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Críticas de Doctor Zaius
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Críticas 49
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
11 de mayo de 2015
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si esta película se hubiera rodado en la segunda mitad de la década de los 90 probablemente la crítica -y su propio director- la habrían adscrito al movimiento DOGMA impulsado por Lars Von Trier en aquellos años. Si exceptuamos lo del nombre del director y lo del formato de la imagen (analógica en 16 mm en vez de los canónicos 35 mm del decálogo), la película cumple con todos los requisitos. Es ésta una elección estética -y, por tanto, ética- la cual dota de singularidad y coherencia a una obra que transita entre la reflexión existencial acerca de la soledad y el amor, la minicrónica generacional de una ciudad de provincias y la puesta en escena de una idea: cada final sólo es el punto de partida para un nuevo comienzo. Eterno retorno, pues, de lo mismo, que en cada vuelta es actualizado por las circunstancias del momento temporal.

El protagonista es un cineasta treintañero que vuelve a su Pontevedra natal para localizar exteriores para un film que van a rodar otros. La película deja en el aire el porqué de esta venida y propone de manera impresionista que asistimos a algún tipo de fuga del protagonista, aparentemente necesitado de tomar perspectiva con una probable ruptura sentimental en el Madrid del que -suponemos- parece huir. Dos partes diferentes parecen componer un díptico dentro del film: una primera centrada en el retrato de ciertas ruinas industriales contemporáneas en la ciudad de Vigo y sus alrededores y una segunda de escenarios interiores -aunque no solo- compartidos con otros personajes. La "espiralidad" del relato, la idea de vuelta al punto de partida en condiciones diferentes, y la segmentación entre estas dos perspectivas configuran una estructura compleja y sugestiva en la que los mismos motivos aparecen en distintos momentos resonando entre ellos.

La elección de la luz natural y de la textura de la película sirven para darle a ésta una apariencia naturalista: los exteriores deslumbran por su belleza, por la riqueza cromática de los paisajes naturales y por las variaciones de los grises, los ocres o los tonos metálicos de las escenas "industriales". Los interiores, iluminados únicamente por la luz artificial presente en ellos, son oscuros, lindando con una estética que podríamos calificar de intimismo tenebrista. El aspecto documental del film, evidenciado en largas panorámicas y planos secuencia en la primera parte del metraje, sirve para despersonalizar inicialmente al protagonista: éste parece convertirse en parte de lo que está filmando. Una figura inerte, en ruinas a su manera, intuimos, que se identifica visual y simbólicamente con los lugares por los que transita. Encarnación que se rompe con dos estallidos de furia íntima en dos momentos clave previos a la toma de decisiones importantes. A medida que avanza la narración hay un afán por dejar de ser parte del escenario, por tomar un papel protagonista en lo que le pasa, por dotar de sentido y consistencia a lo que está viviendo por la vía de relacionarse con los otros personajes entre los que se mueve. Hay, con ello, una dialéctica interior-exterior que está presente todo el tiempo, la cual genera una tensión importante en segundo plano: el afuera, en su inmensidad, resulta claustrofóbico a su manera y es reflejo de una devastación personal indisimulable. El adentro, en su angostura, no es cálido ni confortable, remite a un tipo de encarcelamiento vital del que parece complicado escapar. El tránsito entre ambos define las ansias del protagonista: liberarse de la sensación de ruina que lo devora y crear un espacio íntimo propio que dé cobijo, que sirva para soportar las inclemencias de la vida.

La película carece de giros dramáticos: apenas hay leves evoluciones en los actos de un protagonista que rebusca en las figuras de su pasado para dar con alguna clave que le permita reiniciar su vida. "Una pareja se termina y otra empieza": así resume el director el arco argumental. Y, si bien es cierto que este es el núcleo de la narración, todo lo que está alrededor de él tiene una vida propia que está cargada de intensidad y saturada de angustia y emociones contenidas. Para ello, el rictus controlado hasta la extenuación de su magnífico intérprete principal -Andrés Gertrudix-, funciona como sismógrafo exacto de los microterremotos que lo sacuden interiormente sin ser capaces de alterar su superficie exterior. Asistimos a cómo Miguel, el protagonista, mira y mira sin atreverse a actuar decididamente en ningún momento. Por el camino, pinceladas de cierta "juventud" perteneciente al ambiente más o menos bohemio de una ciudad de provincias. Retratos de trazo suave de ciertos elementos de una generación que parece malvivir entre la imposibilidad de conciliar ambición y supervivencia. También, de forma superficial, una mirada extrañada a los restos de algunos de los complejos industriales que hasta hace poco salpicaban la geografía viguesa y sus alrededores.

(sigue en "spoiler")
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Doctor Zaius
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8
15 de abril de 2015
13 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno de los tópicos favoritos de la industria del espectáculo es el manido “Hollywood: la fábrica de sueños”. Esta película de David Cronemberg arranca con esa alusión a la maquinaria cinematográfica norteamericana de forma sencilla: un primer plano de una joven que va en un autobús, aparentemente dormitando, nos hace incapaces de distinguir si todo lo que vamos a ver a continuación es una inmersión en su soñar o una narración que corresponde a su realidad diegética. Después de unos segundos sosteniendo un primer plano de su rostro dormido, una elipsis nos lleva de la mano de la propia chica a descender del bus. Comienza la película y carecemos de certezas acerca del estatus de la protagonista o de su trayecto: ¿está soñando todo lo que empieza a ocurrir o está inmersa en algo que se parece a la ciudad de los Ángeles en 2015?

Me gusta el cine de Cronemberg por cosas como ésta. En apenas un primer minuto de película, de forma sencilla, sin trucos ni discursos, sin trampas ni retorcimientos, ya ha introducido con eficacia un elemento de incomodidad en su propia historia: no sabemos si lo que vamos a ver va a seguir la lógica de las narraciones realistas (isomorfas a nuestra realidad) o si el director va a permitirse entrelazar en ella todas las líneas de fuga (abolición de las leyes físicas y emergencia aleatoria de lo imaginario-inconsciente principalmente) que caracterizan el soñar. Estos mecanismos que vuelven inestable la misma materia de la narración son parte fundamental de su discurso cinematográfico. Y ambos juegan al mismo tiempo en dos sentidos aparentemente opuestos: estructurando, por una parte, una pesadilla al ajustarla al armazón de un relato “clásico”, y, por otra, saboteando una narración “normal” con escenas escapadas de los peores sueños. Ambas líneas de fuerza tensan el film tirando en sentidos opuestos, configurando así una película que aparenta reposo cuando en realidad está en un equilibrio precario que se desmorona alternativamente entre las consecuencias de la pesadilla dramatizada -la tragedia- y el drama torpedeado desde dentro -la aparición de los delirios-.

La estructura de la película se ajusta a un esquema clásico emparentado con las tragedias griegas nucleadas en torno a la familia y a la idea fantasmática de su unidad. Se nos presenta, pues, una familia que reúne todas las apariencias contemporáneas del éxito pero que en realidad oculta toda clase de disfunciones y traumas en su seno. En paralelo a ésta, la película toma como foco a una actriz ya mayor para los cánones hollywoodienses que trata de ser fiel a su propia imagen de mujer eternamente joven y deseable. Las vidas de todos ellos se cruzan sin mezclarse realmente: comparten espacios y limusina, gurú de autoayuda y recepciones y fiestas, botiquines de medicamentos y paranoias, clínicas de desintoxicación y agente cinematográfico. De alguna forma son sonámbulos que caminan en medio de la bruma de su sueño de éxito, se hablan sin decirse nada, simulan tener vidas ahormadas al canon que se proyecta en sus películas cuando realmente en ellas sólo son destacables las marcas de un fracaso personal superlativo.

No es casual esta elección de elementos centrales. La familia canónica occidental -blanca, heterosexual, con niños, chalet y piscina- y la mujer como objeto de deseo reificado son, quizás, los dos destilados ideológicos más notables salidos de la industria del espectáculo durante el siglo XX. Ambos han cimentado estereotipos hechos de hormigón armado y, a partir de sus imágenes en movimiento, se han levantado miles de narraciones capaces de crear, difundir y mantener una idea de normalidad cuya solidez reposa en su carácter imaginario y cuya presencia avasalladora ha moldeado sueños y proyectos vitales instalada despóticamente en el imaginario colectivo. No sorprende, pues, que el director elija estos objetivos, que dispare contra ellos con todo lo que tiene por la vía de mostrar el reverso siniestro sobre el que se levantan y las estructuras putrefactas que los mantienen en pie.

Para llevar a cabo el dinamitado, la cámara de Cronemberg se cuela en la intimidad de los protagonistas como un invitado no deseado. Escudriña habitaciones y automóviles, se instala en salones y caravanas de rodaje para mostrarnos las miserias que, más que salpicar las paredes de este supuesto paraíso constituyen su armazón. Ese Hollywood de puertas para adentro que ya hemos visto en muchas películas anteriores -situación que el director parece dar por supuesto- y que constituye el mismo centro de otro pequeño infierno en la tierra. Es ese no-relacionarse entre los personajes, ese no-estar realmente en ningún lugar y la sensación que se desprende de todo ello configura el núcleo de la película, enroscado en la familia a la que regresa la chica del autobús por motivos que se van desvelando a medida que avanza el metraje.

Cabe destacar singularmente, en medio de esa caracterización de los personajes que se hace a partir de los escenarios por los que transitan, los momentos que se desarrollan en las piscinas de las casas. El símbolo por excelencia del éxito, la materialización líquida del haber cubierto todas las casillas en ese juego de la oca del triunfo profesional, es aquí el portal que comunica directamente con el mundo de las pesadillas. Una conexión brutal que nos hace preguntarnos, una vez más por el estatus de los protagonistas y de la narración, y que sirve para interrogarnos acerca de la fragilidad estructural -en términos de verosimilitud- de todo relato.

(sigue en "spoiler)
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Doctor Zaius
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8
13 de abril de 2015
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el país que inventó el turbocapitalismo tienen un problema grave con su pasado. Más que historia, cabría hablar de herida. El pasado norteamericano es una herida inmensa que supura por lugares distintos de muchas maneras muy variadas. En Foxcatcher este tema es el telón de fondo de toda la historia, el contexto que da significado a las acciones de los protagonistas, la sombra que los persigue y de la que no son conscientes. Una presencia que sobredetermina sus acciones.

El argumento está basado en una historia real: el heredero de la multinacional Dupont decide patrocinar a un campeón olímpico de lucha y montar un equipo que esté en condiciones de disputar las medallas en Seul 88. El elegido es el hermano menor de otro campeón a cuya sombra vive, incubando un resentimiento sordo que se entreteje con el afecto sincero que siente por él.

El multimillonario (un Steve Carell que debió ver muchos capítulos de los Simpsons para empaparse del personaje de Montgomery Burns) es un ser irremediablemente dañado: a su grisura absoluta une el desprecio de una madre distante y gélida y la mirada condescendiente -cuando no despreciativa- de un entorno que sólo le reconoce la suerte de ser el heredero final de una saga de plutócratas. Su fortuna está construída sobre las ganancias procedentes de la industria bélica. Su dinero, pues, como gran parte de las fortunas norteamericanas, tiene la mancha indeleble de la sangre. Y, unida a ésta, la corrupción emanada de toda la muerte que ha servido de abono para su crecimiento. Steve Carell, último heredero de una saga de traficantes de muerte, llega, pues a ese punto borroso entre los cuarenta y los cincuenta y se encuentra con que nunca ha hecho nada por sí mismo, excepto disfrutar de una vida anegada en unos beneficios materiales desmesurados.

Cómo retrata Bennet Miller esta atmósfera de descomposición y podredumbre que rodea al protagonista? Empleando una paleta de colores mortecina en la que predominan el gris pálido y el azul desvaído junto a tonos ocres y verdes sin apenas brillo. Empleando lánguidos movimientos de cámara que recorren las estancias de su mansión con pereza, al ralentí. Mostrando una naturaleza extraña, exhuberante y domesticada a la vez, cuidada pero desprendiendo un extraño aroma relacionado con cierto grado de artificialidad. Y, por último, encajando a los personajes en espacios cerrados que oscilan entre lo claustrofóbico y lo siniestro. Estas cuatro patas crean un ambiente funerario que envuelve a su personaje. Pero el punto definitivo para su retrato son los planos centrados en su cara. Paralizada en una mueca permanente de disgusto y desengaño es objeto de todo tipo de miradas desde ángulos muy distintos. Un poliedro de fatiga y resentimiento que, bajo la cambiante luz de los escenarios que transita, sólo muestra un catálogo interminable de matices de la palabra “decepción”. El heredero Dupont no está vivo, sólo tiene miles de millones de dólares y nada que merezca la pena hacer con su tiempo.

Del otro lado del ring, los perdedores. Los dos hermanos luchadores. Uno de ellos, el que debe ser la clave de bóveda del equipo de Dupont, es otro ser herido de otra forma. Huérfano y cuidado por su hermano mayor vive reconcentrado en la búsqueda de una identidad propia que es incapaz de conformar entre su desarraigo emocional y su penuria material. El encuentro con el multimillonario y sus promesas de riquezas y gloria inmediata abren ante él un horizonte inesperado, un lugar al que dirigirse, un punto desde el que poder afirmar algo sobre sí mismo. Su rostro, enfocado en un permanente primer plano cargado de crispación es la superficie de una tormenta interior interminable, un lugar de devastación que juega en la película al nivel de los escenarios por los que se pasean los protagonistas.

El ritmo de la película es lento, tortuoso. Las acciones de los protagonistas son ínfimas. Los hermanos entrenan y se preparan para las olimpiadas. El millonario dirige sus negocios. Las pausas son eternas. Sus vidas (la del millonario y el menor de los hermanos) hechas de tedio e insatisfacción, son devanadas mediante un tempo que parece una cosa sólida, un bloque pétreo que pesa toneladas. La cámara se detiene con frecuencia en escenas de intimidad en descomposición en las cuales los dos personajes protagonistas se reconocen como seres atrapados en un paisaje en cenizas. En los escasos momentos en que deben tratarse de la forma en la que se supone que los seres humanos se tratan entre sí, un halo de extrañeza permea las escenas, una sensación como de ortopedia en los gestos y los movimientos crea una atmósfera enrarecida y densa que convierte cada segundo en moléculas de algún gas irrespirable.

El millonario heredero del imperio de la muerte cierra el ciclo familiar de una forma extremadamente simbólica: su fortuna nace de la muerte industrial, así que su desdicha lo hará también, sólo que a un nivel más modesto. Los perdedores de la Historia, nos dice la película, sólo pueden limitarse a ser perdedores de sus propias historias personales. Acaba la película. Sentimos que algo desagradable sobre nuestras sociedades, sobre la riqueza material, sobre la lucha de clases que viven nuestros tiempos y sobre la impotencia de la individualidad contemporánea acaba de sernos dicho al oído. Algo que suena fatal y que reconocemos sobradamente.
Doctor Zaius
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7
17 de febrero de 2015
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sabemos del extraño efecto que produce el acercar una cámara a algo que está vivo. Sabemos de la distancia que genera este gesto y de la seducción consiguiente a la que da lugar. Mirar algo a través de la mirada de ese otro artificial genera un movimiento que nos desplaza simultaneamente en dos sentidos contrarios: por un lado nos desapegamos de lo que estamos viendo, por otro nos quedamos enganchados a la pura fisicidad del reflejo luminoso sin casi darnos cuenta. Así, lo real de la vida filmado en crudo hace que nos desentendamos de las circunstancias de aquello que está siendo grabado y nos quedemos con la apelación sensorial pura y dura. Perdemos algo relacionado con nuestra humanidad al tiempo que babeamos como adictos en pleno subidón.

La película de Dan Gilroy va de todo ésto.

Para ello centra su foco en la figura de un psicópata -el típico tipo aparentemente normal- sin raíces ni historia. Una figura extrema que, dado el esquematismo de sus coordenadas morales, más parece la forma carnal de una idea que un personaje al uso, con sus contradicciones e incoherencias. Este protagonista, Louie Bloom, interpretado excelsamente por Jake Gyllenhal, está hecho de una pieza: un pedazo de mármol emocional cincelado a medida por una sociedad que necesita de tipos como él para mantenerse en pie.

La película sigue la peripecia de esta idea andante disfrazada de periodista de sucesos. La lógica del beneficio económico a costa de la desgracia ajena impone reglas muy estrictas que el protagonista sigue escrupulosamente. Como si se tratase de un monje de una orden de sociópatas, su reglamento y su peculiar código de conducta lo emparentan con Drive, el protagonista homónimo de “Drive”. Frente al carácter ético de los actos de éste, la perseverencia que demuestra en los rasgos básicos de su personalidad -que se intuyen al principio, se despliegan con rotundidad a medida que avanza el metraje y lo conducen a situaciones inverosímiles finalmente- lo relacionan genealógicamente con el Travis Bickle de “Taxi Driver”. Junto a ellos comparte, además, una vida en continuo desplazamiento. Louie, como buen hijo de nuestro tiempo, no sabe lo que es un hogar, y, aunque duerme en un piso de vez en cuando, sólo parece estar a gusto en su coche. El automóvil es su refugio y su lugar de trabajo. En él lleva su equipo de filmación y en él da lecciones a su ayudante. Hay, además de Travis Bickle y Drive, un tercer personaje que se nos viene a la cabeza de forma recurrente: el Jordan Balfour de “El lobo de Wall Street”. Louie es un emprendedor. Un creyente en la capacidad del individuo para salir adelante por sí mismo a cualquier precio. Y a cualquier precio significa “todo es válido si es bueno para el negocio”. Louie es un autodidacta que ha aprendido leyendo en internet. Está empapado de la lógica del emprendedor y de los manuales de autoayuda para éstos. Carece de sentimientos, de referencias éticas y de nada que recuerde vagamente que es un ser humano capaz de sentir algo por otros seres humanos. En cierto sentido es la encarnación del sueño americano llevada a sus últimas consecuencias.

El ritmo de la película va de la mano del éxito progresivo de Louie. Lento al principio, esmerándose en mostrar los detalles del duro comienzo, registrando de paso la noche angelina con precisión y elevadas dosis de belleza lo-fi. Con muchos puntos muertos que recogen la capacidad de Louie para esperar ese “algo” que haga de una noche normal una gran noche: un tiroteo con muertos, un accidente múltiple de coche, un atraco con rehenes. Moderado a medida que Louie va siendo imprescindible para la cadena local de TV a la que entrega sus cintas de desastres nocturnos, encadenando planos de desgracias y heridos, de gente mutilada o de vehículos destrozados. Furioso en la parte final, en la que Louie alcanza el grado de maestro de lo suyo, de demiurgo que no sólo registra la realidad, sino que la crea para poder registrarla.

Y es esta parte final, desatada y embarcada en un crescendo imparable, la peor del film. Todo el ejercicio previo de construcción del protagonista, su ambiente y sus relaciones, revienta por los aires al forzar los límites de la propia historia, al salirse de las reglas que la propia lógica interna del relato había trazado con firmeza. Tres cuartos de película magníficos enterrados por un último cuarto excesivo en su inverosimilitud, descontrolado y forzado más allá de las propias necesidades de la narración.

Capítulo aparte merecen la construcción de la relación del protagonista con la directora de informativos de la cadena de TV local (magnífica Rene Russo) que éste entiende como parte importante de su política empresarial y el vínculo con su ayudante y compañero de peripecias nocturnas, víctima de los discursos de Louie sobre emprendimiento y mejora individual.

Película notable, por tanto, chafada por una parte final que destroza todo lo bueno construido previamente y que lanza un mensaje claro: los medios de comunicación contemporáneos necesitan de psicópatas como Louie Bloom, gente capaz de no alterarse ante dilemas éticos o morales cuando lo que se trata es de aumentar las audiencias y de dar espectáculo con la desgracia ajena a cualquier precio. Psicópatas que alimentan audiencias que alimentan medios que alimentan psicópatas. Bonito círculo.
Doctor Zaius
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9
9 de febrero de 2015
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Escribía Marx en el Capital un párrafo que se ha hecho especialmente célebre: "todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profano, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones mutuas". En él describe los efectos corrosivos del capitalismo sobre las relaciones sociales y su capacidad para eliminar sin contemplaciones cualquier obstáculo a su mecanismo de expansión y retroalimentación permanente.

Leviatán es, conscientemente, supongo, una especie de parábola que describe las consecuencias de este proceso en la Rusia contemporánea, poniendo en pie una historia en la que se cruzan el drama particular del propietario de una casa ubicada en un paraje idílico a punto de ser expropiada y la tragedia colectiva de una sociedad abandonada a la ley del más fuerte y a los designios de una maquinaria de estado corrupta hasta el tuétano.

La acción tiene lugar en alguna ciudad del norte ruso, situada a miles de kilómetros -suponemos- de la capital, de esa metrópoli capaz de irradiar civilización por la vía del derecho y de mantener ésta en pie gracias al monopolio de la violencia que ejerce el estado. Con todo, a medida que nos alejamos de estos poderosos centros de producción de legitimidad, las cosas se vuelven más difusas: la frontera entre lo legal y lo ilegal se emborronan y la maquinaria del estado, corroída en su interior debido a la presencia de auténticas mafias de funcionarios corruptos, se convierte en una apisonadora al servicio de intereses personales. Es fácil identificar al Leviatán del título con la dicha maquinaria: dos de los protagonistas de la película sufren en sus carnes las consecuencias del enfrentamiento con ella. En la biblia cristiana Leviathan es la encarnación del mal: un monstruo que vive en las profundidades de los océanos y que está emparentado con la serpiente que sedujo a Adán y Eva conduciéndolos a su expulsión del paraíso. Este mal absoluto es identificado en la película con la trama formada por la "gente honorable" del pueblo: el alcalde, los funcionarios de la administración y de la justicia, los policías y el pope ortodoxo.

Y es esta red de delincuente legales que conforman eso que solía denominarse "las fuerzas vivas" la que da forma al Leviatán del título. El Mal absoluto se sustancia en una constelación de males particulares que actúan movidos exclusivamente por la codicia. No es tanto una cuestión de debilidades de carácter como un problema estructural en el que cada individuo es una pieza con poco margen de maniobra. La película no es moralista -por lo menos durante la mayor parte del metraje-, no carga tanto el acento en las mezquindades individuales -aunque tampoco pasa de largo ante ellas- como en la configuración de la sociedad en la que viven los protagonistas. Y es, al apelar al condicionante colectivo de las existencias individuales, una película de marcado carácter político, que pone sobre la pantalla la incapacidad de la política, de la propia democracia y del estado de derecho diría yo, para sobrevivir en un entorno en el cual lo único que cuenta es el afán de lucro descarnado y el uso de la violencia para que sus engranajes funcionen con soltura. En este sentido, este pueblo en el límite entre lo civilizado y lo bárbaro parece funcionar como metonimia de toda la sociedad rusa al exponer una serie de conflictos que trascienden lo que serían las problemáticas propias de una villa pequeña.

Visualmente la película apabulla con su fotografía de ese norte descarnado y semidesértico, con las panorámicas de las carreteras interminables, con los planos de ese mar que bate con violencia sus playas y acantilados. Si lo bello es la combinación de lo hermoso y lo terrible, podríamos decir que los paisajes en las que se desarrollan las distintas escenas son de una belleza indiscutible. En ocasiones, incluso, rozando el delirio, como en esos planos en los que un esqueleto de una ballena varada en una de las playas ilustra con la efectividad de lo violento la decadencia de lo que, intuimos, fue una antaño vibrante ciudad pesquera ahora sin actividad.

Para estructurar la parábola Zvyagintsev construye varios escenarios con sus propias reglas, con su lógica interna definida con exactitud: el interior de la casa del protagonista, en la que los conceptos de lo doméstico y de lo familiar se amalgaman con una claustrofobia de baja intensidad y una tenue sensación de cierre; los paisajes abiertos que parecen no terminar nunca y que remiten a una insignificancia de lo humano frente a la naturaleza; la línea de costa, con ese mar amenazante y permanentemente en tensión del que parece a punto de surgir algún tipo de bestia; las oficinas de la administración, con ese regusto al Kafka del Proceso, con ese rumor hobbesiano que recorre toda la película y que en esos lugares resuena de forma especialmente intensa; las dependencias del pope ortodoxo, en las que lo terrenal y lo divino se condensan bajo la forma del lujo. Cada paisaje, natural o humano, determina un tipo de escena y parece arrinconar a sus personajes, obligándolos a desarrollar una conducta concreta. Cada individualidad, más que movida por la fuerza de sus deseos, parece condenada a ser empujada por el peso de la estructura social y de la historia colectiva modelada, entre otras cosas, por un paisaje que parece aplastarlo todo.

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Doctor Zaius
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