión creciente, y aun hasta hay momentos en que se desea que vuelvan a aparecer algunas personas, como es el caso de los bomberos de aventura por Australia, un contrapunto cómico magnífico, por ejemplo. Es una lástima que en el reparto de la ficha no pueda poner todos los nombres de cuantos aparecen, que sería lo suyo, porque el país es la suma de todas y cada una de las individualidades que aparecen, y de cuantas no han acabado apareciendo y cuyos vídeos, seguramente, serán un precioso material con el que, acaso, montar una secuela tan interesante como este Spain in a day que constituye un regalo no solo para el aficionado al cine documental, sino, sobre todo, para quienes sienten pasión por sus conciudadanos, sus minúsculas historias, sus sentimientos, sus pequeñas vidas discretas tan parecidas a la propia e incluso para quienes pecan de sociólogos de baratillo o de psicólogos de masas. Desde Los españoles pintados por sí mismos a Spain in a day hay un trecho considerable, el mismo que hay desde el tópico, desde el tipo, a la asunción de la individualidad, por más que esta esté, tantas veces, contaminada por lo mediático, pero aun así, es un placer profundo entrar en las vidas singulares de nuestros conciudadanos y sentirnos partícipes de una suerte de armonía nacional de la que todos, sin distinciones, sin exclusiones, formamos parte, y que va más allá, mucho más allá, de la propia Historia, de la Política, de la Religión, etc., es decir, de lo que divide. Spain in a day debería haberse titulado, más propiamente, Spaniards in a day, y todos esos seres anónimos por cuya vida Isabel Coixet ha conseguido que nos interesemos en micronarraciones llenas de vida y pasión tienen un nombre propio, como nosotros, ¡y cuántos no coincidimos en los mismos! Spain in a day parece una ilustración de dos expresiones paradigmáticas de nuestro pensamiento común: Mucho va de Pedro a Pedro y Nadie es más que nadie. ¡Gracias, Isabel!
Juan Poz
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7
22 de enero de 2017
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
El programa Historia de nuestro cine me sigue deparando películas interesantes que me atrapan así que uno tiene la suerte, como ocurrió ayer, de recrearse en el arte magnífico de tantos actores y actrices que han contribuido, como en otras cinematografías, al prodigio de la naturalidad y la espontaneidad en la representación de lo que podríamos considerar algo así como la vida corriente, más o menos realista, y reflejo fidedigno de un país. Entre la nómina de virtuosos secundarios que conforman el reparto de ¡Aquí hay petróleo!, una fábula bien intencionada pero con escasa mordiente crítica, baste el nombre de Félix Fernández para invitar al cinéfilo a no perderse ni un plano en el que aparezca ese prodigio de la actuación cinematográfica. Aquí, además, tiene reservado el papel de “sabio” que ha de lidiar con la cazurrería de sus paisanos en un pueblo abandonado de Castilla, Castilviejo (en realidad el muy hermoso de Turégano), perfectamente fotografiado, en un estadio de su desarrollo que a quienes gastan las canas que iluminan el camino hacia el cementerio les retrotraerá con su pellizco de nostalgia a la dureza de un tiempo en el que ni siquiera te dabas cuenta de las pésimas condiciones de vida en las que se vivía, porque la urgencia de la vida en flor no te dejaba tiempo para consideraciones de orden material tan prosaico. El drama del pueblo, ilustrado desde el comienzo es la falta de agua, aun teniendo a tiro de piedra, como quien dice, un pantano que se loa en la película como la gran obra del Régimen franquista, con un tono que desentona lo suyo de la perspectiva crítica desde la que los lugareños se afanan en montar un negocio de búsqueda de petróleo porque los americanos han aparecido en el pueblo para perforar, porque creen que lo hallarán. A un lugareño endeudado y picaresco le ofrecen una fuerte cantidad por permitirles la prospección, pero, en junta popular deciden que, de haberlo, petróleo, el negocio bien podría ser todo para ellos, en vez de cederlo a los “aprovechados” americanos. La presencia del equipo en el pueblo y la convivencia mientras duran los trabajos dará a pie a un ejercicio de contrastes y otras menudas historias de amoríos imposibles que nutren la película de momentos, aunque tópicos, muy logrados, como el partido de baseball entre americanos y lugareños, por ejemplo. Esos estereotipos de la crew americana en contraste con las auténticas radiografías de los lugareños de Castilviejo constituyen, pues, un contraste que dará lugar a no pocas escenas, como ya hemos dicho, de innegable interés. Pero la parte del león se la llevan los trabajos de prospección, rudimentarios y chapuceros que, dirigidos por Félix Fernández, "¡Exijo poderes absolutos!", se reivindica frente a la cazurrería de sus socios en el proyecto, en calidad de sabio reconocido, irán de tropiezo en tropiezo hasta el éxito final…, que no es la bolsa de petróleo que los enriquezca, sino la bolsa de agua que alivia la gran necesidad del pueblo y promueve, a menor escala, la creación de una empresa que gestione su extracción, canalización y distribución. La película puede entenderse como una pobre versión de Bienvenido, Mr. Marshall, e incluso la presencia central en esta de Manolo Morán, abona esa posible intención de los creadores de la película, Pedro Masó entre ellos. A pesar de que entra dentro de lo posible que se quisiera explotar un filón tan estupendo como el que abrió Berlanga, la veta de ¡Aquí hay petróleo! es de menor calidad, pero garantiza, sin embargo, un perfecto entretenimiento y tiene, faltaría más, su perspectiva documental, sociológica, que engrandece la obra, porque la verdad de la vida popular, la autenticidad de los extras del propio pueblo, la arquitectura, la presencia imponente del gran castillo, amén de la trama empresarial de la obra, en competencia con los americanos, y los abundantes “tipos”, perfectamente dibujados en el guion, nos permite disfrutar, hechas las salvedades pertinentes, durante toda la película. Sí, es evidente que hay películas que solo por el año de realización casi merecen un visionado que nos permita comparar aquellos tiempos con estos, aquellos pueblos llenos de animales con los de hoy llenos de coches, aquellos campos de secano, con los regadíos actuales, que es en lo primero que piensan los lugareños cuando dan con la bolsa de agua en vez de petróleo: las ricas verduras de huerta que van a poder cultivar. No estamos ante una película “imprescindible”, pero Salvia es un perfecto artesano de obras con mucho arrastre popular, como lo demostró con Manolo guardia urbano y Las chicas de la Cruz roja, aunque su labor como guionista marcó indeleblemente otras como La gran familia, de Fernando Palacios, por ejemplo, con ese hallazgo del ¡Chencho! que grita afónico el abuelo Pepe Isbert, quien lo ha perdido en la Plaza Mayor.
Juan Poz
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8
22 de enero de 2017
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Película desoladora sobre lo peor de la condición humana en tiempos adversos, como el de la guerra y la consiguiente abolición de los principios éticos y el desarrollo todopoderoso del instinto de supervivencia. Una pareja que vive en una isla, alejados del conflicto que enfrente a las fuerzas gubernamentales contra los guerrilleros en una guerra civil, sin más especificación espaciotemporal que la de producirse en un país nórdico, se dedica a las labores agrícolas y vive de ellas, después de haber abandonado sus respectivos trabajos como músicos y haberse “exiliado” a la pequeña isla para huir de los efectos devastadores de la guerra civil. Cuando comienza la película, en modo alguno parece que ambos jóvenes (dos monumentales actuaciones de Liv Ullmann y Max von Sydow, propias de dos auténticos genios de la interpretación) no sean sino lo que son una pareja con una convivencia sembrada de dificultades por dos personalidades que se marcan nítidamente desde el comienzo de la historia: ella, impulsiva, sociable y solidaria; él, acomplejado, retraído, cobarde y débil. No parece que haya sintonía alguna entre ellos, aunque, de alguna forma, ambos asumen que su unión es lo único real, defectos incluidos, en medio de una situación social que enseguida va a trasladarse del continente a la isla, porque llegan los soldados y comienza la represión de a quienes, con pruebas falsas, como en el caso de la protagonista, se les acusa de colaborar con la guerrilla. Los espectadores, desasosegados por la deliberada falta de información que hurta el guion, y obligados a vivir la situación desde el exclusivo punto de vista de la pareja, queriéndolo o no, se verán inmersos en los horrores e injusticias flagrantes de una situación en que el poder de la fuerza se erige como única instancia “legal”. La suerte del matrimonio es que el representante del gobierno, quien ejerce las funciones de máxima autoridad en la isla mientras los soldados la ocupan, es conocido suyo y han tocado juntos en no pocas veladas, como se nos había mostrado en un plano anterior a la detención de la pareja. Ello permite que puedan ser puestos en libertad y que reanuden su vida, si bien marcada, desde entonces, por la insistente presencia de la autoridad en casa de ambos para seducir a la mujer. A medida que se deteriora la convivencia en la pareja, y cuando la situación bélica da un cambio radical, porque los guerrilleros se adueñan de la isla y comienzan su propia represión, la autoridad consigue acostarse con la protagonista, a cambio de lo cual, le deja en herencia una pequeña fortuna que será, descubierta por el marido, quien rápidamente ata cabos, y más aún después de verlos juntos en el invernadero donde ella decidió que se acostaran, no en la casa, se apropia de los dineros y, cuando llegan los milicianos, que buscan también el dinero del jerarca, se produce una escena de inmensa densidad dramática en la que el protagonista será obligado por los milicianos a acabar con el jerarca para demostrar que ellos no son “colaboracionistas”. Destrozada la casa y después de que el protagonista acabe disparando, más por venganza pasional que por otra cosa, aunque la relación amorosa entre ambos protagonistas ya no existe, y simplemente siguen juntos como estrategia de supervivencia, los milicianos se van y ellos quedan solos, viviendo en el invernadero, a la espera de poder salir de esa isla-prisión en la que están confinados para regresar vía marítima al continente. A medida que la situación se deteriora, el protagonista acentúa su lado despiadado y ella lo acompaña únicamente porque sus posibilidades de sobrevivir solas son menores que en su compañía., aunque esta le provoque un horror y un asco infinitos. Enterado por un soldado desertor, apenas un crío, a quien acaba matando, entre otras cosas para apropiarse de sus excelentes botas militares, de que saldrá una embarcación en los próximos días con destino al continente, ambos esposos llegan, finalmente, a la playa donde, en un bote que en nada se diferencia de los que llevan en nuestros días a los refugiados a través del Mediterráneo, acaban usando la fortuna para poder subirse a él y viajar con el resto de los pasajeros hacia un destino absolutamente incierto, porque, y ese final sí que resulta totalmente desolador, los viajeros quedan abandonados a su suerte y varados entre decenas de cadáveres flotando en el mar que el protagonista pretende apartar del rumbo de la barcaza con el bichero, sin demasiado éxito. La imagen, cuando la cámara se va alejando, y se ve a lo lejos aquel punto perdido en el mar, no puede ser más actual ni trágica ni triste, porque acaso miles de vidas humanas se han perdido de forma idéntica en las aguas del Mediterráneo en ese negocio mafioso de la inmigración ilegal. La película tiene una potencia visual asombrosa, y a ello contribuye la fotografía de un genio de la especialidad como es Sven Nykvist, cuyo espléndido historial es innecesario recordar para los aficionados al cine, sobre todo porque su asociación con Bergman fue de tal naturaleza que costaría mucho discernir qué parte de mérito tiene cada cual en la realización de tantas películas inolvidables del director sueco, pero recordemos, en todo caso, que también trabajó con Woody Allen, quien se ha confesado siempre admirador incondicional del cine de Bergman, y lo hizo, además, en una de sus mejores películas, Delitos y faltas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Juan Poz
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8
19 de enero de 2017
3 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Está claro que si cae, como así ha sido, en mis manos una obra de Charles Crichton, de quien ya llevo criticadas varias, y muy elogiosamente, no voy a renunciar a verla y, si lo estimara conveniente, como así ha resultado ser, hacer la crítica correspondiente. Estamos ante una película solo apta para nostálgicos de un cine que ya no volverá y que incluso ya había desaparecido cuando se rodó esta película, los famosos productos de la productora Ealing. Hay algo anacrónico en La batalla de los sexos, que es casi un género dentro del cine, porque, en pleno siglo XXI, resultan imposibles de aceptar las premisas de las que parte la película: una emprendedora mujer usamericana pretende cambiar de arriba abajo una empresa, aplicando nuevos métodos de organización, producción e incluso orientación del género, teniendo en cuenta que la ejecutiva pretende que el dueño, de quien va poco a poco enamorándose, deje de fabricar prendas de auténtica lana escocesa y orientarse hacia las fibras sintéticas, algo que, como es fácil de entender, es recibido como una auténtica herejía en una empresa de índole casi pre-capitalista, a juzgar por sus artesanales modos de producción, gestión y venta. El hijo es algo así como un retrasado que ha heredado, para desgracia de su padre, un negocio que puede acabar yendo a la ruina en sus manos si Martin, el gerente de la empresa, ¡todo un personaje perfectamente caracterizado e interpretado por Peter Sellers!, no lo impide. Desde que el hijo pone la empresa en manos de la ejecutiva usamericana, Martin no tendrá otro objetivo que boicotear esos intentos de modernización para mantenerse dentro de los límites de la estricta tradición en cuyo confortable seno la empresa ha progresado lo suficiente como para dar de comer a cuantos viven de ella, y cuyos puestos peligran por los afanes renovadores de la “intrusa” en un mundo no solo de hombres, sino de escoceses más que apegados a sus centenarias tradiciones. Desde ese punto de vista, la película no solo es un choque entre la eficacia empresarial de hombres y mujeres -la visita de la ejecutiva a la oficina siniestra donde se lleva la contabilidad de la empresa es desternillante-, sino también entre una mentalidad innovadora, la usamericana, y una mentalidad arcaizante, la escocesa. Sí, va a haber, en la película, un hermoso desfile de tópicos perfectamente desarrollados en clave cómica por unos actores secundarios que otorgan a la película una naturalidad tan extraordinaria que, en no pocas ocasiones, más nos parece asistir a la proyección de un documental que de una ficción. Crichton combina perfectamente los exteriores de Edimburgo y los interiores de la empresa, con una escapada a las Islas Hébridas, donde viven los 700 tejedores artesanales que trabajan para la empresa, (¡para desesperación de la ejecutiva usamericana, empeñada en levantar una fábrica que agrupe la producción reduciendo los costes!). El blanco y negro con que Crichton retrata Edimburgo, y los espacios siniestros de la oficina anclada en el tiempo, consigue unos efectos de calidad que nos permiten sentirnos confortables dentro de una historia cuya excesiva ingenuidad, sobre todo por parte del gerente, Martin, puede parecerle a no pocos espectadores excesiva e incluso algo ñoña, pero cuando se consuma la unión sentimental entre la ejecutivo y el propietario, una excelente pareja cómica, la formada por Robert Morley y Constance Cummings, eternos secundarios que aquí asumen un protagonismo que superan con excelente nota, hasta el punto de competir en eficacia cómica con ese genio de la interpretación que fue el complejo ser humano llamado Peter Sellers (y aprovecho para recomendar vivamente la más que interesante The Life and Death of Peter Sellers, en España Llámame Peter, de Stephen Hopkins); en ese momento, digo, el guion da un giro hacia el humor negro, con el intento de asesinato de la ejecutiva por parte de Martin, el gerente, que hace subir la película muchos enteros. Sin llegar a ser una película coral, es evidente que la “gran familia” de la empresa de tejidos conforma un bando que actúa perfectamente coordinado para lograr el supremo objetivo de impedir que el hijo tontorrón del difunto amo de la fábrica eche por tierra su memoria y su negocio. La película, así pues, está llena de detalles hilarantes que los degustadores de obras como Oro en barras, La isla soñada o Clamor e indignación sabrán saborear como corresponde, con esa sonrisa nostálgica de un mundo hace mucho perdido y del que películas como La batalla de los sexos guardan, ¡por fortuna!, inmarcesible memoria. Olvídense los espectadores de lo políticamente correcto, antes de sentarse a ver esta deliciosa comedia de un tiempo ido, y disfruten con esa ingenuidad propia de él, e irrepetible, ya. en esta era del recelo, del desengaño y de los derechos.
Juan Poz
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