Desde tiempos ancestrales, y no sólo en lo que al cine se refiere, los conflictos de pareja han sido un tema frecuente, recurrente y eficaz. Ya sea mediante dramas, musicales, o a través de situaciones diversamente cómicas, el amor y las dificultades para conseguirlo son un tema tan universal que no caducan, sino que permanecen y nunca pasarán de moda.

Eternamente comprometidos trata sobre la relación de una pareja que se compromete pero, por circunstancias más achacables al género femenino que al masculino, nunca termina de decidirse a dar el paso definitivo llamado boda. Arrancan aquí una sucesión de acontecimientos, algunos más naturales y otros más esperpénticos, algunos graciosos y otros extremadamente tópicos, que hacen que el momento cumbre de toda comedia romántica, la llegada de la felicidad en pareja, se vaya retrasando tanto que hasta los elementos que pretenden sorprender se transforman en anodinos y prescindibles.

Tenemos lo básico, que son unos novios enamorados, rodeados de familiares entrometidos y extravagantes y algún colega que se ha caído colgando de la película de arriba. Pero la trama, aunque se va construyendo sola gracias a un planteamiento claro, sufre la torpeza del que no consigue plasmar la claridad en concisión y convierte la gracia en hastío.

El guión lo firman a pachas Nicholas Stoller, que también dirige, y Jason Segel, que protagoniza. Este último, actor cada vez más frecuente en comedias blandas o de tono independiente, sigue buscando su sitio en un mundo ambicioso en el que lo tiene bastante difícil, ya que su cara y cuerpo de maizón no ayudan a desencasillarlo del Marshall que todos conocemos desde que alguien se puso a buscar a la madre de sus hijos. Aquí, simplemente, ha cambiado a una pelirroja por una morena inglesa (Emily Blunt), tal vez más guapa, pero con menos gracia, que le putea más que aquella pero, a cambio, le cede más protagonismo y a la que, a pesar de los pesares, no me termino de creer.

Supongo que el título original, equivalente a El compromiso de cinco años, no le pareció acertado al encargado de traducirlo porque, ciertamente, la película se hace más que larga. Y no es una cuestión de ritmo solamente, sino también de duración e, incluso, sensación a posteriori. Y ahora, ¿qué?

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Servidor no se distingue por ser uno de los mayores admiradores de Adam Sandler. Aunque reconozco que sus películas me han sacado carcajadas en mayor o menor medida, la gran parte de las veces las disfruto por inercia, sin mayor interés que despejar la cabeza de los problemas mundanos y sin llegar a reconocer por qué este chico es el más exitoso en taquilla y el mejor pagado allá por las colinas de Hollywood.

Con ese interés acudí a ver Desmadre de padre, la última comedia del susodicho, con menos expectativas de las habituales tras ver críticas y, sobre todo, datos de asistencia a las salas desde su estreno.

Adam Sandler encarna a Donny Berger, un chaval que alcanza el éxito y la popularidad cuando consigue tirarse a una de las profesoras más atractivas que hemos visto pasar por el celuloide (Eva Amurri, luego Susan Sarandon, que además son hija y madre en la vida real). Normal, no todos los días se ve a un adolescente cumplir una de las fantasías más comunes de todos los adolescentes. Pero la fantasía se torna en pesadilla cuando acusan a la profesora de abusar del chaval (claro, es menor), y, para más inri, se ve que lleva un bombo muy avanzado. Donny se hace cargo del crío hasta que éste cumple la mayoría de edad y, a partir de ahí, pierden el contacto. Un punto de partida curioso que, cómo no, desemboca en que Donny sigue con una vida de adolescente a pesar de sobrepasar los cuarenta y, arruinado, retoma el contacto con su desaparecido hijo, ahora millonario y triunfador, que está a punto de contraer matrimonio.

A diferencia de la mayoría de películas de este género, comedias irreverentes a más no poder, en este caso no es el protagonista (Adam Sandler) el que sufre las escenas más embarazosas para vergüenza ajena del espectador, sino que es su hijo Han Solo (sí, ése es el nombre que Donny le puso a su hijo), encarnado por el tierno Andy Samberg el que las padece. Tal vez ese punto de complicidad que se establece con Donny es el que nos facilita disfrutar de las continuas chorradas que éste le hace y le ha hecho a su hijo. Entre los secundarios, cabe destacar la actuación de Vanilla Ice interpretándose a sí mismo como uno de los mejores amigos de Donny, con unos puntos de autoparodia bastante meritorios.

Se entiende el cansancio del público con este, cada vez más abundante, humor pajillero, donde las bromas resultan repetitivas y los protagonistas demasiado conocidos. Pero, una vez superado este filtro, te ríes con esos dos puntitos verdaderamente graciosos.

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Headhunters llega a España a la chita callando, meses después de su estreno, para demostrar que sigue habiendo películas interesantes y desconocidas, pero agradables en su visionado. Y casi más que agradable en esta ocasión, una verdadera muestra de cómo un guión bien construido, sin demasiados aspavientos a su alrededor, ni grandes estrellas en el reparto, puede enganchar durante toda la película.

Desde el primer momento del filme, la manera en que se presenta el protagonista nos engancha. Así da gusto, claro, y aunque ese ritmo no es constante en el cien por cien del metraje, lo compensa a base de originalidad y de sorpresas al espectador. Según tengo entendido, suele ser a eso a lo que se tienen que dedicar las películas, entonces ¿por qué es tan escaso?

Roger Brown (Aksel Hennie) es un cazatalentos que, para mantener su altísimo nivel de vida y apariencias, lleva una vida alternativa como ladrón de obras de arte, las cuales vende en el mercado negro con la ayuda de su amigo Ove (Eivin Sander). Pero claro, quien tiene una vida así de arriesgada acaba pagando el pato y, casi sin verlas venir, se convierte en presa de un ambicioso ejecutivo holandés, Clas Greve, (Nikolaj Coster-Waldau) con un pasado oscuro casi negro repleto de vínculos paramilitares. A partir de este punto, la película deriva en un conjunto de sucesos y acciones a cada cual más sorprendente, de las que hacen pensar que todo es increíble y, a la vez, absorben la atención para ver cómo se termina resolviendo todo.

No será de extrañar que se anuncie su versión americana en los próximos meses. Aunque eso probablemente suponga una falta de frescura en su guión y narración, lo que es seguro es que para ésta, su original, será un buen empujón de publicidad. Un aplauso para las historias bien contadas y, sobre todo, que hacen al espectador disfrutar, como ésta.

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Tiros, explosiones, destrozos, tiros, explosiones, más explosiones. En eso consiste Los mercenarios 2. Vamos, en eso consistía mayormente la primera parte y, seguramente, de eso tratará la tercera.

Hay poco más que decir sobre esta película, que muchos están aclamando como cénit de las producciones del género, y bastante superior a su antecesora. No lo entiendo. Desde el minuto uno da la impresión de que estamos ante un capítulo condensado de el Equipo A, renovado, actualizado, con mucha pasta y con casi todos los actores matones que podamos imaginar.

Estas películas son las que sirven para momentos en los que uno tiene la cabeza vacía y quiere vaciarla aún más. O para descargar tensión, en épocas de exámenes, o de estrés laboral, o, si se pone a todo volumen, molestar a alguna vecina repelente. Tal vez por eso tenga éxito, porque la gente suele ir al fútbol a desahogar sus desgracias contra árbitros y jugadores, o al cine a ver cosas que no se ven normalmente por la calle. Véase, tanques destrozando todo lo que hay alrededor, disparando y matando a gente como si fueran moscas y, además, disfrutando de ello como niños.

Lo mejor de la película, sin duda, la aparición estelar de Chuck Norris. Lo peor, que no le dejaran a él solo acabar con todos. Chuck Norris es capaz de eso y mucho más. Por lo tanto, abogo para que la tercera parte se llame El Mercenario. El resto, bacala.

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Normalmente, las únicas películas que tienen el honor de ser rehechas (remeiqueadas) son películas de atractivo para el gran público, sobre todo porque, en origen, disfrutaron de éxito comercial o, más posteriormente, se convirtieron en títulos de culto. Hara Kiri: muerte de un samurai se encuadra más en el segundo tipo. Pero ojo, su original, Seppuku, no es la clásica película de culto. De hecho, no es tan adorada porque tampoco es tan conocida, pero los que hemos podido disfrutarla vemos en ella una de las mejores películas de la historia del cine, no solo japonés, sino mundial. Es de esos clásicos que, aunque hayan pasado cincuenta años de su estreno, siempre agradan, siempre enganchan, y nunca da pereza volver a verlos.

Por eso, y sólo por eso, la labor de Takashi Miike es muy meritoria, ya que hay que echarle un par para afrontar tal reto, superior en todos los aspectos a lo de volver a hacer un Spiderman o un Desafío total de turno. Miike es un director talentoso, y le da un toque especial a la película, cuyo argumento es prácticamente idéntico al original, salvo en la manera en la que los hechos narrados se presentan al espectador.

Es esto lo que menos me convence, ya que sacrifica algunas incógnitas agradables en favor de un mayor drama y un acercamiento a eso que tan poco me gusta del cine actual que es restregarnos los sentimientos de los personajes de manera excesiva. Soy de los que prefiere la sutilidad a la evidencia, pero en este caso lo puedo disculpar porque no sólo no es cuestión de hacer una película clavada a la primera, sino porque los tiempos y el público han cambiado, y la manera de hacer cine y expresarlo también.

Que nadie espere una sucesión de peleas espectaculares y sangre a borbotones, porque no las hay. Y no las hay porque no son necesarias. Se cuenta la historia y se hace a través de los personajes y las costumbres japonesas del siglo XVI, hasta en los más mínimos detalles, que los hay, y muchos.

Recomendable para conocer el actual cine japonés si no se ha visto la original, y recomendable como ejercicio de curiosidad si se ha visto aquélla. Por una vez, un remake no llena de mierda el nombre de la película original, sino que le hace bonito homenaje, aunque, una vez más, no le llega ni a la suela.

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