Cuando empezaron a pasar por la televisión este salvaje retrato de la ascensión y caída de un advenedizo criminal cubano que, aprovechando el éxodo de Mariel llega hasta la costa de Florida rodeado de disidentes y delincuentes, yo no tendría ni 12 años. Recuerdo que mis padres me prohibían verla por sus abundantes imágenes de violencia explícita y tuve que esperar unos cuantos años más hasta que volvieron a pasarla para, por fin poder verla. Fue una madrugada en la 2, en una sesión sin cortes publicitarios. La noche de Tony Montana. Cómo disfrute de la película. No le hubiese quitado ni un minuto. El relato, sin ser una gran obra maestra, es una estupenda crónica de las andanzas de un tipo que llegará a lo más alto llevándose por delante a quien haga falta.

Uno de los grandes papeles de Al Pacino, y sin duda, una referencia ineludible para todos los actores que han intrepretado o van a interpretar a personajes similares.

Muchos califican la película de excesiva y a Pacino de sobreactuar, pero aún así no pueden evitar reconocer que El Precio del Poder es, por derecho, un clásico del cine moderno y una película de culto, que generación tras generación va ganando adeptos. Hasta le han dedicado un videojuego.

No es ningún secreto que en los Estados Unidos, la violencia se combate con más violencia. Tanto que ahora, hasta una locutora de radio que pierde a su novio a manos de unos cobardes facinerosos, se anima a ir depurando responsabilidades por su cuenta y riesgo al más puro estilo Charles Bronson.

Lo peor, no es el planteamiento, ya de por sí disparatado, sino el tedioso desarrollo que trata -sin mucho éxito- de dar profundidad al increible personaje de la Foster entre muerto y muerto.

Ladrillazo total. Y ojito al mensaje, que se las trae.