El cuento de Zweig, en el que retrata con gran habilidad y amenidad un caso de abnegación femenina en el terreno sentimental que alcanza ribetes verdaderamente masoquistas, se ha convertido en un clásico de la lectura fácil, especialmente entre mujeres inclinadas al victimismo o que, por una u otra razón, se sienten condenadas a un parecido papel en sus propias relaciones. Max Ophüls consigue trasladar al arte cinematográfico los mismos méritos y limitaciones del original y simplemente se ve obligado a adecentar levemente en materia moral el personaje de la protagonista, puesto que, al menos para Hollywood, es mucho más decente casarse sin amor y por pura necesidad de refugio para ella y su hijo, como vemos en la película, que sobrevivir como amante ocasional de diversos hombres ricos, sin pisar el altar pero con los mismos sentimientos y objetivos, como sucede en la obra escrita. Más allá de la maestría narrativa de Zweig y Ophüls, uno no puede evitar escaparse de vez en cuando de la lógica sufridora que implementan los autores en el espectador por medio de su protagonista y murmurar: ¡pobre mujer!, ¡qué disgusto le hubiera dado el hombre si le hubiera hecho un poco más de caso y evitado, por tanto, que se entregara por completo a la sensación indudablemente adictiva de amar sin esperanza!

Las historias de itinerario parecen encontrar su sublimación en el medio cinematográfico y, en este caso, el cuento original de Cheever, planteado como road-story acuática, no puede encontrar mejor ilustración que una película realizada con seriedad y buenas dosis de audacia. Es importante considerar la época en que fue realizada. Los múltiples guiños eróticos pueden parecer forzados hoy en día, como el momento en que Lancaster le quita el top del bikini a su ex amante o la secuencia en el jardín de los nudistas (¿para que quitarse el bañador y utilizarlo como taparrabos cuando el cine permite tantas formas de cubrir con naturalidad lo que no se quiere dejar ver?), pero en una fecha en que apenas acaba de perder su vigor el corsé Hays, resultan encomiables audacias. También hoy en día puede resultar reiterativa esa acumulación de detalles de ruina y decadencia con que se va a encontrando el personaje (para rematar con la tormenta final, de un simbolismo demasiado grueso), pero entonces todavía estaba intacta la veta antiheroica y crítica del american way of life que tanto se explotaría en los setenta, por lo que el público andaba muy sordo a esos mensajes y era necesario gritar fuerte.

Muy poco de La Cruz Azul, el primer relato de Chesterton protagonizado por el padre Brown, queda en esta película de Robert Hamer, apenas la cruz como objeto del robo en que se centra la historia y el personaje del malo Gustave Flambeau (correctamente encarnado por Peter Finch), que pasaría a hacerse habitual en la serie aunque como detective del lado bueno. También se prescinde de la intención fundamental de la serie literaria, es decir, presentar a la razón como aliado en lugar de enemigo de la religión, con lo que apenas queda más que el esfuerzo del gran Alec Guinnes por recrear el rostro sonriente y candoroso que debe de tener el personaje. La historia tiene muy poco de intriga y se abusa del elemento comedia, con lo que no solo el original queda descafeinado sino que se completa una película más bien flojita.

Además de ser (probablemente) los mejores actores del mundo, los británicos son los que mejor sabor dan a las ambientaciones históricas cinematográficas, ya desde que veíamos a Charles Laughton hacer de Rembrandt o Enrique VIII. Aquí recurren a dos actores estadounidenses como protagonistas, pero la consistencia histórica y el respeto a las fuentes literarias, así como el valioso elenco de secundarios, lo ponen ellos. Cada duelo, cada escenario, cada mesa de alimentos, cada traje y cada arma resultan plenamente convincentes, así como las interpretaciones de los que las portan. En cuanto a la historia, como en el original de Conrad, está presentada desde el punto de vista del húsar sensato (Keith Carradine) que ve trastornada su vida por el duelista empedernido Harvey Keitel, así como por las convenciones sociales que llevan a proscribir los duelos teóricamente pero también a proscribir en la práctica al que los rehuya. Tal vez la película y la novelita serían aún más interesantes si se desarrollara más el personaje del camorrista y se nos zambullera en los acontecimientos desde su curioso punto de vista, pero tal historia parece que quedará siempre por hacer. Lo cierto es que el relato de Conrad está pefectamente ilustrado y hasta lo poco que se cambia o añade parece adecuado.

Será difícil determinar si esta película refleja tan de cerca como pretende la realidad de lo ocurrido y si la salvación de París tiene un responsable tan claro como aquí parece y si es el gobernador Von Choltitz o el consul Nordling o los anónimos miembros de la Resistencia que actuaron ese y otros días. Pero en sus mejores momentos la obra aquí adaptada constituye un excelente ejemplo de ofensiva y contraofensiva dialéctica y estratégica en busca de una radical persuasión de un personaje hacia otro, y en ese aspecto no puede menos que recordar a Doce Hombres Sin Piedad. Si tiene además el mérito de la brevedad, una buena dosis de rigor histórico, intérpretes competentes y un director de prestigio, no cabe duda de que merece la pena verla sin temor a que deje un mal recuerdo.