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España España · Santander
Críticas de Simsolo
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Críticas 53
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
28 de noviembre de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Rodar un western en pleno siglo XXI implica tener agallas. También demuestra una lealtad cinéfila confesa, sin tapujos. Zambullirse en la mitología requiere pasión y cabeza a partes iguales. El oeste y sus ficciones no son algo apolillado, una manta vieja que orear de vez en cuando. La fascinación de la pradera permanece en nuestras retinas, aunque algunos no se declaren incondicionales de su narrativa. ¿Se puede amar el cine dejando a un lado tantas obras maestras pobladas de centauros? “The kid” retoma una fábula mayor para contar su propia epopeya, una de tantas acerca de lo que suponía vivir y morir en aquella época. No se deja embelesar por la tradición, sino que la asimila y logra que el peso de lo antiguo equilibre la balanza. La cadencia descriptiva es inapelable. Emociona ver cómo se solapa al film de Peckinpah sin ofenderlo (la escena del asedio a la cabaña o la fuga de la cárcel parecen desgajadas de su poderosa matriz). Como retoma el camino iconográfico del “Dirty Little Billy” de Stan Dragoti o el genial acercamiento literario de Larry McMurtry en su “Querido Billy”. Aquí todos se conocen, se llaman por su nombre y se amenazan hasta la muerte. El desenlace ya está escrito, así que le turbia belleza del conjunto está en su reverso.

Lo más llamativo del filme es apreciar cómo su ritmo interior se contrae o dilata a tenor de los actos de los personajes. “The kid” no es lineal, sino abrupta, como el periodo que retrata. Se preserva la epopeya de las pistolas sin retocarla. Esa primera aparición de Billy a contraluz que reproduce el daguerrotipo de nuestro pistolero, es un homenaje y una declaración de principios. Todo visto a través de los ojos de un crío que aprende a matar y de una hermana convertida en mercancía. La utilización del paisaje -cielos y praderas ajenos al drama que cobijan- y la música, es encomiable, al igual que los interiores esmerados, retrato de un país que crecía. La brusquedad naturalista de los ahorcamientos, los tiroteos y la miseria, ilustran lo poco que duraba la vida en aquellos tiempos. Bien lo sabían Billy y sus secuaces y, también, su perseguidor. Ese eterno Pat Garret que es en sí mismo un acto de contrición, su libertad opacada por el brillo de una estrella de metal. Los diálogos profundizan en el tema de la amistad violentada y se toman su tiempo en explicar las relaciones entre unos y otros. La historia paralela de los desdichados hermanos confronta el hecho de crecer con este nudo de legalidades y traiciones.

Afortunadamente no son dos películas en una. Muy al contrario. Río y Sara son el fundente que encadena los acontecimientos. Sin ellos asistiríamos a una revisión entre elegiaca y mística de una saga. La frontera y sus fugados, la libertad de México al fondo. Con su devenir la leyenda encuentra un emisario y un alma herida dispuestos a encontrar un camino mejor. D’Onofrio se toma en serio a sus protagonistas, pero no pontifica. La crueldad de aquellos años encoge la tosca moral, los preceptos del plomo y la rectitud de un sistema que empezaba a erigirse en ley. No rueda un film postrero ni una secuela. Contempla el género con admiración e indaga en sus entrañas. Lo reescribe porque, a pesar de la desazón del presente y el impúdico desprecio de algunas generaciones, su estirpe es inagotable.
Simsolo
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5
22 de noviembre de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin “Blade runner” ni “Alien” en el retrovisor, “The martian” sería mejor película. No hay nada intrínsecamente malo en su metraje, pero la carencia de gravedad espacial impregna el filme y le roba sustancia. No tener los pies en el suelo cuando se rueda conlleva resultados variopintos. A ratos parece un largometraje desleído, lavado. Una de esas películas sin polémica ni fondo, pulcras hasta el bostezo, que apuesta por no ofender. La ausencia de épica lastra esta odisea marciana sin poesía alguna que –Bradbury lo hizo mucho mejor en sus cuentos- contemplamos como turistas: un vacío, algo por rellenar. Un problema de guion, probablemente. También de asunción de riesgos. Scott se conforma con lo que tiene y apenas se compromete. La desgana se hace comedia demasiadas veces. Su náufrago interestelar parece tropezarse con las soluciones por arte de birlibirloque más que por indagación. Un MacGyver mudado a un planeta que aquí pierde su impronta, su misterio.

Sólo unos pocos apuntes formales en el arranque redimen las desventuras de nuestro cosmonauta perdido. Pasada la tormenta y sus inmediatas consecuencias, el resto es reluciente quincalla espacial. ¿Cómo hubiera sido el filme con un poco más de aliento? Es difícil saberlo. Incluso funcionando –la maquinaria de la producción apenas tiene fisuras-, el ligero tono narrativo acaba por consumir al espectador. Nada incomoda porque los peligros no son palpables y la resolución se adivina limpia, sin más sutura que las grapas del principio en el vientre de Matt Damon. Las salidas de tono se hacen reiterativas y el humor lo condiciona todo. Casi se espera el próximo chiste como si fuese oxígeno. A la coyuntura a lo Howard Hawks de la nave espacial -ese grupo bien avenido en el que los sexos no rivalizan-, le falta mordiente. Escasean las colisiones entre los diferentes caracteres porque estos son anodinos. Todos obedecen sumisos. Sucede igual en esa Nasa de aficionados que dirige el cotarro. Los conflictos no llegan a brotar. Las dificultades técnicas se soslayan mediante inspiración divina. Todo se cuenta, nada se descubre. La cadena de mando va de un lado a otro de la mano de unos buenos actores hoy de paseo. No hay ni crítica ni asunción de responsabilidades porque todo semeja un juego amable. Por ahí se pierde “The martian”.

La universalización de su mensaje viene de la mano de China. Sus dos representantes parecen figurantes sacados de otra narrativa. La bondad de todos es meliflua. Un filme decididamente naif, atolondrado. De buen rollo permanente. Hasta la barba de nuestro astronauta resulta postiza, pura impostura. Incluso llega un momento en su epílogo en el que el metraje parece una serie de descartes, tomas falsas que menoscaban un todo demasiado frágil. Celuloide de los cincuenta rodado en un siglo que era el futuro hacia el que miraban aquellos cineastas de entonces. No hay horrores marcianos en él, pero sí desdén por lo adulto. Un género ya maduro que en este título, por mucho que nos duela, deja de serlo. En busca de jardineros espaciales, prefiero al Bruce Dern de “Naves misteriosas”. Su locura y su soledad botánica trascendían. “The martian”, en cambio, acaba siendo tan estéril como su escenario.
Simsolo
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8
21 de noviembre de 2020
0 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Gorrión rojo” está más cerca de “La carta del Kremlin” de Huston que de la “Lucy” de Besson o las entelequias cámara en mano de Bourne. Su propósito es moral, así que aspira a ser un puente entre los clásicos espías de John le Carré y nuestro presente. El humanismo de Graham Green y su factor humano en lugar de la desfachatez tecnológica de cualquier Bond. Se agradece que esquive la acción desmedida y la proliferación de planos a cambio de otro análisis menos fácil. La integridad como desafío. La identidad en cuarentena. El no retorno a uno mismo como destino. Aunque aparentemente responde a la vieja lucha de bloques, el fondo se centra en las personas y su dominio. Cuerpos y almas que deben contribuir a sus confusas causas sin tapujos. Aquí, Jennifer Lawrence puntúa alto en su conseguido extrañamiento de la realidad. Actriz y personaje son un todo que domina y se deja dominar. Las diferentes capas de lectura se superponen sin que el abrigo llegue al espectador. La frialdad de la exposición corre pareja al nepotismo de unos y al deseo de otros. Poseer y ser poseído. La ecuación es tan miserable y huidiza como lo fue el viejo telón de acero.

Igual que el western tiene su paisaje, el del cine de espías es el triste cemento, ese hormigón armado de los edificios que transpira fealdad y resignación. La utilización de los decorados -unos interiores que eluden cualquier sensación de hogar- acompaña al juego de relaciones. Casi no hay diferencias entre las tétricas oficinas y el más allá cotidiano de las calles. Solo el lujo de los hoteles colorea un presente helador. No faltan la sangre y el dolor. El entrenamiento de nuestra espía antes de participar en la lotería de lealtades declina la acción porque sí. Tampoco se extiende como una prueba de superación personal. Basta la escena del desnudo ante el tribunal de aspirantes para que todos comprendan cuál es su poder. En “Gorrión rojo” las armas son otras. Escasean los combates cuerpo a cuerpo, que no son ajustes de cuentas inverosímiles, sino mera supervivencia. Cada golpe duele igual que las mentiras o las torturas que laceran la piel.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Simsolo
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9
8 de noviembre de 2020
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo más significativo de “The rider” es el tempo. Algunos espectadores se exasperarán en minutos, otros disfrutarán de su baldía poesía. Parece un “Junior Bonner” despojado de luces de neón y discursos, sin más vértebra que el día a día saturado de polvo. Una condensación del espíritu de otra película y otro jinete. Trata asuntos íntimos con la trascendencia que se merecen, sin ahogarse en pretensiones. Una redención interior contada desde dentro. El resto, lo que la cámara difumina con una fotografía muy hermosa, es lo cotidiano. La vida en ese medio oeste americano que la rastrera política del último lustro ha puesto de moda.

Que los actores se interpreten a sí mismos no produce ninguna sensación de documental. No hay nada forzado en ello. Padre y hermana envuelven la desdicha de nuestro Brady, el jinete descabalgado con el futuro agitándose en una cabeza remendada. Una placa de metal lo separa de la derrota o la reconquista de lo que fue suyo. Partir de lo perdido para recuperarlo. La película explica su comunión con los caballos y el paisaje de un modo relajado, con planos sostenidos que retratan una forma de existencia que se antoja pasado. Podemos imaginar el paso de las estaciones sin que nada, excepto los cuerpos maleados por las caídas y las operaciones, cambie lo suficiente. Brady únicamente busca recuperarse a sí mismo. Sus titubeos, sus silencios, son una duda inmensa. Quiere sentirse vivo y no puede evitar hacerlo mirándose en el espejo del amigo en silla de ruedas. La narración sobrecoge precisamente por su desabrigo. Una falta de apostillas y redundancias que es pura escritura cinematográfica. Lo que vemos es lo que es. Se permite alguna cámara lenta y apuntes de preciosismo que nada empañan. No son versos sobrecargados. La americana, como género, entre contadas canciones y paisajes.

Sorprende un filme así. Tan habituados estamos al retorcimiento y multiplicación de los planos que ya no nos acordamos de “The last picture show” y su cadencia, entonces una película con estrellas. Ésta la protagonizan debutantes que parecen caminar por el territorio de un Ford mudado al siglo XXI. Un cine a la vez sencillo y refinado, más regido por el amor y las conversaciones banales que por el aspaviento, como ese abrazo con el padre en plano general que universaliza la escena. Admirar “The rider” exige un esfuerzo de acoplamiento, desdoblarse. Merece la pena en todo caso cabalgar con Brady en esas tomas finales en las que hablando con su amigo se habla a sí mismo. La esperanza en el cielo y la brisa, en la pradera bajo los cascos de su caballo. Un centauro moderno buscando eso que solemos llamar destino.
Simsolo
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8
10 de mayo de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las historias de amor escasean en el cine contemporáneo. O son a quemarropa o aburren. Las más adultas suelen estar construidas con el mimbre de sus actores, una falta de aditamentos que contradice a la taquilla. Lo meramente actoral no se lleva. Es un cine que languidece con elegancia. Y es precisamente distinción lo que le sobra a “El tiempo de los amantes”. Un esfuerzo fílmico considerable a pesar de algunos titubeos que, con todo, no pueden con la hermosa carnalidad de una Emmanuel Devos que no oculta ojeras. Un Gabriel Byrne en tránsito le da la réplica con la serenidad de la experiencia. Ninguno de los dos disimula la edad, puesto que es el otoño del amor lo que interpretan. La francesa rondaba los cincuenta y el inglés pasaba de los sesenta cuando se miraron por primera vez en un vagón de tren.

El tren, como comienzo y final, es ya una melancólica declaración de principios. Una apuesta por un clasicismo romántico que deriva a lo largo del metraje en metáfora. Porque “El tiempo de los amantes”, además de narrar con cuerpos veteranos una pasión adolescente reencontrada, apunta a la reflexión. Nos conduce sin dilación –apenas retrata unas horas en la vida de los protagonistas- a un existencialismo contenido en una habitación de hotel y cuatro calles. No hay más interrupciones que el alocado devenir de nuestra aprendiz de actriz. Se agradece la desnudez de la puesta en escena, el acercamiento a rostros y cuerpos, los diálogos a veces banales, otras perdurables. La vida es así, un atasco sentimental, un nudo de emociones que casi siempre resulta difícil gestionar.

Emmanuel Devos, nuestra Alix, da rienda suelta a su comedida bohemia moviéndose como una bola de billar en el tapete. Busca ser querida, pero es incapaz de asumir la constancia del amor. Encuentra en Doug –ese profesor de literatura extraviado en París- un desencadenante. Las escenas de intimidad entre ambos, hechas de miradas –increíble la de la francesa- y susurros, aportan una lentitud al conjunto que es un elogio de la profundidad. La sustancia del amor sin añadidos. Redundando en cierto pesimismo, el final abierto queda en manos de una dirección -una carta en todo caso-, que deja en el aire un próximo encuentro, un amor epistolar o, por qué no, la nada de un recuerdo. Un estremecimiento que probablemente recorra a nuestros protagonistas cuando, en sus respectivas vidas, rememoren lo que en tan poco tiempo representaron el uno para el otro.
Simsolo
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