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España España · Cáceres
Críticas de Tiggy
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Críticas 329
Críticas ordenadas por utilidad
7
25 de junio de 2020
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Conclusión de la trilogía compuesta por Doctor Bull (1933), El juez Priest (1934) siendo la última colaboración de John Ford con el querido por todos Will Rogers, el cual falleció de forma trágica poco tiempo después de la realización de esta película por un accidente de avión. Barco a la deriva aborda la vida rural de pequeños pueblos americanos con un tono costumbrista, siguiendo los mismos esquemas que sus predecesoras, y guiadas por la encarnación de la amabilidad y sabiduría campechana hecha a la perfección por el humorista. La película sigue la trayectoria de un charlatán doctor que vende su 'Remedio de Pocahontas' con el objetivo de comprarse su propio barco a vapor. A raíz de la compra y de la llegada de su sobrino junto una misteriosa chica de los pantanos, se verá involucrado en una pena de muerte hacia su pariente por el asesinato de un hombre, y tendrá que buscar a un nuevo profeta, único testigo de la pelea, para conseguir el indulto.

Una obra menor del director de Maine en la que, por sus cualidades, es donde más se puede vislumbrar una personalidad racional y tolerante frente al trato cotidiano en las pequeñas localidades americanas, que no son otra cosa que el reflejo de una sociedad. A pesar de que es donde menos se emplea la crítica, Ford adapta la obra de Ben Lucien Burman usando uno de sus guionistas habituales, Dudley Nichols, que, ayudado por Lamar Trotti, imprime el sello fordiano, ese estilo invisible y tosco pero cargado de belleza rústica que impregna las obras del realizador.

El personaje de Will Rogers, el doctor John Pearly, es un equivalente al sueño americano de la época aspirando a comprar un barco para ganar una carrera fluvial, siendo esas sus escasas preocupaciones hasta la incursión de un atractivo John McGuire como su sobrino Duke, el cual lo inicia en una epopeya cargando contra la culpabilidad de haberle recomendado entregarse, pecando de soberbia, asegurando que no le pasaría nada.

La intensa rivalidad entre habitantes del bayou y gente del río aflora con la llegada a la vida del doctor de Anne Shirley (Fleetey Bell), pequeña línea narrativa que sirve para la presentación del personaje femenino y que se descarta erróneamente, pudiendo haber resultado una historieta divertida si se une a la nostalgia de glorias pasadas que salpica el filme y que se acentúa con la adquisición del museo de muñecos de cera, otra pequeña línea que casi sirve exclusivamente a la presentación de otro personaje, Jonás (Stepin Fetchit) y que queda suspendida en el guión para usarse como deus ex machina.

El romance que sustenta los intereses principales de la película resulta el motivo más interesante para escenificar el deseo de justicia al paso de mostrar la bondad cercana, gentileza despreocupada y simpatía de los personajes que asoman durante toda la aventura de John y Fleetey Bell, que se nos traduce a nosotros como una avenencia entrañable hacia todos ellos. Estas características son animadas principalmente por el sheriff Rufe Jeffers (con una maravillosa interpretación estelar de Eugene Pallette), el chistoso Jonás y el Nuevo Moisés, repitiendo por tercera vez el veterano Berton Churchill, cambiando su registro habitual por un bondadoso e implicado predicador que se come al resto del elenco en el último arco narrativo.

De la trilogía, es sin duda la que posee una estética más cuidada con una fotografía naturista de George Schneiderman perfecta para la historia que se quiere narrar, ayudando a crear auténticas delicias de escenas como la carrera entre John y el capitán Eli (interpretado por el íntimo amigo de Ford y creador de El juez Priest, Irvin S. Cobb), acompañada de una música muy sugerente para el contexto como son los himnos de la Confederación empleados por el presente en toda la saga Samuel Kaylin. En este último arco John Ford usa la religión que tan presente ha estado en su tríptico como recurso cómico pero también como expiación, quemando los ídolos americanos de su museo por un Nuevo Moisés eufórico, anteponiendo la humanidad a símbolos y supersticiones, de los que se deshace sin titubeo como de la necesidad de permanecer en un pasado enterrado. Probablemente, la mejor secuencia de la película.

Un gran cierre que narra una historia simpática como gran despedida del legendario Will Rogers ofreciendo una aventura a caballo entre lo cotidiano y lo épico, con una estética preciosa y una narración menos cargada de mensaje, más fácil de ver por un ritmo más ligero y unas interpretaciones geniales embarcadas en barcos de vapor llenos de vida bondadosa y rural que tiran por la proa convencionalismos idílicos y religiosos.
Tiggy
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7
12 de junio de 2020
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Creyendo que iba a tratarse de una película de terror al uso, me he llevado una gustosa sorpresa encontrándome ante un drama familiar que utiliza la figura de un sensible niño de doce años, adicto al terror y maltratado por sus compañeros de colegio, con una padres que a pesar de ser afectuosos con él, no lo comprenden. Y un hermano que guarda cabezas cortadas en el armario de su dormitorio. El pequeño Marty deberá enfrentarse al conflicto interior creciente de si seguir callado ante lo que él considera injusto o liberar su bestia interior, condicionado por las circunstancias y su protector hermano.

Adaptando la novela homónima de Todd Rigney, Scott Schirmer se recrea en una película que emplea la figura del asesino serial como catalizador del terror que, con un tono más intimista, nos narra un argumento donde las incógnitas están reveladas desde el planeamiento, basándose en las relaciones interpersonales del protagonista con las personas de su entorno y la gestión de sus propios sentimientos, todo tributando al cine de terror serie B y serie Z haciendo de este el motor principal de la película. A la vez, arroja una polémica cuestión al espectador cuya presencia ha estado presente durante muchas décadas de cine, ¿cierto tipo de cine condiciona un carácter violento en el televidente? ¿influye cierto tipo de cine a la insesibilización e instiga a perpetrar actos deleznables? ¿dependen los factores externos al cine para que estas premisas se cumplan?

Como ya he dicho, los géneros del terror o gore donde esta película está clasificada son crasos errores, ya que su característica principal es la capacidad que posee para transformar dichos géneros en un gran drama familiar observados a través de la inocencia de la niñez, con crítica social donde se incluyen aspectos como el abuso o el racismo, la puesta en duda de las figuras de autoridad, la justicia o el cuestionamiento y descubrimiento de la propia identidad. Las cualidades del gore se ponen en escena a través del metacine a nivel general, punto importante para la elaboración del discurso, pero es tan nimio y censurado a través del montaje (intencionalmente) que es prácticamente inclasificable dentro del apartado.

El guión y la construcción de los personajes son los apartados más relevantes, ya que confronta la personalidad buena, ingenua e introvertida de Marty frente a la pasividad y hostilidad de su hermano Steve y al intento de paternalidad por parte de sus padres, en los cuales no encuentra ni la confianza ni la comprensión necesaria para confrontar sus problemas de una manera más solvente. El entorno de inestabilidad familiar se hace notar también desde el planteamiento, gracias a la curiosidad de Marty, que descubre cartas provenientes de un amante de su madre, revistas pornográficas por parte de su padre y horrendos crímenes por su parte fraternal, pero que no llega a comprender por la inocencia característica de la edad. Todo ello conformará los alicientes, agregados al bullying escolar, para la evolución de nuestro pequeño protagonista.

Schrimer da una lección con una modesta producción, de estética cuidada en sus pocos escenarios, para hacer un producto diferente e innovador que se autocuestiona por el fin de un bien mayor: concluir con un debate que no ayuda a la divulgación de un género tan querida como vapuleada, concluyendo con que no es culpa del efecto artístico en sí, es culpa de las perturbaciones del espectador que consume ese efecto. Esto lo escenifica a través de la misteriosa cinta Headless, cuyo visionado suscita a Steve a cometer las mismas atrocidades vistas en el filme.

Es una muy buena película que podría haber resultado en algo mejor si no fuera por las interpretaciones del elenco general que, salvo Galvin Brown (Marty) y Ethan Philbeck (Steve), los cuales recrean una muy buena relación fraternal, convincente y sentimental, no se salva ningún otro. La forma que tiene el director para jugar con el cine dentro del cine es bastante atractiva, escribiendo una carta de amor hacia el cine de terror y hacia los niños que, como yo, hemos crecido viendo este tipo de películas. (7.5).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Tiggy
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5
29 de marzo de 2020
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Crudo retrato del período de posguerra en España (nada difícil hacer crudo un momento como ese), con Francisco Franco en el poder y la persecución de los rebeldes (maquis y republicanos) por el bando nacionalista, prácticamente, dándoles caza como animales salvajes. Con una estructura y forma muy similar al wéstern clásico, Alfonso Cortés-Cavanillas, director de la película, nos sitúa en 1944 con un grupo de partisanos emboscados entre los que se encuentra nuestro protagonista, Anselmo Rojas (Asier Etxeandia) el cual pierde el sentido auditivo tras una serie de escaramuzas y, siendo prácticamente el único superviviente, su misión es esperar la revolución anunciada desde la frontera francesa huyendo de sus perseguidores con la sordera jugando en su contra. Cavanillas traza un dibujo muy básico y simple entre las relaciones de sus personajes, siendo unos muy malos y otros muy buenos, algo que trata de romper de forma inútil con la relación que se establece a lo largo de la película entre el protagonista y el sargento Castillo, interpretado por, para mí el que hace el mejor trabajo, Imanol Arias. La historia se cuece muy lentamente y con numerosos cul-de-sac que podrían ocupar fácilmente la mitad del metraje, así como un intento fallido de simbolismo utilizando la figura del lobo para no se sabe qué, algo que también podría haber sido ahorrado. Las interpretaciones son muy, muy mediocres, rozando el bochorno con la actriz Olimpia Melinte interpretando a la mercenaria rusa Darya, personaje histriónico y muy anticlimático. El romace que se baraja en la cinta es muy forzado, introducido a presión en el guión, algo que tampoco aporta nada. El trasfondo y móvil de todos y cada uno de los personajes es tan simple que provoca la indiferencia total hacia ellos por parte del espectador, recalcando los secundarios, los cuales son construidos de una manera tan caótica que el efecto de simpleza se maximiza hasta niveles insospechados. Por el contrario, reconozco la labor detrás de la ambientación, adaptando una situación bélica del s. XX a un wéstern clásico, tanto en estructura como en fotografía, incluso en vestuario y muchas, muchas escenas y secuencias que parecieran sacadas del mismísimo Salvaje Oeste (incluida la aparición de la réplica española del famosísimo rifle americano, el Winchester 1892, llamado aquí Tigre), lo cual es un punto muy a favor. La banda sonora, a cargo de Carlos M. Jara está bastante bien condensada en la atmósfera de la película, resultando perfectos acompañamientos para los personajes tanto cuando es diegética como cuando es incidental. En resumen, es una película entretenida, que innova en un aspecto pero se estanca en lo más básico de todos los demás. Resulta entretenida, aunque tiene demasiado metraje sobrante en mi opinión, y el ritmo lento no ayuda mucho. Llega a cansar el abuso que hace el director del silencio para decir una y otra vez: 'oh, Dios mío, está sordo.' No la recomiendo, sinceramente. (4.5).
Tiggy
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9
17 de abril de 2021
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al poco tiempo de que empezara, una sensación se apoderaba de mí. La sensación de estar viendo algo muy especial, único y difícilmente repetible. Y, desde luego, no me equivocaba. Encubridora es una obra maestra, increíblemente moderna y transgresora pese a tener más de cincuenta años desde la que el prodigioso ojo de Fritz Lang analiza la mitología americana desde una mirada extranjera; la forja de las leyendas y mitos del Salvaje Oeste como si fueran cantares de gesta a través de la tradición oral de las canciones populares y los rumores, la dicotomía del bien y del mal, del honrado y del bandido que se topan en el mismo plano moral, la reivindicación del hito femenino en el folclore americano y una preciosa poesía sobre amores que nacen y mueren con la frialdad e infortunio de una bala directa al corazón. Un híbrido imposible entre cine negro y wéstern con un muy marcado romance 'ménage à trois' y hasta cuidados momentos musicales apostados sobre las raíces expresionistas de su director y el wéstern clásico. Como digo, una película excepcionalmente singular.

Lang arranca la película con un íntimo y precioso primer plano de un beso protagonizado por Vern Haskell (Arthur Kennedy), precedido de la simbólica canción de Emil Newman y Ken Darby a modo de leitmotiv, cantada por un narrador omnipotente llamado William Lee en forma de balada en la que se nos cuenta, a modo de leyenda, el camino de odio y venganza que el azaroso destino guarda para este protagonista tras el asesinato y violación de su prometida y la incansable búsqueda de su causante por el Viejo Oeste de mitad del s. XIX. De esta forma, el director alemán diseña una primera parte con una narración creada a partir de analepsis, tal y como hizo la mastodóntica leyenda Orson Welles en su Ciudadano Kane (1939), utilizando el viaje de Haskell para reconstruir la épica de Altar Kane (Marlene Dietrich), una inusual cabaretista vista en la 'Rueda de la Fortuna' ('Chuck-a-Luck') afamada por sus locuras y sus misteriosos vínculos con el mundo criminal. Lang demuestra, una vez más, lo conciso, claro y versátil que es para narrar un argumento, en este caso, uno de historias cruzadas en el que su segunda parte, más lineal aunque con un excelente dominio de las líneas narrativas paralelas es puro noir, con unos personajes más parecidos a unos mafiosos que a unos forajidos en la que los diálogos se plagan de confidencias, intenciones y secretos más propios del cine de gánsteres de las décadas consiguientes que de un wéstern clásico de 1952 en el que acomoda a nuestro atípico héroe en una sociedad corrupta y ausente de valores como una especie de inversión de M, el vampiro de Düsseldorf (1931), en el que su corrupto protagonista se hacía invisible en una sociedad civilizada interpretando la contraparte de su esencia natural.

El poco presupuesto de la RKO no le impidió a Lang convertir su película en una obra maestra. Es capaz de encontrar una atmósfera extremadamente opresiva en medio del polvo del desierto a través de interiores cargados de conspiración, rencor y odio que se dispara con la inherente fuerza con la que los actores se miran y, sobretodo, se escupen a través de palabras proferidas sin titubeos. El uso de luces y sombras, totalmente expresionistas en un producto cien por cien americano como es el wéstern, eleva la represión amenazadora en la que Lang disecciona a sus personajes principales; Altar, Vern y Frenchy Fairmont (Mel Ferrer), ese trío de corazones de solitarias sombras que se proyectan en el hogar de la inmundicia moral sobre el que se cierne la sombra de la justicia y de la venganza, pero también del amor, de la soledad e, incluso, de la vejez. ¿Y qué decir de Marlene Dietrich? Esa fuerza de la naturaleza, comodísima en su papel de jefa de una organización criminal, leyenda del Salvaje Oeste, apostadora cabaretista rompecorazones y musa del hombre americano por su carácter indomable contra los cánones femeninos de la época que, por ello, permanece en Tierra de Nadie, sola y marchita, entre el crimen y la ley, entre los corazones de dos hombres. Con una presencia descarada en el plano que devora al resto del elenco, es increíblemente fría, pero también sabe ser cálida y vulnerable como un rayo de sol en el ocaso de su día. ¿He dicho ya lo apasionante y seductora que es Marlene Dietrich? Un papel que solo ella podía hacer tan bien antojado como una extensión del que representó en la gran obra de George Marshall, Arizona (1939).

Es una película de personajes atormentados. Uno emprende su aventura incansable como un centauro del desierto menos peofesional, pero igual de heroico, para rescatar a su amor de las garras de la injusticia. Otro, recorriéndolo de la misma manera, pero desde la moral adversa de un criminal restringido por la sociedad, sin hueco ni redención, y que su valía es la leyenda de miedo que él mismo imprime en el oeste americano. Otra, una mujer hecha a sí misma para la que la codicia es la única solución para el desazón, la soledad y la pesada madurez en la que se sugestiona. Y qué bonita es la fotografía de Hal Mohr, explotada por el único ojo del alemán capaz de ver mucho más allá que otros de vista entera. Nos ofrece emotivos, y muy fordianos, cuadros dentro del cuadro; llegadas y partidas de nuestro protagonista a su nuevo hogar capaz de colmar su espíritu, y que encierra un amor imposible y turbulento, explícito y sensual que es menos sugerente pero igual de bonito que el de Ethan y Martha en una de las más grandes películas jamás filmadas: Centauros del desierto (John Ford, 1956).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Tiggy
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7
30 de mayo de 2020
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Interesante película en la filmografía de Masaki Kobayashi que sirve para indagar en la figura del maestro nipón a partir de una historia que se centra en un barrio de mala reputación en la capital de Japón durante la ocupación americana tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, donde un humilde estudiante universitario, Nishida (Fumio Watanabe), el cual se acomoda en una comunidad de vecinos disfuncional, tendrá que lidiar con los intereses del jefe pandillero de la zona, Jo (Tatsuya Nakadai) mediado por un amor que se torna complicado.

Distanciándose completamente de los géneros que lo catapultaron a la fama, el director hace una representación de la infame sociedad japonesa con una sociedad de vecinos cuyos únicos intereses son los propios, denotando un carácter extremadamente egoísta y envidioso sobre sus iguales, con una codicia económica intrínseca en sus personalidades, evitando los pagos y dedicándose a negocios como el proxenetismo y la prostitución. Nuestro protagonista, Nishida, no es otra cosa sino la víctima de un modelo social aplastado por las consecuencias bélicas que asolaron Japón, empobreciendo aún más a los pobres y enriqueciendo aún más a los ricos. Dentro de esa situación, la extorsión de Jo, el cual tiene acobardado a todo el barrio, hará movilizarse al protagonista en pos del amor de una joven, Shizuko (Ineko Arima), humillada y ultrajada por el peligroso matón. El género histórico es el que más precede para describir esta película por la búsqueda del realismo que ejerce su director usando como excusa un romance dramático poco convencional. El director también hace pequeñas incisiones a través de diálogos muy cohibidos sobre la relación entre propietario e inquilino, extrapolándose a capitalismo frente a comunismo o clase obrera, por ello, la búsqueda de realismo del director se basa principalmente en los aspectos económicos, sociales y políticos de un país apagado.

Las interpretaciones del extenso elenco están bastante bien representadas, aunque en ocasiones de manera histriónica por los secundarios, pero solventes en lo que concierne a complementar el personaje de Watanabe y mostrar la ruina personal, narrada en forma de pequeños capítulos durante la trama, de las familias de inquilinos que componen el complejo vecinal. Al actor fetiche de Kobayashi, Tatsuya Nakadai, lo observamos cómodo desempeñando un papel fuera de su zona de confort, haciendo de líder yakuza a la vez que transmite crueldad, egocentrismo, megalomanía y obsesión. Este último sentimiento resulta uno de los aspectos más impactantes de la cinta, ya que desemboca en una relación tóxica entre Jo y Shizuko fundamentada en el chantaje, la sumisión y la vejación por grado de poder, aún ella enamorándose de él en una primera instancia a pesar de todo.

A pesar de ser muy buena película, se me ha hecho cuesta arriba en principio por un guión lento y por una dirección muy franca en el sentido de que el único interés del director es tratar de representar de la manera más verosímil en entorno a través de planos estáticos y fijos que emplea durante toda la película, y alguna panorámica ascendente para mostrar la pobreza del barrio mediante la fotografía de Yuuharu Atsuta.

Los personajes, incluyendo los principales, experimentan una nula evolución excepto Shizuko, conociendo sus personalidades desde prácticamente el planteamiento, lo cual tampoco ofrece grandes posibilidades de sorprender por ello o por las relaciones que mantienen sus personajes entre sí. Aún cuando la historia peca de ello, Kobayashi mantiene una atmósfera espectacular de tensión creciente entre Nishida y Jo, incluso cuando comparten plano y sus diálogos no desprendes agresividad, que tan bien nos consigue transmitir.

También se puede apreciar cierto carácter autobiográfico por parte del director que reside únicamente en la figura de Nishida, estudiante universitario, ya que, aparte de que él mismo ha vivido esa época, se graduó en 1941, cuatro años antes de terminar la guerra. En la personalidad del protagonista se observa un temple pacifista y tranquilo, al igual que Kobayashi, aparte de que ambos comparten una forma de vestir muy similar. De esta forma, Kobayashi, representado mediante Nishida, explora la condición humana con los integrantes del complejo residencial y su interacción con el protagonista, dando bastante importancia a los soldados americanos, representados como brutos borrachos obscenos, posiblemente debido a la animadversión del director hacia ellos tras haber sido tomado como prisionero por los mismos durante la guerra de Manchuria.

Es un visionado muy lento, pero ese ritmo es necesario para poder mostrar con certeza lo que el director pretende, no obstante, se habría agradecido mucho una dirección más dinámica que no aburriera al espectador, usando recursos más vistosos y propios del cine del maestro. Aún así, es un completo barrido de la sociedad japonesa con los ojos de Kobayashi, y una pieza importante en su trayectoria para conocerlo mejor como director y como persona.
Tiggy
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