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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 182
Críticas ordenadas por utilidad
6
28 de junio de 2021
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para muchos habrá supuesto un fallo (más bien de garrafón, que no garrafal), el que Babak Anvari se haya zambullido, con el guión bajo el brazo, en la piscina de su segundo largometraje, después de «Under the Shadow», en la que se estrenó como director y guionista.

En sus dos primicias, parece no querer correr riesgos, y hace bien, pues sus primeras incursiones, ambas en el género del terror, ningún escritor sale salpicado del dudoso resultado.

Con muy buena voluntad, talento todavía indefinido, y poca pericia en el manejo del capote, el novato cineasta iraní se lanza a harponear una presa que le viene bastante grande, y con un argumento sin demasiadas exigencias, deja que se pierda una oportunidad para crear algo más sólido.

Apuesta por un estilo que en inglés se denomina «slowburn»... es decir, mete el asado en el horno a fuego tan lento, que la cocción se eterniza, y para postre se duerme en el ritmo narrativo de tal forma, que al final sale la pieza chamuscada de fuera, y tan cruda por dentro que se hace incomestible para quienes gustan de los filetes bien pasados.

En manos de alguien más experto tras la cámara, el mismo guión habría sido explotado de forma lo suficientemente eficaz y efectiva, como para crear un mayor interés en el público, sin renunciar a ese carácter de cine de autor que se le quiere imprimir, pero de guisa bastante mediocre, incluyendo algunos aspectos técnicos y de trabajo de actores (éste principalmente).

La práctica ausencia de banda sonora (véase que no está creditada en la ficha de producción), deja despojado el plano extra diegético de un elemento narrativo augmentativo esencial; un recurso al que Anvari renuncia, jugándosela todavía más, y dejando al desnudo un ya de por sí endeble planteamiento. Ello, sumado a una sobriedad pasada de rosca en lo que respecta a otros efectos sonoros y visuales, ya sea por evitar cualquier artificio superfluo o innecesario, o porque no lo permitía el presupuesto, deja prácticamente todo el trabajo del filme en los personajes y lo que pueda dar de sí la fotografía de Kit Fraser, que no es poco.

El caso es que en esta co-producción británico estadounidense, uno no acaba de imaginar en qué se gastaron los mortadelos, algo que me intriga, ya que sólo en una «güeb» cuyos datos no he podido contrastar, habla de la friolera de 20 millones de dólares (según http://bestmoviecast.com) que justito fueron capaces de recaudar en taquillas.

El «set» alterna los dos escenarios principales en los que se desarrolla la historia: el cochambroso bareto de Nueva Orleans, ciudad en la que se ubica la trama, y la casa en la que el protagonista convive con su pareja. Entre ambos, destaca un considerable contraste entre lo destartalado que aparece el bar, con el habitáculo del piso contiguo superior donde vive Marvin, y lo ordenada, limpia y acogedora que se figura la vivienda de nuestro principal.

La iluminación consigue ser bien lograda, especialmente en las secuencias diurnas, por la natural belleza de tono dorado u ocre que transmite el otoñal tinte del entorno. No se transmuta en rarezas en escenas nocturnas o de interior para crear o realzar momentos oníricos u horroríficos.

Los diálogos son de lo más intranscendente y soso que nos podemos encontrar en un “script” cinematográfico; lo único sustancial son las intervenciones de Armie Hammer, que lleva prácticamente todo el tiempo el centro de gravedad de las actuaciones.

De hecho, les invito a ustedes que hagan el experimento (yo lo hice) de visionar la película muda, y anoten al final lo que han entendido, para después compararlo con lo que les transmite con los diálogos… el resultado es que lo único que prácticamente comunica algún contenido es el trabajo de la cámara, las localizaciones, los encuadres, y, en general, todo aquello en lo que el ojo del director se centra. Se trata, pues, básicamente, de una obra casi exclusivamente visual, con dramatización en formato teatral; con mimos orientales, sin recitar un solo vocablo, se habría podido realizar este metraje.

Los demás personajes, ya sea a posta, o porque no dan más de sí como intérpretes, desempeñan un cometido puramente objetal. Cosa bastante increíble en el caso de Dakota Johnson, cuyo papel es poco menos que ramplón, y a quien Zazie Beetz hace el sorpaso ante la galería, sólo por figurar como el auténtico centro de los apetitos sexuales del prota.

El caso, es que el papel (y función) del resto, queda por debajo incluso del de las simpáticas cucarachas marrones, que aparecen como distinguidos actores invitados, por condensar buena parte de la carga simbólica de esta ficción.

La base sobre la que se construye el guión, el trasfondo de este llamado “terror psicológico” con el que se pretende etiquetar a “Wounds”, es un conocido mito del gnosticismo, según el que se logra el acercamiento a lo divino mediante el desprendimiento de las lacras de la existencia material. Superando el plano mundanal, precisa y paradójicamente a través de la vivencia de sus limitaciones y miserias, como se accede al estado de la perfección y de la belleza espiritual. Algo que, por otra parte, requiere la exigencia de constancia, esfuerzo y sacrificios, las veces extremadamente duros.

De hecho, y de ahí quiero pensar que viene “Wounds” (Heridas), como título; el concepto de herida, como entidad en la que tenemos, por una parte, la destrucción y el mal provocado (ya sea en sentido fisiológico, psíquico…), y por otra la lucha o el “trabajo” de los tejidos vivos, de las células, de la fuerza del carácter para que esta herida cicatrice. Esta lucha, este “pathos” (en griego, camino; de ahí patología), es lo que acerca a la felicidad ideal; el “placer” al que lleva el alivio del dolor.

Esta idea de los gnósticos, casa con la cita bíblica de los cánticos del Siervo, del Profeta Isaías: “Sus heridas nos han curado…”, en referencia al valor salvífico del sufrimiento de Jesucristo, con su pasión y muerte en la cruz.
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Jordirozsa
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6
4 de abril de 2021
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque, aparentemente, la temática vampírica pueda ser tratada en segundo plano, o, simplemente, como percha para el argumento de esta cinta de Martín Desalvo, los tópicos y los arquetipos de base sobre los que se fundamenta la novela original “Drácula”, de Bram Stoker, son los mismos. Así como otros muchos elementos del imaginario colectivo sobre estos seres sobrenaturales, y el simbolismo que contienen. No inventa, no crea... pero este tampoco es el cometido que hay que exigir, ni al director, ni a la guionista. Ni mucho menos lo que ellos podrían pretender.

Lo que nos presentan en esta película, con el trabajo de todo el equipo artístico y técnico de la producción, es una cuidadosa y bien lograda traducción de uno de los más fascinantes mitos de la milenaria tradición europea.

En ello, no hay ningún desmérito; sabe trasladar la esencia de este subgénero de terror a un lenguaje narrativo y estético, con el que lo ensambla perfectamente en un nuevo contexto, sin que su estructura y significados pierdan vigencia ni actualidad, especialmente en estos tiempos oscuros de pandemias, crisis a todos niveles, confusión generalizada, y pérdida a nivel global de la visión simbólica del mundo que nos rodea.

Por lo tanto, realizada ya hace seis años, además se le puede otorgar incluso un cierto valor premonitorio de lo que ahora mismo está sucediendo.

Desalvo extrae la médula del legendario de los vampiros, articulando su propia estructura con las piezas argumentales y narrativas que le interesa, despojándolas completamente, del canon barroco, gótico y sanguinolento al que estamos acostumbrados con las películas de la britànica “Hammer”, las más recientes versiones de la novela original (unas más fieles que otras), e infinidad de variantes que rozan más el cine fantástico, de ciencia ficción y/o de aventuras, que concebirse como de terror.

En esta cinta podemos apreciar apenas algunas referencias a toda esta literatura fílmica, pues se centra en los aspectos más humanos, ahondando en el sistema de significados de la personalidad de los papeles que interpretan los actores, y haciendo más un retrato de lo psicológico y lo social del mundo que recrea. Con todos estos ingredientes, y haciendo gala de un realismo estremecedor, nos acerca más al terror que alguna de las mejores interpretaciones del propio Cristopher Lee.

En vez de litros de hemoglobina, efectos especiales que inducen más al vómito que al espanto, sobresaltos y efectos orquestrales y de sonido propios de una ópera dramática (uno de los únicos recursos de antaño para describir lo tremendo e inefable), el director crea una atmósfera de lo más natural y cuotidiana posible, pero no por ello desprovista de poder atemorizante.

En este sentido, en especial los silencios de algunos momentos son lo suficientemente elocuentes como para realzar por sí mismos la intensidad dramática de la escena en la que se producen.

También juega, ahí, un papel crucial, la fotografía; con ella nos explica el contraste entre el mundo de lo consciente, lo racional; la franja del día que domina el sol, el YO, que cree llegar a todos los rincones de los páramos que ilumina. Pero que en la película no deja brillar en toda su plenitud, con atisbos de una ya incipiente debilidad, inseguridad. Y por otro lado, tenemos los planos, secuencias y escenas donde domina lo tenebroso, lo oscuro, lo siniestro, de lo que los personajes aparentan poder refugiarse en la luz artificial del interior de la casa. Ésta, como bello decorado interior que infunde acogimiento, confort y seguridad (y vista desde fuera), representa el parapeto que nos separa del salvaje, desconocido, infinito exterior, donde acechan todos los peligros.

Por lo tanto, paralelamente, las localizaciones, pocas pero perfectamente escogidas, funcionan también en este juego de contrastes, que nos habla desde la sobriedad de la composición de los encuadres, sin caer en una avara austeridad.

Hasta lo cutre que les pueda parecer a algunos la caravana abandonada, en vez de un ataúd, o del laberíntico castillo transilvánico con infinidad de interminables pasillos, puertas chirriantes, y negros y húmedos subterráneos, como nido del monstruo, puede resultar más como premeditada rúbrica del director para reafirmarse en el estilo que ha escogido.

Todos estos elementos se hacen encajar perfectamente en el lánguido y lacónico desarrollo del guión. Superficialmente lento, pero intensamente candente, como una brasa, va a su ritmo de cocción, igual como la carne en su propio cuero, tomándose su tiempo, como los argentinos saben hacer sus asados.

En un proceso de lenta digestión, el espectador va desvelando el contenido de la trama, como avanzando bajo la única lumbre de una vela. Paso a paso, se va dilucidando la verdadera identidad del mal que azota el lugar donde acontece todo. Y a la vez, esa oscuridad (ya lo dice el título), que va invadiendo el espacio, ganando terreno, desde que, a plena luz del día traen su semilla en forma de inocencia enferma y desmayada (Anabel).

Sin prisas, pero al tiempo casi sin darnos cuenta, como le pasa a la protagonista, la aparición de su prima va haciendo penetrar poco a poco ese estado cuasi hipnótico en el que el espectador participa con Virginia: esa immersión a lo desconocido, en las aguas del inconsciente donde bucean pasiones, deseos, miedos u otras experiencias que pueden ser las veces fuente de pánico, maldición o desgracia; o bién oportunidad de riqueza y conocimiento. Dependiendo de como cada cual lo gestione, y cuáles sean los condicionantes (ambientales, sociales, morales... ) que operen.
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Jordirozsa
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6
13 de enero de 2021
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin más, Chris Eigeman aborda una temática muy interesante, con la que enseguida podemos evocar la película "Freqüency", de Gregory Hoblit, con Jim Caviezel y Dennis Quaid (por la relación padre-hijo), o la saga de "Regreso al Futuro", de Robert Zemeckis, con Michael J. Fox y el mítico Christopher Lloyd, de quien me atrevería a decir que el joven protagonista de "Seven in Heaven", Travis Tope, tiene un parecido en su fisionomía (¿curioso, no?).

Con estas analogías, pero sin hacer más compleja la historia con la variable del tiempo, se nos presenta un argumento "fácil" de conceptualizar (relativamente), y sin demasiadas pretensiones en el desarrollo de su trama.
El director, que también guionista, parece querer asegurarse de que, por un lado, podrá resolver el hilo sin atropellos finales, y que, por otra, queda claro lo que quiere contar y como hacerlo. Tanto, quizás, que puede saber a poco y quedarse en la superficie de algo que podría haber exprimido un poco con alguna sub trama, por ejemplo, o involucrando más a otros personajes, e incluso introduciendo más elementos narrativos.

No parece querer arriesgarse, y da la impresión pues, como ya he leído en alguna otra crítica, que es una película de adolescentes, hecha para adolescentes... y "por" un adolescente; no quiero sugerir que Eigeman, con sus 55 tacos sea adolescente (todos conservamos algo de ello a lo largo de nuestra vida hasta la senectud), sino que se pone en su piel, tanto para contar lo que sucede, como a la hora de tener claro cuál es el perfil de espectador al que va prioritariamente destinada la cinta; seguramente por exigencias de los que van a vender el producto: digerible, sin confusiones, ni dar a pie a demasiadas interpretaciones abiertas.

Con esta simplicidad, por la que se resiste a sacar más miga al asunto, sale un rodillo bien estructurado i comprensible; atractivo a sus potenciales consumidores.

Pero lo que por una parte puede ser un punto fuerte de la película, de otro lado la hace demasiado convencional, y en algún momento algo insulsa. A pesar de ello, consigue mantener la atención sin que se antoje un bostezo, o las ganas de apretar el "pause" para ir a echarse un pitillo.

La interpretación de los actores es algo menos que decentilla en su mayor parte, y lo que ayuda al protagonista es su fisionomía, con esa mirada algo saltona y un atractivo natural que a su edad no hace demasiada diferencia entre feos y guapos. Al igual con las chicas, y el resto del elenco. A Gary Cole se le ve un poco más de garbo, más por su veteranía que por el esmero que pueda poner en el papel.

Aparte de los planos con iluminación diurna, que sólo aparecen (intencionadamente o no), al principio y al final, la trama se desenvuelve en escenarios nocturnos, o con iluminación artificial dentro de la casa donde se celebra la "party" de "teens", del amigo que los invita a todos. En esa tesitura tenebrosa, difícil está darle matices y vidilla a la fotografía, que se resuelve muy bien con la diferencia de tonalidades para cada una de las "realidades" diferentes en que se hallan los personajes (más roja en el "mundo paralelo"), y dotarlos así de su propia atmósfera.

La banda sonora no pasa de ese chumba-chumba machacón que acaba con la paciencia de cualquiera (por eso se quejan los vecinos, seguramente). Y ya si por falta de presupuesto, o de conocimientos en el área, se nos priva de una buena partitura orquestal, que un Mikós Rózsa en su tiempo habría dotado a la historia de esa salsa metalingüística que ha sazonado muchos filmes de estas características, e incluso los ha salvado cuando parecían perdidos en taquilla sin solfa alguna.

El contexto ambiental, sólo con la oscuridad y esos efectos lumínicos, sin vestuarios estrafalarios, ni decorados recargados, consigue encajar con una sobriedad ejemplar, permitiendo al espectador centrarse en la interpretación, y en el devenir de los acontecimientos.

Los diálogos no es que brillen por su elaboración, pero van a la tónica de la simplicidad del guión, y de la claridad que aparentemente quiere mantener el montaje.

Interesante, pues, sin querer bucear demasiado para no perderse en la oscuridad del fondo.
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Jordirozsa
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7
28 de mayo de 2022
19 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de una efímera etapa embrionaria que coincidió con el fin de la época zarista, el cine ruso quedó totalmente vallado por los condicionantes del régimen soviético, hasta tal punto que, cuando hablamos de películas rusas o de la Federación Rusa, perfectamente se podrían abstraer de las siete décadas en que su corpus histórico se desarrolló bajo las directrices ideológicas y políticas de los dirigentes socialistas, especialmente durante el mandato de Stalin, y asimilar que el cine ruso termina de nacer, después de las tímidas aperturas de los años sesenta, setenta y ochenta, caído el Muro de Berlín, desgajado el Telón de Acero.

Han pasado treinta años, y hay quién afirmará que aún anda en pañales. Especialmente el cine de terror que, admitiendo la omnipresente clasificación canónica en géneros y subgéneros, no tuvo ni arraigo ni oportunidad de germinar, en una predominancia de estilos cinematográficos marcados por el realismo y el constructivismo como líneas artísticas de pensamiento exclusivas.

Hace apenas un par de décadas que se muestra cierto interés en el horror como temática para el cine, y no será por la falta de recursos argumentales en la tradición cultural eslava. Y no nos confundamos: lo que a algunos les pueda parecer copia de clichés trillados en otras veredas (como la hollywoodiense o la europea), no es más que la inevitable similitud, analogía o paralelismo que podemos encontrar entre los corpus mitológicos de diferentes orígenes (étnicos, religiosos, sociales…), aunque admitiremos que cada uno mantendrá sus particularidades esenciales y signos de identidad propios.

Svyatoslav Podgaevskiy es uno de los directores que, con títulos como el que nos ocupa (“Nevesta”, 2017), y otros tantos que la precedieron (“La Torre del Mal”, 2014; “Queen of Spades: The Dark Rite”, 2015), o que la sucedieron (“Baba Yaga: Terror of The Dark Forest”, 2019; “Dark Spell”, 2021…), con variables e irregulares éxitos en taquilla y critica, pero siempre con el respaldo pecuniario de la administración de cultura rusa, supo ver una oportunidad en su carrera el embarcarse en la tarea de diversificación y explotación del potencial de un cine que venía del encasquetamiento en los cánones de una tradición monolítica y castrante, en cuanto a creatividad y proyección internacional se refiere.

Para algunos, ello es signo de vitalidad y el inicio de una evolución hacia la generación de productos potentes con sello propio; para otros, es la disolución de las esencias culturales patrias en el uniformismo globalista que marca los cánones estilísticos y temáticos, podríamos decir, “occidentales” (con mayor peso específico de lo anglosajón). En el sentido que, si me permiten la metáfora culinaria, independientemente de la original y genuina paella valenciana de carne (a lo que seria toda la legión de profesionales del cine que en su día se largaron de Europa, Rusia…, y que marcaron las pautas del sistema de producción y arte cinematográfico en los USA), Podgaevskiy se suma a la ingente masa de variedades y sucedáneos (a lo que llaman paella de marisco, por ejemplo), creando él su “paella” propia, con ingredientes autóctonos (como los del anuncio de la San Miguel, que hacían el arroz con carne de avestruz), de modo que se le critique la falta de valentía de elaborar su recetario propio, como el italiano lo haría con el “risotto” o el indio con el “chicken tikka massala” o el japonés con el “sushi”.

Y mal les pique a los fundamentalistas de la originalidad y “lo nuevo”, todos estos son platos de arroz… y usar la base (el “cliché”, como tantos nombran despectivamente), no es incompatible con el recurso de la creatividad.

¿Llegará algún día este cineasta, u otros compatriotas suyos, al estadio de completa y definitiva “consagración” de lo que se podría denominar “terror ruso”? Pues como diría mi amigo Tarzán: “Mi no saber”. Podgaevskiy ha tomado una clara línea de mimética de esos cánones globales que hemos mencionado, básicamente en lo técnico y lo que respecta al concepto de “script”, pero añadiendo un considerable espectro de elementos folklóricos de sus propias raíces socio-culturales.

El cine, sea ruso, europeo, yankee, japonés… tiene tres formas de abrirse paso: como obra de arte, como objeto de entretenimiento, así como (y sobretodo, porque los mortadelos están en la base de todo) producto comercial, fabricado por una industria, que espera de él obtener sus beneficios. Sólo para empezar con los paganos, es obvio que lo que dará más pasta (y de paso otros réditos sociales, políticos y económicos) es centrarse en el ocio y lo que tiene que ser vendido. Por eso, que la sobreabundancia, hasta lo descarado y aburrido, de aplicación de criterios publicistas y especulativos, para atraer al máximo número posible de consumidores potenciales, llega a eclipsar lo auténtico y legítimo de una producción como esta.

Para poder acceder, tanto a un mercado local invadido de “especies” foráneas, como a los mercados de donde proceden dichas “especies” que en su momento ya bombardearon a la “población diana” rusa con sus productos, Podgaevskiy decide diluir las aspiraciones más puramente artísticas a las que puede optar, en el mar de las exigencias canónicas del consumo en el sector del entretenimiento. Al servicio de las facciones más palomiteras, y para rasgadura de vestidos de los gafapastas y los académicos estirados.

Sin embargo, y quizás la más de todas las realizadas hasta la fecha por Podgaevskiy, “Nevesta” (2017) se resiste a ser simplemente un artículo más de la gran concurrencia de espectadores comechurros, y aporta (no sólo como residuo nostálgico), un estilo continuador de la corriente gótica; el toque de romanticismo rural en el que lo terrorífico se genera ya no tanto de sustos baratos, ectoplasmas hechos de FX barato y señoras con negras greñas de mocho caminando como artrópodos deformes (que de eso también hay…);
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Jordirozsa
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7
23 de marzo de 2021
16 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Puede sonar a tópico. Pero una de las cosas que siempre me ha fascinado, es que, independientemente del resultado final del producto, los cineastas italianos siempre consiguen capturar toda la belleza que pueden en alguno o algunos de los elementos de las cintas que sacan.

El estilo costumbrista, aquí cargado de tintes tenebrosos; la más que lograda fotografía; y el mito de la Fascinación, de la tradición popular de su país, son tres poderosos recursos, unidos a las interpretaciones especialmente trabajadas de Giulia Patrignani, Mariella Lo Sardo y Rafaella d'Avella, con los que Domenico De Feudis se marca un tanto.

El que su exhibición venga de la fábrica de churros "Netflix", ello en sí no la convierte ni mucho menos en una cinta mala por definición. No todo es oro lo que en ella reluce, pues tiene sus puntos flacos, especialmente en el poco partido que le saca a la temática. Le falta decisión, más atrevimiento y consistencia al desarrollo de la trama. Y el papel de Riccardo Scamarcio y Mía maestro es tan soso durante la mayor parte del metraje, que cuando procuran esmerarse, ya cercanos a la resolución de la película, es demasiado tarde para ambos.

El resultado de su interpretación acaba siendo poco más que postizo. Pero si lo pensamos bien, la pareja, lejos de tener un rol central en esta historia, se pueden considerar como un adorno figurativo más del set. Y cierto es que, como floreros, algo menos hortero se podría haber logrado su trabajo.

Quisiera no equivocarme, pero en esta película De Feudis nos explica la trama en base a dos planos narrativos: uno, el de la historia de terror basada en el fenómeno de la Fascinación, que no es el principal, ni mucho menos exclusivo, y el segundo, y más interesante, más allá de la trama del conjuro, es la metáfora del vínculo del ser humano con sus pasiones oscuras, sus tradiciones, sus lazos psíquicos y de sangre con sus raíces, en constante conflicto con su deseo de libertad, y de emancipación de todo ello.

Dos planos narrativos que confluyen en el hermoso lenguaje de las imágenes, los símbolos y las figuraciones, que consigue captar plano a plano, secuencia a secuencia, en las escenas centrales, lo que ahí se nos cuenta.

Ante tal carga de significados, alimentada por la paralingüística de los personajes (miradas, expresión de emociones, gestos...), la aparente "pobreza" de diálogos estaría más que justificada. Sin las palabras, los protagonistas lo dicen todo. Aunque Scamarcio y Maestro no acaben de estar a la altura de ello

Desde la escena del preámbulo con la ceremonia de exorcismo, hasta la resolución de la historia, De Feudis va introduciendo todos los ingredientes sin prisas, sin histrionismos ni sustos para palomiteros, y nos va adentrando en su cuento de modo que, sin apercibirlo, la procesión va por dentro hasta lograr el clímax, y sin ponernos demasiado difícil la comprensión de lo que va hilvanando.

No abusa ni mucho menos de los efectos (ni visuales, ni sonoros); como una llovizna, sazonada por una decente banda sonora, nos va empapando del espanto con el ya de por sí tétrico ambiente de la villa.

Gran parte de la acción se desarrolla en los recovecos de su interior, que contrasta con la frescura i la luz de la belleza de su entorno exterior. Asi como, en paralelo, la desenfadada sociabilidad de los lugareños, manifiesta en la festiva comida familiar, choca con el oscuro apego a tradiciones y supercherías: un perfecto retrato de lo que nos suele ocurrir cuando queremos irradiar felicidad y optimismo, mientras que puertas adentro nos atormentan nuestras oscuridades, muy ligadas a fantasmas de rancio abolengo.
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Jordirozsa
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