Soy un gran admirador de Lars Von Trier, vaya por delate; pero El jefe de todo esto no me ha gustado, y he salido del cine no ya decepcionado, sino desconcertado, porque no me esperaba que la película no me arrancara ni una sola sonrisa.
Parte de una idea de guión que me parece brillante, como no podía ser de otro modo, pero creo que no está bien desarrollada. La película está lastrada por secuencias larguísimas, diálogos farragosos con sólo algunos oasis de brillantez o de hondura, y bastantes situaciones que se quieren divertidas sin serlo -un personaje que, al firmar un contrato, confunde el precio del objeto con un número de la cuenta bancaria, con la intención de hacernos reír -; hay otras situaciones que directamente son ridículas, como cuando un personaje se pone a recitar un poema cuando lo que debería hacer es firmar un contrato.
Para mí el principal lastre de la película es la falta de verosimilitud: no me creo lo que pasa, no me creo la reacción de los personajes ante los acontecimientos. Aunque haya una voz en off, la voz de UN AUTOR, que nos recuerde que estamos ante una representación, y aunque la voz omnisciente nos insinúe que no nos tomemos muy en serio lo que aquellos títeres nos están contando, no podemos evitar no levantarnos de la butaca; y como buenos cinéfilos seguimos leyendo pesadamente los subtítulos con la misma paciencia que los feligreses del rosario de las cinco.
Lars es un genio, pero no nos olvidemos que la genialidad y la locura se dan la mano

La irracionalidad de una religión castrante que atenaza a toda una sociedad, y a su lado, de la mano, un régimen enloquecidamente teocrático que convierte el punk en pecado, proscribe la diversión, tapa los rostros impúdicos de las mujeres, amordaza a sus intelectuales y premia a los corruptos que se pliegan a la maquinaria perversa del estado. Y de fondo, el dolor infinito de la guerra, el exilio, la nueva vida prestada en un país ajeno, el rechazo, la angustia de ser diferente, las hieles del desamor…, y por si fuera poco, la hipocresía de las sociedades prósperas que alientan tiranías al servicio de sus intereses.
La película de Marjane Satrapi lo engloba todo, un cuarto de siglo de desdicha de uno de los países más oscuros del planeta. Persépolis es una película dura, delicada, estremecedora, brillante, una obra de arte y una lección magistral de Historia que hiela el corazón.

Tarantino nos regala esta vez un puñado de actrices en estado de gracia, que interpretan a unos personajes que parecen de carne y hueso: hembras voluptuosas, desinhibidas, gozadoras, arrolladoramente sexuales, que son el objeto de deseo de un pervertido, Icy Hot, un doble de acción de película que merodea por las carreteras del sur con su siniestro coche apodado Death Proof.
Tarantino pone en boca de sus criaturas femeninas sus habituales diálogos deslenguados y frescos, llenos de alegre escatología y sexo sin prejuicios, que hacen que los espectadores empaticemos con ellas desde el primer minuto de metraje, aunque lleguemos tarde al cine. La película nos mantiene alerta en todo momento, porque nos hemos hecho amigos de las chicas, y sabemos que está ahí, amenazante, la sombra macho de Icy Hot, (tío bueno de hielo), el merodeador depravado y mirón interpretado con alegría por Kurt Russell, un gran actor sin fecha de caducidad.
En un genial giro de guión, toda la parte final de la película se convierte en una persecución de potentes y rugidores coches setenteros, una persecución por los caminos polvorientos del sur que rezuma cine, adrenalina y humor. Aunque a uno no le gusten las persecuciones cinematográficas de coches, porque suelen tienen algo de petardo y de fuego de artificio, yo sinceramente no recuerdo una sensación de vértigo audiovisual tan refrescante como este tramo final de la película que nos acaba de regalar el gran Tarantino. Todos estos diablos sobre ruedas, con Quentin - el Diablo Mayor -, a la cabeza, hacen que Death proof sea simple y llanamente una gozada. Si te divierte la montaña rusa vete a verla.