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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
8
17 de abril de 2023
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«Munich: The Edge of War» es una película de 2021 dirigida por Christian Schwochow, basada en la novela homónima de Robert Harris. El filme se centra en los eventos previos al Acuerdo de Munich en 1938, que buscaba prevenir la guerra entre Alemania y las potencias occidentales. La película sigue la vida de Hugh Legat (George MacKay) y Paul von Hartmann (Jannis Niewöhner), dos amigos de la universidad que ahora trabajan para el gobierno británico y el alemán, respectivamente.

Schwochow aborda la historia desde una perspectiva íntima y humana. La relación entre Hugh y Paul es el corazón de la película, permitiendo al espectador explorar las tensiones políticas y las motivaciones de los personajes principales en un contexto emocional. La trama se construye alrededor de la acción que Paul y Hugh desempeñarán en sus respectivas misiones, lo que da un toque de «thriller» a la película.

El guion de Ben Power es sólido en cuanto a la narrativa histórica y ofrece un buen equilibrio entre la intriga política y el drama personal. La película no se centra exclusivamente en las figuras políticas de la época, sino que también muestra cómo la situación afectó a personas comunes y corrientes. Además, se plantea la pregunta moral de si ceder ante la agresión de un dictador es la mejor solución para prevenir la guerra.

El «script» combina elementos históricos y ficticios para presentar una narrativa emocionante y compleja sobre las tensiones políticas y morales que llevaron al Acuerdo de Munich y, en última instancia, a la Segunda Guerra Mundial. La historia se centra en los personajes principales, sus dilemas y sus acciones, lo que permite al espectador comprender y relacionarse con los eventos y las decisiones tomadas en ese momento crucial de la historia. A través de un guion bien estructurado y detallado, la película logra sumergir al espectador en el mundo de la década de 1930 y ofrecer una visión única y conmovedora de los eventos que condujeron al borde de la guerra.

Chamberlain, como primer ministro británico en el período previo a la Segunda Guerra Mundial, se enfrentó a una serie de desafíos y decisiones críticas que lo colocaron en una posición difícil. La película retrata a Chamberlain como un hombre inteligente y astuto, pero también como alguien que teme el fracaso y está dispuesto a hacer concesiones para evitar la contienda. La actuación de Jeremy Irons transmite con precisión esta dualidad del personaje. Él retrata a Chamberlain como alguien que quiere hacer lo correcto y mantener la paz, pero que también está dispuesto a ceder ante las demandas de Hitler para evitar un conflicto inmediato. Irons logra transmitir la tensión y la angustia que siente Chamberlain mientras lucha con sus dudas y el peso de la responsabilidad.

La caracterización e interpretación de Adolf Hitler por parte de Ulrich Matthes ha sido objeto de no pocas críticas. Algunos han argumentado que Matthes no logra capturar la verdadera esencia del dictador nazi, y que su actuación carece de la fuerza y la intensidad que otros actores han logrado en películas anteriores, como Bruno Ganz en «El Hundimiento» (2004), de Oliver Hirshbiegel. Quizas ello sea debido a que el enfoque de la película se centra más en los personajes de Hartmann y Legat, y las representaciones, tanto de Hitler como de Chamberlain, pasan a un segundo plano. De hecho, por encima de los acontecimientos históricos sobre los que se erige el argumento, y de la trama de espionaje que se desarrolla alrededor de los mismos, lo que constituye una mayor fuerza de impacto en esta cinta, es el «leitmotiv» dramático de la relación entre Legat y Hartmann. Ellos son, no lo olvidemos, los auténticos protagonistas de este relato.

La película sugiere una relación amorosa más profunda entre ambos personajes, que va más allá de una simple amistad. Es importante mencionar que esta relación no está presente en la novela homónima de Richard Harris, en la que se basa la película, sino que es una adición de la adaptación cinematográfica. En la película, la relación entre Hartmann y Legat se muestra como muy cercana y de gran confianza mutua, y ambos parecen tener una conexión emocional profunda. Aunque no se muestra explícitamente una relación sexual entre ellos, hay una fuerte sugerencia de una atracción romántica. Hay un gesto amoroso en la mano de Hartmann en un momento clave de la película. Esta adición a la trama puede ser vista como una forma de agregar capas complementarias a los personajes y al argumento, ya que agrega una dimensión emocional y psicológica a la relación entre los dos jóvenes funcionarios. También puede ser vista como una forma de resaltar el hecho de que dos hombres encontraran amor y apoyo mutuo.

En la película, Hartmann es retratado como un chico atractivo y elegante, con un porte y un aire aristocrático. Su cabello y sus rasgos finos y marcados son elementos que resaltan su belleza física. Además, el personaje es presentado como un hombre inteligente y carismático, lo que aumenta su atractivo general. Por su parte, Legat es un joven adorable y encantador. Aunque no tiene la elegancia y el porte de Hartmann, su belleza física es destacada por su cabello entre rubio y pelirrojo, y su aspecto juvenil. En la película, se hace hincapié en su ingenio y su astucia, lo que le confiere gracia y magnetismo.

El hecho de que no se consuma una relación amorosa entre los protagonistas de forma explícita, junto con el carácter depresivo del tema musical de su relación, crea una sensación de amarga contención en el espacio emocional y la conexión con el espectador. En la película nunca se muestra un beso o un abrazo entre ellos. En su lugar, la relación se muestra a través de gestos y miradas, lo que crea una tensión emocional, al no saber exactamente cómo se sienten los personajes, el uno por el otro. El tema musical que acompaña la relación entre Hartmann y Legat es amargo y melancólico, lo que añade una capa de tristeza y desesperación a la situación.
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Jordirozsa
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6
20 de febrero de 2023
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Dicen las malas lenguas que en algunos ratos de asueto, John R. Leonetti se dedicó a merodear por los trasteros de la MGM, que se hizo cargo de absorber, reflotar a su querida (y quebrada poco antes del estreno de «The Silence of The Lambs», 1991) Orion Pictures, compañía que vivió sus momentos de esplendor durante los años 80, y de la que los de mi generación siempre recordaremos el emblemático logo, presentando títulos como «Amadeus» (1984), «Platoon» (1986), «Mississippi Burning» (1988) o «Dances With Wolves» (1990).

En sus escarceos con las antiguallas del estudio, el director encontró una oxidada lámpara, y se dedicó a frotarla pacientemente, usando el «Netol» de un frasco que también debía de estar en aquellas estanterías desde el año de la «catapún». Sólo quizás por el gusto y capricho de devolver la dignidad a un objeto-fetiche de algún decorado, y, tal vez, a hurtadillas, llevárselo a casa una vez limpio para exhibirlo en alguno de los muebles del salón (al fin y al cabo, ¿quién iba a echar de menos una vieja lámpara oxidada?).

Frotando, frotando, mientras discurría en su mente si llevarse la lámpara como trofeo, o regalársela a la Warner como agradecimiento por haberle dado el encargo de «Anabelle» (2014), entre nosotros, la menos gloriosa de las entregas del universo «Guarren», súbitamente el hombre hizo uno de esos «jumpscares», ya que de repente, tras una verdosa neblina, apareció el genio que hacía tranquilamente la siesta dentro del objeto al que Leonetti se afanaba en sacar el brillo: ¡¡zasca!! Los tres deseos acudieron raudos a su mente: lanzar al mercado cinematográfico una película para reventar taquillas con un irrisorio presupuesto; fundar una franquicia de terror que le situara entre los «tops» del género; y hacerse con la recién resucitada Orion Pictures, para hacer el salto a magnate de la industria. ¿Deseos concedidos? Pues va a ser que no.

A parte de la referencia, copia o calco de sagas como «Final Destination» (2000 – 2011), «Wish Upon» (2017) es una oda a los «slasher» (algunos con tintes sobrenaturales) de adolescentes que hicieron su «mise en escène» durante la creativa y productiva década de los años 90, especialmente en la segunda mitad de la misma. La presencia del ya algo maduro Ryan Philippe no obedece a otra cosa, sino recordarnos lo que fueron algunos mitos del estilo de «I know what you did Last Summer» (1997), de Jim Gillespie, en la que el todavía atractivo actor interpreta a uno de los adolescentes perseguidos por pretéritas fechorías.

En «Wish Upon», la no menos atractiva, y bastante solvente Joey King, toma el relevo generacional, siendo su personaje (Clare), el central de un grupo de estudiantes de secundaria, que se verán afectados por las consecuencias de la relación entre la protagonista (el «patito feo» del elenco), y una caja de música china que le regala su padre (Philippe), una especie de chatarrero. El misterioso objeto parece tener la capacidad de conceder deseos: siete, para ser exactos.

La historia de una joven inadaptada, con un pasado traumático (su madre se ahorca ante sus mismísimas narices en el ático de su casa; sometida a «bullying» por parte del «clan pijotas» del instituto; avergonzada por un padre que otrora fuera el saxofonista de una banda de éxito, y que en el presente se dedica a hurgar en las basuras para encontrar «tesoros», y así poder llegar a final de mes), es un tema cuyo sustrato se puede remontar a la historia de «La Cenicienta», si buceamos en nuestro imaginario colectivo, y también en elementos importados de otras culturas, como la Leyenda de la Caja de Música China (Lu Mei), respecto a la que la mímesis es más clara.

La guionista Barbara Marshall («Viral», 2016; «The Bad Seed», 2018), desaprovecha su oportunidad de tejer mejor un guion con infinitas posibilidades, para tirar cable en línea recta, a base de una simple estructura en la que se alternan los deseos de Clare dirigidos a la caja, de lo más tópico (dentro de parámetros puramente egoístas) que cualquier espécimen humano haya anhelado en su patética historia: dinero, posición social y el «amor ¿o sexo? de la vida», con el sangriento precio que tendrá que pagar por tales antojos, traducido en las muertes «accidentales» de varias de las personas que forman su íntimo círculo social (que tampoco son tantas)… los arquetipos de cuentos y fábulas al desnudo, en una cinta que, por no exigir demasiado a sus conexiones neurales (por lo tanto, injustamente tratándoles de idiotas), mete prácticamente cuchara en boca, cual primeriza papilla, el contenido a un «público diana» que a las claras, por la calificación PG-13, es el de los escolares de educación secundaria (sí, «ESO» en lo que piensan ahora), a los varios nostálgicos a los que se nos quiere hacer evocar el cine de terror de nuestra propia adolescencia, y a algunos fans incondicionales del gore y de la casquería, que, muy probablemente, saldrán decepcionados.

Sin embargo, nada de lo que vemos desplegar en el tan simplón como, las veces, lleno de absurdos, libreto de Marshall, impide pensar que, tanto en términos de puesta en escena, como en lo que respecta al desarrollo argumental, estemos ante una intencionada sátira o caricatura de lo que sería el mundo de los adolescentes, o, por lo menos, de la imagen, equivocada o no, que tenemos los adultos de ellos: egocéntricos, hedonistas, crueles, desagradecidos… y toda una retahíla de atributos con los que solemos etiquetar al colectivo, olvidando muchas veces que nosotros también hemos pasado por la edad del pavo, y que siendo ya granaditos y asomándose las canas (eso los que tengan pelo), muchos todavía no se han despegado de su estado de perenne inmadurez.

Quizá esto explique hasta lo cómicas que pueden tornarse algunas escenas, y que no nos descorchemos de la risa ante según qué situaciones, por no estar explícitamente catalogada la cinta como «comedia» o «comedia de terror», cuyas trazas encontramos en no pocos momentos,
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Jordirozsa
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7
7 de enero de 2023
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Con el desarrollo de las nuevas tecnologías, el «home invasion» ha adquirido una nueva dimensión, de modo que para llegar a sentir que se irrumpe en la privacidad y la intimidad de alguien, no es necesario que uno o varios cacos allanen el domicilio a mano armada. El universal acceso a las redes, la telefonía y la más reciente, pero también imparable, expansión de los sistemas domóticos, bastan para conseguir acosar a las personas o a las familias en, lo que hasta ahora se creía, la inviolable paz y tranquilidad del hogar.

Los debutantes Damien Macé y Alexis Wajbrot, cuya carrera profesional se había andado en el apartado de los efectos cinematográficos, elaboran hábilmente una pieza que, a falta de presupuesto, logra articular la factura técnica y la interpretativa de los actores, para mantener al espectador en vilo durante la escasa hora y media de duración del metraje. Misterio, suspense, juego del «gato y el ratón», al estilo de lo que hemos visto en cintas como «Hush» (2016), de Mike Flanagan, y una nada despreciable dosis de «slasher» durante el tercer acto, son los recursos con los que el tándem realizador consigue aprobar con nota su «examen de acceso» al oficio y arte de la dirección.

Sin destacar entre las de su especie, resulta una cinta muy eficaz que merecía lograr más extensa y mejor recepción entre el público; y aunque claramente está dirigida al sector de edades comprendidas entre la adolescencia y la juventud adulta, tanto en lo que respecta a lo que viven los protagonistas, como por el contexto del contenido de redes y uso de los cacharros digitales en la «era Youtube», los de la franja más granada en tacos también podemos hallar esa parte de identificación en lo que les ocurre a los que potencialmente podrían ser nuestros vástagos.

Joe Johnson no está para dejar relajarse a la mente del espectador. Nada más empezar la película, nos sitúa en la angustiosa escena de la llamada a nombre de la policía, que recibe a plena noche Mrs. Kolbein, sola en su domicilio con su hija, advirtiéndola de que unos intrusos están en su casa, y que debe seguir las instrucciones de las autoridades. Al estilo de las películas de terror que empiezan con una pesadilla que termina súbitamente con el despertar sobresaltado de quien la padece, de repente se interrumpe este preámbulo para aterrizarnos entre cuatro jóvenes, estúpidos y caprichosos, que se dedican a gastar llamadas-broma aleatoriamente, con falsas alarmas, circunstancias amenazantes ficticias, tesituras emocionales estresantes… sólo para divertirse, y subir después las llamadas a su canal de «Youtube», conseguir sus «likes» y pasárselo teta a costa de sus angustiadas víctimas. Para ellos se trata de hacer de todos los días del año, el de las inocentadas (que los «espanish» y demás culturas de tradición cristiana identificamos perfectamente con el 28 de diciembre).

De este grupo de gamberros «teléfono-internáuticos», la mañosa cámara de Nat Hill se encargará de ubicarnos frente a lo que les ocurrirá a Sam Fuller (Greg Sulkin), Brady Mannion (Garret Clayton) y el repartidor de pizzas, y colega de borricadas, Jeff Mosley (Jack Brett Anderson); de rebote, Peyton Grey (encarnada por la hermosa actriz Bella Dayne, que hace honor a su nombre de pila), novia del primero, con el que está pasando por un proceso de ruptura relacional.

Los tres chicos, a cada cual más hermoso y atractivo (aquí se lucieron los del castin), forman un trío protagonista análogo al del título de la mítica película de Leone: «el bueno, el malo y… », en este caso no hablaríamos del «feo», sino del «tonto», figura arquetípica narrativa que le toca desempeñar a Anderson, el encargado de traerles la cena a los dos otros, amigos del alma, que constituyen una tópica pareja de amigos, cada uno con una personalidad marcadamente distinta: uno con más luces y sensible (Sam), pero que en la situación que se halla de lamerse las heridas afectivas de estar «cortando» con su pareja, se deja llevar por la desalmada iniciativa de su tocayo (Ben), un muchacho amargado, resentido en su situación vital, cruel y algo sociópata (por lo menos en lo que muestra), de pasarse una tarde-noche de «fiestuki» cervecera con pizzas a domicilio, mientras se dedican a realizar sus chanceras telefoneadas.

Una de las cosas que se podría achacar al trabajo del libretista, es la clara falta de sustrato vital de los jóvenes. A banda del partir de peras entre Sam y Peyton (algo de lo que él se entera precisamente a través de unos mensajes que ella publica en las redes sociales), y de que los padres del chico se encuentran fuera de casa (circunstancia de la que se sirve para toda la angustiosa experiencia de los muchachos que se pondrá en escena), poco o nada más se sabe del trasfondo de su día a día, de su pasado, de sus expectativas de futuro… es posible, sin embargo, que lo que precisamente buscado sea mostrarnos las realidades vacuas, carentes de sentido existencial, huecas de cualquier valor ético, de las caricaturas vivientes de una generación consentida, sobreprotegida y mal educada (en todo el estricto sentido del atributo), que sólo vive de, en, por, para… los índices de popularidad en el globalizado sistema ficticio (o constelado) del interné. Un punto de crítica social del que, en toda regla, el «script» podría haber sacado mucho más jugo.

Sin embargo, Macé y Wajsbrot tienen clarísimo que su cinta no tiene que ser en ningún caso un drama social, sino un trepidante «thriller» de horror que no permita el freno a la pulsación cardíaca, y que sería digno de un guiño de aquiescencia del mismísimo Alfred Hitchcock; en esto, el filme no descuida en absoluto algunos de los ingredientes esenciales que en su día utilizara el maestro británico.

Desprovistos de cualquier atisbo de humanidad y sesera, Sam y Brad no pueden contar con la complicidad e identificación del espectador, pues a pesar de su irresistible atractivo físico, vista su inmadurez y la naturaleza cuasi delictiva
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Jordirozsa
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6
10 de diciembre de 2022
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La película de los hermanos Abel y Burlee Vang explota el terror generado en el desconocido campo de las redes sociales. La realidad virtual de este espacio es un infinito laberíntico de conexiones, entramados e incógnitas que bien podría compararse a algo como el mismísimo infierno; un lugar que, de existir físicamente, haría dudar al más envalentonado de arrojarse a sus entrañas. Por lo menos, desde la perspectiva del ciudadano de «a pie», el mundo del interné se concibe enrevesado, indescifrable y enigmático, y por encima de él todas las estructuras socioeconómicas y de poder que en él se sostienen.

Para todos aquellos que tenemos los pies en tierra, nos basta que el nivel de desarrollo de la tecnología en los últimos veinte años sirva para comunicarse más fácilmente, y ello incluye poder llamar a una pizzería para que traigan la cena a casa. Personalmente, prefiero hacerlo yo mismo, y no confiar la tarea, por lo que pueda ser, a esa tan solícita “Siri”, que parece hacer de todo menos satisfacer las necesidades socioafectivas de uno (cuando le pides «Siri, dame un beso», responde: «no puedo hacer eso»; ¡pues ya me dirán para qué sirve!).

En «Bedeviled» nos hallamos en un contexto, en el que parece que varios de sus protagonistas, especialmente nuestro avispado Cody (Mitchell Edwards), no están demasiado dispuestos a saber prescindir de las comodidades que proporcionan las famosas «apps», y por ello se les cuela sin demasiada complicación, en sus dispositivos, algo que, si en un principio parece ser un facilitador de la existencia, podrá acarrearles el fin de la suya propia.

Los realizadores no demuestran tener demasiada idea (por lo menos no lo demuestran en las pueriles lógicas que aplican en el guion) de lo que es y cómo funciona el mundo de la información. Seguramente no deben ser, por lo menos en el momento de producir el filme, ingenieros en «telecos». Toda la jerga que emplean las figuras dramáticas a lo largo del metraje, en su mayoría no son más que juegos léxicos con los que colar al ingenuo espectador, con toda la glosa empleada, principalmente en la última escena, una fictícia e insustancial trama que pretende tener su base en los fenómenos digitales. Una fachada con la que abducir a ese público diana joven que, en esta época, vive con, por, para… (y todas las preposiciones que quieran ustedes añadir) los cacharros variopintos que, los de mi generación, aunque hayamos aprendido a depender de ellos, sabemos lo feliz que también se podía vivir (especialmente en la infancia y en la adolescencia), en un tiempo en el que no existían.

En este punto, la historia de los Vang Brothers juega sus cartas a un arma de doble filo: el engarce de nuestras nuevas generaciones con las nuevas tecnologías, y, a la par, una crítica a ello, pero que por desgracia no pasa del grado de tentativa. Defecto que compartirá con otras múltiples producciones parejas que han ido pasando por nuestras pantallas, como la de Justin Dec, «Countdown», que vendría tres años después (2019) con la misma monserga.

Aun partir de una interesante premisa, el argumento no arranca. Está muy subdesarrollado, y la trama se limita de nuevo a ser una sucesión de adolescentes liquidados, aunque sin ir a la técnica del conteo; los mantiene a todos en escena durante casi todo el acto central de la película, para disponer de un clima de tensión postizo, y así poder robar engañosamente la función atencional de los espectadores.

Los Vang huyen de los estereotipos de este estilo de películas («Final Destination», 2000 – 2011), pero a cambio deja una colección de personajes huecos con los que no se empatiza lo suficiente. Una pandilla de cinco, tres chicos y dos chicas (con actores de veinticinco para arriba en la representación de pubescentes, y, como está mandado, siguiendo los dictados de la doctrina imperante, en comité de representación de la multiracialidad global, como en un anuncio de la UNICEF), quienes a pesar de que la maldita aplicación se alimenta de los miedos ancestrales de cada uno de ellos, no se profundiza en sus realidades particulares más allá de lo circunstancial de la trama.

Por ello, a la audiencia le resultará difícil o complicado mantener un vínculo con lo que les suceda, y para mantener el desasosiego se recurre a los golpes de efecto sonoros de la partitura de Davic C. Williams, cuyas oportunas estridencias, coincidentes también con la impresión visual de las apariciones de los maquillados títeres (para algunos de los cuales se acabó el presupuesto del «making up») sazonan un tiempo de ejecución bastante lento, como un picante que convierte un guiso en algo prácticamente incomestible.

La combinación de tonos en la iluminación quita enteros a la calidad de la fotografía: un exceso de predominancia de la oscuridad y pálidos tonos azulados que, sin ninguna lógica de continuidad, discordan en varias ocasiones con un espectro de coloración cálida en el frente del plano. Dando la sensación de que estamos viendo la película con unas lentes progresivas de filtro cromático.

Los técnicos de cámara demuestran una gran torpeza en la implementación de tomas inusuales, principalmente en presencia de las apariciones malignas que persiguen a los protagonistas, en una intención de dar un toque onírico a tales visiones. Un recurso que se emplea de la manera más mísera e incompetente que se les podía ocurrir. Lo que delata una dejadez en el trabajo realizado, o flagrante inexperiencia que confiere a la imagen un aire grotesco.

Sin embargo, hay que meritar a la labor del cinematógrafo Jimmy Jung Lu el obsequio de bellas tomas en algunas de las escenas diurnas, en las que sabe manejar la luz del sol e incorporarla al contenido del ambiente. Así como la secuencia de la persecución de Cody en el área del aparcamiento, en el que la cámara se ubica en la óptica de un «supuesto» atacante, como si quisiera augmentar en el espectador la angustia anticipatoria de ver al chico
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Jordirozsa
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6
2 de noviembre de 2022
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Con los años, la Blumhouse Productions ha ido cosechando su fama, ya no tanto por la calidad de la mayor parte de sus artículos, sino por saber situarse como una «mini-major» que, desde el punto de vista comercial, demuestra su capacidad de generar ingentes cantidades de ingresos con un coste mínimo.

Este es el caso de «Truth or Dare» (2018). Con un presupuesto inicial de tres millones y medio de dólares, batió la cifra de más de noventa y cinco kilos de tíos Sam, sólo en taquillas el año de su estreno, por no decir lo que habrá generado ya hasta la fecha.

Guste o no, el modelo de bajo caché que Jason Blum inició con «Paranormal Activity» y sus secuelas ha dado sus frutos, aunque artísticamente lo que vende pueda dejar o no que desear (lo mismo podemos decir de Mc.Donald’s o la Coca-Cola, independientemente de que sean beneficiosas ambas, o no, para la salud nutricional).

Uno de los factores que influye en esta clase de éxitos de taquilla, a parte de una costosa y rabiosa campaña de márquetin, es tener claro el «target»; que no sólo fue el público adolescente y los jóvenes adultos que desearían revivir sagas como «Final Destination» (2000-2011, y a la espera del «reboot» en 2023), «Scream» (2000-2011, 2022 y con futura secuela también en 2023), a las que están sacando el polvo para volver con ellas a la carga después de una época de sequía de adolescentes «slasheados». También se abre la veda a los chavales a partir de trece años para que, acompañados o no de sus papis, fueran a engrosar el monto recaudado. El precio que hubo que pagar por ello, es el de suavizar cualquier componente de violencia, sexo y palabrotas, que hubiese podido suponer una restricción en la franja de edades.

Actúan jóvenes artistas de la televisión, conocidos de series («soap operas»), y que las plataformas digitales como Netflix han estado poniendo al uso desde hace tiempo, con altas cuotas de éxito: «Thirteen Reasons Why», «Élite», «The Royals»… con lo que el cocido que resulta en «Truth or Dare» serva la estructura de uno de estos pasteles televisivos, hibridado con el clásico terror de chavales y chavalas asesinados.

Lucy Hale (Olivia), Violett Beane (Markie), Tyler Posey (Lucas), Nolan Gerard Funk (Tyson), Sam Lerner (Ronnie), Sophia Taylor Aly (Penelope) y Hayden Szeto (Brad), forman el núcleo del grupo actoral; la pandilla de amigos que protagonizarán las peripecias de esta película. Aparentemente, nada más allá de sus irresistibles atractivos físicos (todos y todas son por lo general guapísimos), y en esta espuria superficie puede uno quedarse, pero no llegar a encontrar un punto de identificación en un escaparate de estereotipos, en los que está representado todo el «mainstream» de lo racial, de género y de orientación sexual. Aunque el no ver algo más profundamente ya no es tanto cuestión de las intenciones de Jeff Wadlow, como de lo que la audiencia espera y/o desea percibir.

La profundidad de los personajes debe leerse en el simbolismo gráfico de sus emociones, conductas y valores. Hay un atisbo de paternalismo en el mensaje del metraje, que como en otras producciones del mismo cliché, va más allá de la simple masacre en serie.

La película también guiña una agria crítica a las pantallas (móviles, tabletas, ordenadores…) en la vida de las nuevas generaciones. Estos chismes (tan necesarios como perniciosos) son para evadirse de un «sistema» que les asfixia, pero, sin darse cuenta, con ello acaban siendo presa más fácil del aborregamiento y vacuidad al que se les sumerge.

El grupo no sólo se enfrenta (diegéticamente hablando) a una maldición, sino que ésta representa metafóricamente también el «juego» al que la sociedad somete a sus vástagos: a determinadas «verdades» (sólo las que el sistema quiere), y a «retos» que cada vez son más inasumibles de encajar, para ellos, en sus tribuladas experiencias vitales (y a veces en forma de macabro juego digital; recuerden la moda de los retos de interné con «la ballena azul», que costaron la vida a unos cuantos).

Wadlow cuida la factura técnica, pero sin promover demasiado el esmero en la fotografía de Jacques Jouffret, que resulta decente y poco más, y la banda sonora de Matthew Margeson: correcta, pero sosa y totalmente convencional en lo que marcan tendencias actuales en esta clase de películas; sin salirse para nada de lo que dicta el recetario.

Cabe destacar la prolija cantidad de localizaciones diferentes, que dan un dinamismo inusitado a la acción, y que contribuye sin duda alguna a mantener el compás de los acontecimientos, sobre todo en la más elongada parte central.

Sobre el armazón de la trama, el libreto se trenzará con un estilo narrativo cínico, rozando lo sarcástico en determinados momentos en los que la audiencia dejará ir más de una risa involuntaria. El toque ácido vendrá marcado por reacciones y conductas ilógicas de los personajes, que los llevan directo a su fatal destino, y por algunos elementos creados por los efectos digitales. La estrella: las distorsionadas carotas al estilo «snapchat» que retan al figura a quien toca el turno en el juego.

El intenso ritmo narrativo conduce a una resolución harto complicada, en la que la acción se condensa de tal modo en el final, que resulta difícil saber lo que está ocurriendo. A falta de una complejidad creativa, de ideas elaboradas y bien tejidas, los cuatro responsables de la trama se engarban en una serie de rizos rizados, tirabuzones y piruetas sobre las reglas del juego, que el público termina sin saber dónde está exactamente, para que la bajada de telón sea una especie de «chim-pam-pum» y «colorín colorado», que nos sitúa en la tesitura de no discriminar, si es que no sabían cómo resolver el enredo en el que se han enredado, o realmente querían dejar la puerta abierta para una o más secuelas (de las que esperemos se abstengan).

Jillian Jacobs, Michael Reisz, Christopher Roach y el propio director del proyecto, Jeff Wadlow (malo cuando son tantas manos a remover las cerezas),
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Jordirozsa
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