Seguramente la película de festival más sobrevalorada y tramposa del 2018.
Labaki quiere por encima de todo impactar, y con ese "inocente" objetivo lapida al espectador a base de imágenes terribles y efectistas, manipulando con descaro hasta la náusea más desafortunada en lugar de construir su película sobre una historia repleta de posibilidades desaprovechadas.
La cineasta, que además se reserva un papel irrisorio, busca la lágrima fácil con una inverosímil incomprensión del realismo, que acerca la cámara a lo inhumano sin penetrar en lo humano, mientras le brinda al público pequeñas motas de esperanza antes de seguir lanzándole piedras y sin brindar nunca los matices necesarios para que la narración se mantenga en pie.
Hay que reivindicar, eso sí, la sorprendente interpretación del jovencísimo Zain Al Rafeea.