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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 182
Críticas ordenadas por utilidad
6
9 de abril de 2023
28 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bueno. Pues, ¿qué decir de «El Exorcista del Papa» (2023)»? Russell Crowe vuelve a Roma para luchar en la lid, pero no ataviado con el atuendo y las armas de un gladiador para la diversión del pérfido emperador Cómodo (180 – 193 d.C.), sino vestido con sotana negra y armado de crucifijo y agua bendita, al servicio de un papa inventado (en 1987 el pontífice máximo de la Iglesia Católica era el polaco, y canonizado Karol Wojtila, conocido por todos como Juan Pablo II), al que da vida un Franco Nero, que no me esperaba ver tan bien conservado y con ganas todavía de dar guerra en el cine, aunque al hombre ya se le notan un poquillo los achaques de la edad. Uno de los principales iconos del cine italiano («La Batalla de Argel», 1966; «Augustine: The Decline of the Roman Empire», 2010; «John Wick: Chapter 2», 2017).

Desde que en 1973 William Friedkin destapó la «caja de los exorcismos» con su adaptación de la obra de William Peter Blatty con la magnífica y colosal cinta (para mí, la más terrorífica de todos los tiempos, junto con «The Omen», 1976 , de Richard Donner) interpretada por Max Von Sydow, Lauren Bacall, Ellen Burstyn, Lee J. Cobb y Jason Miller, el listón para este (llamémoslo) «subgénero» quedó puesto de entrada tan alto, que de todas las secuelas, precuelas, «remakes», refritos y demás derivados, sólo atino a colocar cerca del hito, al «Exorcista III» (1990), dirigida por el propio Blatty (con George C. Scott, Brad Douriff, Jason Miller repitiendo y Ed Flanders); y «The Rite» (2011), de Mikael Håfström, muy dignificada por las actuaciones de Sir Anthony Hopkins, Rutger Hauer y Cyarán Hinds, como capaces de conservar ese aura tan intensa de sobrecogimiento y terror primario (teniendo en cuenta que en mi educación y cultura católicas, el demonio da mucho «yuyu»), Incluso me atrevería a añadir a esas excepciones «The Exorcism of Emily Rose» (2005), de Scott Derrickson, con el gran papel de Tom Wilkinson, y «The Devil Inside» (2012), de William Brent Bell, que a pesar de ser un «mockumentary» de serie inferior, es una de las pocas de este estilo que consiguió que me tuviera que cambiar los calzoncillos después de verla.

Cuando entré en la sala del cine, la primera imagen que quedó impresa en mis retinas fue la cantidad de asistentes con cajas repletas de palomitas; me dio un respingo intuitivo (y no supe porque hasta bien avanzado el metraje), porque jamás había asociado dicho manjar con una película realmente terrorífica que exigiese las dos manos en todo momento, para agarrarse a los brazos de la butaca. Después comprendí que «The Pope’s Exorcist» (2023), no llega ni mucho menos a las cotas de sudor frío, congestión de garganta y frío en la espalda a las que ponían (y ponen si alguien tiene arrestos de verlas en la completa oscuridad y soledad de la noche) las inmortales que he mencionado más arriba. Éstas abogan por un terror contemplativo, que apela a lo más primitivo de nuestros miedos, alimentado por los elementos culturales que hemos mamado de pequeños, y son hasta como un crisol en el que se reflexiona, y hasta se puede oler, atisbar, palpar… el mal en su origen, en su más pura esencia. Ese concepto o idea del mal que deja literalmente paralizado.

La propuesta de Julius Avery («Samaritan», 2022; «Overlord», 2018; «Son of a Gun», 2014), es una hibridación hacia una narrativa más aventuresca y/o detectivesca, que contiene trazas de cine fantástico en general, añadidos a lo que tendría que ser la pura y dura médula del terror, sobre todo cuando se trata del ejercicio de echar demonios. Es cierto que, a nivel temático se nos puede presentar como «una más de exorcismos», y de ello se cuida, pues el guion se sostiene básicamente por los referentes de «El Exorcista» y «The Rite», de los que, no es que toma prestadas, sino que directa y descaradamente confisca ideas, no sólo en lo que concierne al discurso, sino incluso en ciertos momentos de los que se podrían desprender calcos y referencias gráficas de las dos mencionadas anteriormente. Coge la masa madre, no para cocer un auténtico pan. En vez de eso, se hace una pizza algo estrafalaria, que lleva al espectro de una audiencia más generalista, claramente su público diana, a la que le va más el enfoque del horror al estilo de parque temático: «¡Bienvenidos al Exorcismo de Port Aventura!», en el que los contenidos del género terminan por caer casi a cotas caricaturescas.

La parte técnica del «film» es lo más decente. En lo que respecta a la fotografía de Khalid Mohtaseb, que combina la tétrica luz rebajada con tonos calientes en las escenas que se quieren impregnar de inquietud, de la presencia del Mal, con agradables vistas panorámicas de verdes bosques que rodean la casa señorial (una abadía), que a simple y primera vista, desde el exterior, parecerá mentira que en sus tripas se desarrollen tan aciagos y horribles hechos.

La banda sonora de Jez Kurzel es correcta. Pero sosa. Destaca y se agarra más a ese carácter que busca el misterio e intriga, haciendo un caldo marino con la partitura de la orquesta, apto para cocinar unas albóndigas con sepia (entiéndase la metáfora, en alusión al híbrido que refería antes), pero que destrozaría por completo una pieza de ternasco al horno.

El «set» principal es la abadía en ruinas que Julie (Alex Essoe) hereda de su recientemente fallecido esposo en un accidente de tráfico, y a la que la madre, con lo puesto, se muda con sus dos hijos, la inadaptada y rebelde adolescente Amy (Laurel Marsden), y su hermano menor Henry (Peter DeSouza-Feighoney), para vivir allí mientras la restauran, y venderla después. El caserón, tanto de exterior como en el interior, nos recordará a innumerables decorados que en la historia del cine han representado la morada de icónicos monstruos, como el Conde Drácula. El polvo, las telarañas, el mobiliario de época, las cristaleras, las habitaciones y un espeluznante sótano que parecerá ser la ruta que conduce a la puerta del mismísimo infierno,
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Jordirozsa
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8
17 de junio de 2021
20 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
No hay duda alguna de que al bueno de Stephen King, gran maestro, hay que reconocerle su prolífica literatura. Ha sido una de las principales minas para la producción de largometrajes que han dejado huella en la historia del cine desde principios de los 70-80, como en su día lo fueron los cuentos de Edgar Alan Poe, otro de los grandes reconocidos del terror sobrenatural norteamericano. Ambos ostentan una posición privilegiada, pues de sus respectivos relatos abundan las adaptaciones cinematográficas.

Si en el caso de Poe, nos vamos a un estilo gótico, más mimético del imaginario europeo, en el contexto decimonónico, en el auge del romanticismo, King, un siglo después, logra aportar la llave del horror, dejándonos penetrar en las fauces del inconsciente; toda aquella masa de recuerdos, condicionamientos... que representan en sus ricos simbolismos, el entorno social y cultural del que el escritor de Maine proviene.

Prueba es el constante reflejo del mundo onírico del que echa mano en sus obras; las que han sido llevadas al cine dan buena cuenta de ello. Y de este mundo de los sueños, que invierte y fragmenta la realidad al antojo creativo, nos trae, en colaboración con su hijo Joe Hill, «In the Tall Grass» («En la hierba alta»), una historia cargada de imágenes psíquicas y religiosas. Mucho más que en ninguna de sus otras obras, aquí se sumerge de lleno en estas temáticas, que tienen su eco temporal en otras creaciones anteriores como «Children of the Corn» (1984), y de las que películas como «The Harvesting» (2015) beben claramente. Ésta última mantiene muhas similitudes y paralelismos con la que nos ocupa. Básicamente, en la amalgama de elementos mitológicos judeocristianos que influyen en King por su formación espiritual metodista, muy propia de la herencia de su contexto vital, y el imaginario nativo de los cultos a las deidades de la tierra.

Podríamos decir, incluso, que toda la película es una cita o alegoría de la escatología bíblica, con injertos de leyendas indígenas, más o menos recreadas de modo sincrético. Siendo bastante polémico el resultado, ya que las múltiples críticas no parecen ponerse de acuerdo sobre el trabajo que hizo Vincenzo Natali, titular de la claqueta, así como de la pluma con el propio King.

No me he leído ninguna novela de este reconocido escritor, así como de Poe fui forofo en su tiempo. Pero dado el carácter de su estilo narrativo, no tiene que ser fácil trasladar cualquiera de sus historias a la pantalla. Sí que, en cambio, he visto varias de las adaptaciones cinematográficas de su producción, y por lo general, no es tarea simple el saber comprender los entresijos de las tramas de no pocas de ellas.

Con lo que Natale, nunca mejor dicho, se mete en un buen berenjenal del que, igual que los protagonistas del filme, tendrá un poco complicado salir airoso, ya que no para todo el mundo el resultado es lo digno a lo que apuntan las expectativas. Meterse en la mente de Stephen King puede traer de cabeza, y por andurriales escabrosos.

La fotografía de Craig Wrobleski, con los grandes planos iluminados de la inmensidad del herbazal, flanqueado por la carretera, con la iglesia y los coches aparcados a su lado en aparente estado de abandono..., en contraposición a las sobrecogedoras vistas nocturnas del campo, y los planos de los personajes andando en este laberinto enfangado, intentando sin éxito salir de él, acentúa esa angustiosa desesperación, la atmósfera claustrofóbica en una especie de cárcel vegetal. Así se nos puede antojar una metáfora de la mente humana: llena de vida y de riqueza desde lo alto, desde una amplia perspectiva; y al mismo tiempo lo terrible que puede ser, hasta la locura, perderse en sus vericuetos.

La música de Mark Korven, muy discreta, tenue, como un constante murmullo de fondo, dibuja el carácter siniestro del ruído del viento meciendo las plantas que, tal vez producto de la mente, o presencia real, se confunde con los susurros insinuantes y tenebrosos de las almas aprisionadas en el lugar.

No se prodiga en efectos rocambolescos. Algún sustete de obligado cumplimiento para que no se diga en boca de los palomiteros (a los que encarecidamente no recomiendo un plato que no está echo para su paladar), pero ningún sobresalto que provoque el vertido de «cocacola» en el regazo propio o ajeno. Con los recursos más básicos, que acompañan una discutible interpretación de los protagonistas en la mayoría de casos, se consigue un escenario asfixiante, realzado por todo lo que hacen resonar en nuestra imaginación.
En lo que al trabajo de realización respecta, todo este arsenal bien provisto navega en momentos a la deriva y pone en peligro el viaje, por la torpeza de Natale en manejar esos vaivenes en el espacio y el tiempo a través de los cuales desarrolla la trama, con un montaje que despista en la parte central de la cinta. Siendo el argumento tan simple, lo rizan de un modo que ni la peluquera más hábil con los rulos y el peine se atrevería; requiere un esfuerzo cognitivo considerable, el tener controlado el mapa de los acontecimientos, y uno hasta siente la necesidad de darle al «rew», para no perderse nada. Un desilachado causado por una distracción momentánea, o falta de atención por un más que comprensible sopor que provoca algun plano, o secuencia de ellos, supone perderse más en ese laberinto, ponerse nervioso porque no se sabe qué rayos está pasando, y hacerse todavía más difícil entenderlo.

De todos los artistas congregados en este megabucle sin aparente salida, los papeles de Laysla de Oliveira (Becky) y Patrick Wilson (Ross), archiconocido ya por las del Expediente «Guarren», son los más decentes, mejor trabajados y bien construídos. Con el perverso padre de la família que se pierde en el herbazal, evocamos al mítico y consagrado Vincent Price, cuyos personajes, precisamente en historias adaptadas de Edgar Allan Poe, acostumbran a ser los «mediums» de lo maligno que se manifiesta.
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Jordirozsa
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3
17 de marzo de 2021
17 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el preludio tenemos una escena inquietante, de ritmo estresante, que desprende horrror, pánico. Una família intenta salvarse de un ser malvado que la cinta ha sacado de los cuentos populares ingleses para dar miedo a los niños, y para que sea eficaz, hay que mimar con mucho esmero.

Con este inicio, se nos desvela ya una trama, y lo que sigue, el páramo de una casa de campo en una verde campiña inglesa, y la llegada de una mujer con su sobrino a visitar a su madre y al novio de ésta nos da más la expectativa de una telenovela de sobremesa de sábado o domingo tarde, que de lo que sobrevendrá después con el "hada dentista".

Promete en sus incios. El hilo narrativo de la presentación nos transporta más a un drama que a una historia de miedo. Hasta incluso los diálogos y la interpretación parecen decentes, y con los encuadres de fotografía, las secuencias, uno tiene la impresión de que aisistirá a algo interesante.

Louisa Warren va introduciendo al espectador en el clima misterioso de la historia sin atropellos, y sin sustos baratos. Pero le falta garra, y poco a poco va flojeando la puesta en escena, la interpretación de los actores, y el guión en sí mismo, que da tan poco de sí, que después de haber empleado un buen rato de metraje en poco más que en lo superficial, la eficacia de la atmósfera se diluye, y deja todo el montaje al desnudo.

Un hilo narrativo insulso, la creciente torpeza en acabar de conducir al público al clímax del terror, diálogos de besugos y un apático trabajo de dirección, dan al traste con la receta más pronto de lo que uno espera. Hasta tal punto, que se agradece que sólo dure 96 minutos (y aún así demasiado): un desarrollo errático que, a cada secuencia que pasa, agota todos los recursos; que no es que no sepa encontrarlos y/o utilizarlos, sinó que da la impresión de que no quiere. De modo que no acaba sirviendo, ni para puro entretenimiento.

Las actuaciones muestran sólo algunos momentos lúcidos, así como algunos encuadres de fotografía y efectos de la partitura, que para pescarlos y apreciarlos hay que remover como en una sopa de albóndigas con muy pocas y diminutas de éstas.
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Jordirozsa
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6
10 de enero de 2021
17 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
El argumento tiene un cierto atractivo, en una época de crisis, y más actualmente, como la que vamos arrastrando desde mediados de los 2000. Fácilmente despierta procesos identificativos.

El guión es bastante coherente con el planteamiento, aunque se queda un poco en la superfície del histrionismo cuotidiano; detrás de una aparente moralina, no acaba de desprenderse de los tópicos subyacentes de la conducta humana. Ojalá en la vida real fuera tan simple como lo que plantea la historia.

Ésta parece contener los mismos ingredientes del imaginario colectivo del "Fausto" de Goethe, y de los que se han nutrido muchas otras películas: el héroe guapo y noble que pasa por el infierno (Guido), su pacto con el Diablo (Franco), y la 'imago' redentora de la joven Rina, que será el espejo en el que se reflejará la conciencia de nuestro protagonista. Todo ello en un contexto deprimente, en el que parece que el 'aire puro' (tan anhelado en nuestros días en que hay que llevar mascarilla por doquier) sólo se respira en rededores de un cementerio, escenario en el que tienen lugar las escenas clave de la película. Por otro lado, interesante metáfora narrativa que se nos ofrece en clave gráfica.

Los personajes están bastante bien construídos, aunque no terminan de cuajar, y de mil leguas se ve que lo que se plantea es más ficticio que real. Las interpretaciones en general son algo sosas, exceptuando los personajes de Franco y de "El Profesor".

Carece de banda sonora propia, aunque tiene su sentido de encaje narrativo el intento de describir la historia en el plano musical con ese heavy metal de principio y fin, y en medio del bocadillo las piezas musicales clásicas religiosas.

El ritmo narrativo parece bastante correcto hasta que hacia el final se pierde un poco en alguna escena reduntante para el giro que se le quiere dar.
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Jordirozsa
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8
24 de mayo de 2022
17 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para todos aquellos a quienes todavía tocó hacer la “mili” les sonará lo de las “imaginarias”, las guardias que, por turnos, hacían los cuarteleros mientras todo el mundo estaba durmiendo. De ellas, decían que la peor era la tercera imaginaria, puesto que partía el sueño de la noche, por estar entre las dos y las cuatro de la madrugada.

En general, es lo que hacen todas las personas que, por mor de las características de su trabajo, se dedican a sus tareas laborales cuando el resto de peña está sobando. Tal idea, es uno de los presupuestos de planteamiento básico del argumento de “Last Shift”… una policía (novata, joven, un tanto insegura, pero decidida a cumplir su cometido como una buena profesional que es, por imperativo genealógico), se encarga de hacer el último turno de vigilancia de una desballestada comisaría, de la que quedan sólo los restos o deshechos de lo que fue usado por los habitantes de aquella estación, y ahora por inservible u obsoleto se ha quedado ahí, como rancio y funesto memorial, esperando a que una compañía de limpieza venga a despacharlo al fin del turno de la prota.

Si se hubiese tratado de un veterano(a) del servicio, igual hubiese mandado a tomar por culo al mando que se le hubiese ocurrido la “brillante” idea de colocarlo(a) en semejante cuchitril a las tantas de la noche (no me veo a Clint Eastwood o al Shutherland de 24h. cumpliendo tal cometido), o sea que se la carga una primeriza por real decreto, que sustituye en el aparentemente efímero cargo a un sénior que le da las instrucciones al uso, a parte de las llaves. Un agente que, a su vez, a parte de granado de paso, parece estar más quemado que un fósforo usado.

Si no fuera por las anticipaciones que el cerebro genera ágilmente en saber que se trata de un producto de terror (y aun así), uno ya piensa en la horita y media de bostezos que podrá compartir con la actriz principal en el berenjenal en el que nos han puesto (es una película en la que nos podemos virtualmente pasar todo el rato al “lado” del personaje, pues tiene una especial capacidad de absorción diegética). En efecto, el set y el encuadre de la acción está tan focalizado y reducido casi (y digo casi porque tenemos dos fugaces escenas exteriores en las inmediaciones) a las cuatro paredes del tugurio en cuestión, que en los 90 minutos que dura el metraje uno puede llegar a creer que comparte espacio y charla con la bella Juliana Harkavy (interpretando a la agente Jessica Loren). Y no precisamente una larga y aburrida “imaginaria”, sinó una asfixiante, lúgubre y adrenalítica aventura, primero de exploración, y después de intento de huída de lo que antaño había sucedido en el desballestado acuartelamiento policial.

Desde el principio, tanto el trabajo de direción de Di Blasi como las habilidades interpretativas de Harkavy se compenetran para conseguir que nos identifiquemos con la situación de la oficial novicia, especialmente para todos aquellos que en algún momento nos hayamos dedicado a tareas parejas, sin necesariamente llevar encima todo el pertrecho de un agente, pero en el mismo tedioso, pero a la vez estimulante en sus principios, pues todo trabajo tiene esa parte incial que mezcla expectación con inquietud e incertidumbre, marco de un trabajo en el que la soledad será la principal compañera en las horas de currele.

Las experiencias que yo mismo viví durante tres veranos, dedicándome a vigilar de noche en un ya vetusto camping para veraneantes adictos a lo simple, sencillo, barato y “de toda la vida”, me situaron al lado de la tan pardilla como valiente oficial de policía.

Por mucho que uno o una le eche ganas, estas labores crean un vacío que la mente intentará enseguida, por todos los medios, rellenar a base de horas de pensamientos, divagaciones… y, en última instancia el sopor, sobretodo a las puertas de terminar el turno, cuando ya asoman las 7 de la mañana. Tan sólo las puntuales y efímeras “apariciones” (valga la redundancia), de personajes y personajas que, por lo que sea, rondan por ahí a las tantas de la vigília, constituyen el único contacto (por lo menos en apariencia) con la realidad, a la que nos podremos agarrar en medio de tanto hueco espacio-temporal.

Un fantástico trabajo que el propio realizador lleva a cabo en el manejo del guión, con el apoyo de Scott Polley, nos ubica en una doble tesitura que no se nos hará diáfana hasta el final del metraje, y que demostrará que la creatividad y el ingenio están por encima de las posibilidades presupostarias de una cinta que, sin saber cuál era el monto pecuniario destinado para producirla, claramente se nos antoja de bajo caché en este sentido.

A pesar de ello, tenemos una factura técnica en la que destaca una ágil fotografía que contribuye sobremanea a crear la atmósfera necesaria para hacer el delirante viaje con la principal: Austin F. Schmidt, al mando de la cámara, ayuda sobremanera a delimitar los espacios narrativos: un exterior nocturno, que se nos antoja como una especie de limbo, al qual Jennifer accederá en contadas ocasiones, como frágil punto (no demasiado “iluminado”) de contacto con una objetividad que cada vez más a duras penas le servirá de apoyo para mantener los “pies en tierra”.

El paulatino estrés, y consiguiente desquiciamento del prácticamente único personaje sobre el que nos focalizaremos, nuestro referente, nos llevarán a hacernos una batería de reflexiones i preguntas sobre la salud mental de la oficial Jennifer, ya no sólo en el momento en el que le empieza a desbordar todo, sinó ya desde un principio: la conversación telefónica del inicio con su madre, justo antes de entrar en la comisaría, denotan un quebradizo equilibrio de sus facultades, a la par que con la manifestación de un nada despreciable síndrome de dependencia de la chica hacia sus seres queridos.

No es de extrañar, dado que su padre, también policía, en la misma comisaría que ella guarda con tanto celo competencial, en aquél mismo lugar, junto a otros compañeros suyos,
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Jordirozsa
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