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Críticas de Fernando Puertas
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Críticas 121
Críticas ordenadas por utilidad
4
8 de febrero de 2011
8 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
El olor de la papaya verde es una película vietnamita escrita y dirigida por Tran Anh Hung que en su día estuvo nominada al Óscar a la mejor película de habla no inglesa. El principal aliciente que encontré a la hora de decidir echarle un vistazo a la obra fue su origen, pues es Vietnam un país (de tantos otros) del que jamás he visto una sola película, pero en ningún momento pude imaginarme que ese mismo aliciente se convertiría, pasada una hora de metraje, en la única consolación que encontraría tras haber desperdiciado casi dos horas de mi tiempo. El saber que se ha visto una obra exótica desconocida para el gran público es algo que puede dejar un ligero buen sabor de boca, pero hay que decir que, por lo demás, la película es totalmente prescindible.
El olor de la papaya verde cuenta la historia de Mui (Man San Lu/Tran Nu Yên-Khê), una niña que trabaja como criada en la casa de una familia del Vietnam de principios de los 50’. El director nos obsequia con interesantes escenas en las que vemos la desigualdad existente entre la pobre chica y los hijos de la familia, permitiendo que nos hagamos ilusiones por sentir que estamos a punto de ver una historia de enfrentamiento entre clases sociales o algo por el estilo, pero nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que la segunda parte de la película, de no ser por algún que otro agradable giro, roza el calificativo de “coñazo insufrible”, y llegados a determinado momento la historia acaba, sencillamente, por importarme un bledo.
La realización, a pesar de estar chafada de vez en cuando a causa de los estridentes sonidos de la banda sonora, puede disfrutarse; y la cámara, con planos relativamente largos que muestran escenas llenas de vida, denota cierta profesionalidad digna de reconocimiento en un director novel.
El autor parece tratar de hacer poesía, pero sólo se queda en un intento fallido, ya que demasiados cabos quedan sueltos y finalmente la papaya no huele absolutamente a nada.
Fernando Puertas
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5
17 de noviembre de 2010
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera película de la trilogía que consolidaría a Krzystof Kieslowski como uno de los cineastas europeos más importantes es Tres colores: Azul, protagonizada por Juliette Binoche. Julie es una mujer que, tras la muerte de su marido y de su hija en un accidente de tráfico, trata de superarlo despojándose de todo lo material y espiritual que le ata.
Como ya decimos, se trata de la primera de una trilogía que pretende ser una especie de homenaje al país en el que el director polaco desarrolló gran parte de su trabajo. Así, cada película estaría asociada a un color de la bandera gala (azul, blanco y rojo) y a su vez a los ideales de libertad, igualdad y fraternidad que trajo la Revolución Francesa.
Lo cierto es que el filme no me ha logrado enganchar. La interpretación es correcta y la película no es aburrida, de hecho se me ha pasado rápido y todo, pero debe ser que aún no estoy hecho para apreciar el cine de Kieslowski, demasiado simbolista quizás.
Por supuesto, la música de Zbigniew Preisner es preciosa, y la fotografía de Idziak no puede ser mejor, otorgando al filme, como no podía ser de otra manera, un tono azul que va desde una habitación hasta una piscina pasando por una lámpara. Pero el caso es que no la he terminado de disfrutar, no me ha emocionado. Quizá porque el personaje interpretado por Binoche no me ha llegado a generar empatía, o porque no he terminado de entender por qué actúa así, o porque sencillamente me falta cultura y formación para entender este tipo de cine.
Azul es una película muy europea, incluso en su argumento se hace referencia al viejo continente y la unificación de sus países. A uno nunca le dejará de sorprender lo diferente que puede llegar a ser el cine a un lado y a otro del Atlántico. Es otro ritmo, es otra cosa. Es cine europeo.
Fernando Puertas
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6
30 de diciembre de 2010
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Estados Unidos, al ser primera potencia mundial política, económica y militar, se ha convertido en escaparate y referente para la mentalidad occidental. Su bagaje cultural ha sido importado, y lo está siendo cada vez más, a nuestras tierras de forma impresionante, y día a día podemos ver cómo sus estereotipos sociales encuentran su particular versión española por estos lares.
El cine tiene parte de culpa en este fenómeno, pues es en gran parte a través de él como se nos ha mostrado el anzuelo de la sociedad ideal, la sociedad que debemos querer y a la que debemos aspirar.
Uno de los ámbitos que mejor se presta a mostrar esa realidad estadounidense supuestamente ideal a través del cine es el instituto, generándose así el género highschool, cuyas tramas se desarrollan en el ámbito escolar de los típicos institutos americanos de atractivos quarterbacks, dulces y populares animadoras y emocionantes bailes de fin de curso.
Nos guste o no, todo eso pertenece ya a nuestro imaginario colectivo, y por lo tanto a su correspondiente representación cinematográfica, no exenta en muchos casos de ridiculización.


Grease, de Randal Kleiser, es una de esas películas que, a modo de cariñosa parodia, realiza un homenaje a aquellos años cincuenta que tanto marcaron la mentalidad de la sociedad estadounidense, y por extensión de la sociedad occidental.
Basada en el musical homónimo de Jim Jacobs y Warren Casey, Grease cuenta la historia de la vuelta al cole en el instituto Rydell, donde Danny Zuko (John Travolta) y Sandy Olson (Olivia Newton-John) se reencuentran inesperadamente tras haber vivido un ligue de verano.

Lo cierto es que trama no tiene demasiada, pero sería estúpido ponerse a buscar un argumento en un musical como Grease, donde lo principal son las pegadizas canciones y los atractivos bailes que los “jóvenes” actores nos ofrecen, y cuya única y principal utilidad consiste en alegrarte la tarde del domingo echándole un vistazo en el sofá de casa. Si es en compañía mejor.
Fernando Puertas
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10
17 de junio de 2010
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si el cine fuese una religión esta película sería Dios. Si el cine fuese un Estado totalitario esta película sería el dictador. Si el cine fuese una familia esta película sería el padre. Y si el cine fuese lo que es, cine, esta película sería El Padrino.
El Padrino, basada en la novela homónima de Mario Puzo, no es sólo una película; El Padrino es filosofía de vida. Nadie puede morir sin haberse pasado tres horas frente al televisor sumergido en esta obra maestra de Francis Ford Coppola, no sólo su mejor película (lo cual es evidente), sino una de las mejores películas de toda la Historia del Cine, si no la mejor.
Recuerdo que, de pequeño, gente de mi entorno, tíos, abuelos y demás familiares, hablaban de esta película que “no era para mayores”, pero que era necesario que algún día viese, “cuando tengas edad para verla”. La ví hace cuatro años y me dejó alucinado, pero recientemente la he vuelto a ver y he tenido la oportunidad de disfrutarla muchísimo más.
En la Nueva York de los años 40’ un capo llamado Sollozzo (Al Lettieri) ofrece a la familia Corleone participar en el negocio de los narcóticos, a lo que Vito (Marlon Brando), el padre, se niega por no ser un negocio lo suficientemente limpio. Esto desemboca en una guerra entre familias que tiñe de rojo la ciudad, donde chantajes, traiciones y extorsiones se suceden dando forma a una de las historias más conmovedoras de todo el siglo XX.
El Padrino alberga en sus casi tres horas de metraje escenas que pasarán a la posteridad, como esa de don Corleone acariciando a su gato al inicio de la película, o esa en la que Carlo (Gianni Russo) “insulta a la inteligencia” de Michael (Al Pacino). Del mismo modo, nos topamos con diálogos que han quedado inmortalizados hasta el punto de haber pasado a formar parte de nuestro vocabulario habitual. Así, no es raro escuchar en nuestro quehacer diario cosas como “le haré una oferta que no podrá rechazar”, “no es nada personal; son los negocios”. También son destacables esas reflexiones del tipo “ten cerca a tus amigos, pero ten aún más cerca a tus enemigos”.
El Padrino, en cierto modo, muestra cómo funciona el mercado en estado puro. Se trata de acaparar mercado para que la competencia no nos desbanque, y si tenemos que cargarnos a la competencia pues nos la cargamos. Pero no será por nada personal, sino por negocios. De hecho, hay un momento en el que Clemenza (Richard Castellano), uno de mis personajes favoritos de la película, explica a Michael que eso de las guerras entre familias es algo que pasa cada cinco o seis años, es algo cíclico, como las crisis del capitalismo.
Con un reparto inmejorable, destaca, cómo no, evidentemente, Marlon Brando. Ni Al Pacino en Scarface, ni Robert de Niro en Los intocables de Elliot Ness; “El mafioso por excelencia” es él y ninguno otro, es Marlon Brando. Vito Corleone siempre será el Don.
Fernando Puertas
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8
18 de enero de 2011
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que Ingmar Bergman es uno de los autores cinematográficos que introduce de forma más patente su visión subjetiva en cada uno de sus filmes es algo sobradamente conocido a estas alturas de la película. En el caso de Fanny y Alexander, la última obra del genio para la gran pantalla (aunque seguiría realizando trabajos para la televisión y el teatro), la identificación del director con el personaje es tal, que no andaríamos mal encaminados si afirmásemos que dicho film es el más personal y autobiográfico del maestro sueco.

Escrita por él mismo, Fanny y Alexander nos traslada a la Suecia de principios de siglo, en un ambiente de alta sociedad al que da vida una familia dedicada por completo al teatro. Tras la muerte de su padre (Allan Edwall), la mamá (Ewa Fröling) de Fanny (Pernilla Allwin) y Alexander (Bertil Guve) se casa con el obispo Edvard Vergerus (Jan Malmsjö), de rígida moral y severa educación, que se los lleva a vivir a su casa y les aparta de la calidez brindada por el acogedor entorno familiar.

La película resulta ser todo un alegato en favor de la imaginación como medio para superar los problemas terrenales a los que el ser humano se enfrenta en su día a día, especialmente cuando esa imaginación desemboca en historias que acaban por ser representadas en ese pequeño mundo llamado teatro, que muchas veces sirve como medio de evasión del mundo real, el grande.
La película es contemplada íntegramente a través de los ojos de Alexander, indudablemente el alter ego de Bergman y con total seguridad un fiel reflejo de lo que el director fue en su infancia: la severa educación protestante, la fascinación por las imágenes ofrecidas por la linterna mágica, la proximidad al mundo del teatro, el silencio de Dios como respuesta a sus preguntas, etc.

Y es que Fanny y Alexander constituye una crítica blasfema a la religión, que también tiene parte (mucha) de imaginación e historietas, pero al contrario de lo que sucede en el teatro, las historias que cuenta la religión, al querer estar forzosamente teñidas de verdad y certeza, tienen más de dañino que de positivo, acaban por herirle a uno, y ante ellas no queda más que la consecuente rebelión de Alexander.
La película parece querer decir que es el amor que entreguemos en nuestro día a día en cada una de nuestras acciones lo que verdaderamente salva a nuestras almas, y que a pesar de él siempre vamos a enfrentarnos a enigmas y misterios que no sabremos explicar, y ante los cuales siempre encontrará cabida la religión.

Alguien más entendido en la vida y obra de Ingmar Bergman podría confirmar si Fanny y Alexander refleja en cierto modo la nostalgia de un verdadero padre por parte del director, ya que la continua presencia del espíritu del padre de Alexander así parece atestiguarlo, dando aliento a su hijo desde el más allá, en clara contraposición a su nuevo padrastro.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fernando Puertas
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