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Críticas de Toribio Tarifa
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Críticas 95
Críticas ordenadas por utilidad
7
9 de noviembre de 2011
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
La historia arranca cuando en un club inglés algunos de sus socios descubren y comentan intrigados que otro socio, Ralph Denistoun, oficial del ejército por más señas, lleva los lóbulos de las orejas taladrados. Por descontado que nadie se ha atrevido a preguntarle la razón de tal anomalía. Sólo cuando uno de ellos coincide con Denistoun (Ray Milland) en un viaje en avión osa interrogarle. Y Denistoun se lo cuenta... y a nosotros, de paso.
Quizá "En las rayas de la mano" no se halle entre las mejores películas de Leisen - está muy lejos de las estupendas "Si no amaneciera", "Recuerdo de una noche" o "Mentira latente" - pero no deja de tener su interés, aunque solo sea por la suma de novedades que aporta. En primer lugar, y destacado, Marlene Dietrich muestra aquí los ojos más grandes de la historia del cine. En su improbable papel de gitana, a bordo de su carromato y dando consejos y diciendo la buenaventura a quien se le ponga por delante, no deja de tener su gracia ver a la protagonista de "El ángel azul" con la cara tintada y ataviada como se supone que irían las gitanas por la Alemania nazi. Ahora, eso sí, también se la ve tratando de cruzar el cauce de un
tumultuoso arroyo sobre un tronco de árbol calzada con zapatos de tacón. Esas famosas piernas había que realzarlas como fuera... Luego está el magnífico detalle del sarcasmo sangriento con que se trata un discurso de Hitler, transmitido por radio y escuchado devotamente por miembros de las SS a los que los ladridos de un perro furioso impide oír. La similitud fónica entre esos ladridos y el vociferante Führer no se le debe escapar al espectador atento. ¿Qué más?. Alguien ha hablado de la escasa química existente entre Ray Milland y la Dietrich, y es cierto: a través de un viaje en carromato, los dos solos, ella, enamorada y mostrándose abiertamente como gitana sumisa y orgullosa de su hombre, las escenas de pasión brillan por su ausencia, hasta el punto que uno llega a preguntarse si no habría de por medio consideraciones racistas que los mantuvieran alejados. Quizá sea más lógico atribuirlo a la falta de química, pero llama realmente la atención, más parece el viaje de un par de hermanos que el encuentro de una pareja de enamorados.
Toribio Tarifa
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8
13 de abril de 2013
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Empieza la película con una secuencia de Virginia Cunningham sentada en un banco del jardín de una institución mental, en pleno diálogo consigo misma. Está enferma y se le ha diagnosticado un trastorno esquizofrénico.
Gracias a la impresionante interpretación de Olivia de Havilland (fue seleccionada para el Óscar) asistimos al despliegue de las secuencias de la enfermedad que la llevaron al internamiento, así como al de los antecedentes que, a juicio del médico que la atiende, el doctor Kik, pudieran hallarse en el origen de su dolencia.
Olivia de Havilland está bellísima. Sin apenas afeites, a piel desnuda. Su papel, por otra parte, en nada se parece a aquellos que le dieron fama de mujer dulce y sumisa: pensemos, por ejemplo, en la Melanie Hamilton de “Lo que el viento se llevó” o en la mayoría de las películas en las que compartió protagonismo con el gran macho Errol Flynn: “La carga de la brigada ligera”, “El capitán Blood”, “El caballero Adverse”, etcétera.
Tendemos a considerar los tratamientos aplicados en estos establecimientos mentales del pasado - electroshocks, hidroterapia, etc - casi como propios de salvajes, asimilándolos en muchas ocasiones a la tortura, sin detenernos a pensar que el nivel de la medicina en cada época de la historia es el que es y que dentro de unos pocos años se puede producir y se producirá sin duda el mismo orgulloso rechazo y la misma despectiva incomprensión hacia procedimientos curativos que hoy en día consideramos el colmo de la perfección terapéutica.
La extraordinaria imagen que da título a la película y que, además del nido de víboras, recuerda los círculos del infierno de Dante, se acompaña de una didáctica explicación por parte del doctor Kik, que bien se corresponde con lo que venimos diciendo en el párrafo anterior: si caer en un nido de víboras puede volver loco al más pintado, dice, ¿por qué no habrían de recuperar el juicio los locos sometidos a ese mismo tratamiento?. Podrá parecernos una explicación pueril, y sin duda lo es, pero está animada por un espíritu científico que trata siempre de rescatar al enfermo de su dolencia y, sobre todo, no olvidemos en manos de qué y de quién pone hoy en día su salud y su vida alegremente mucha gente de nuestro entorno: chamanes, nigromantes, etc.
La película se basa en una novela de Mary Jane Ward, quien, aquejada de trastornos psiquiátricos, pasó varios meses en un sanatorio. Su experiencia en el sanatorio le sirvió de base para la novela. El personaje del doctor Kik está aparentemente inspirado en el doctor Gerard Chrzanowski, quien trató a la autora durante su estancia en la institución mental y que fue uno de los primeros médicos en recurrir al psicoanálisis para el tratamiento de la esquizofrenia. Uno de los médicos de este centro declaró en una entrevista que la dificultad en pronunciar correctamente el difícil apellido de ese médico llevó a que se le impusiera el apodo de “doctor Kik”, mucho más fácil no sólo para los norteamericanos, sino también para gentes de otra procedencia.
Anatole Litvak puso un gran empeño en conseguir el máximo realismo para su película y para ello no dudó en exigir de todo el elenco artístico que le acompañara en sus visitas a diversas instituciones mentales y se informara sobre todo lo que tenía que ver con el tema básico del film. La propia Olivia de Havilland se mostró también extraordinariamente interesada y, cuando se lo permitían, asistía a las sesiones de terapia.
La película concluye con el curioso baile de los enfermos – única ocasión en que se permite la mezcla de los enfermos de ambos sexos. No debe perderse uno en el último tramo de la película la aparición de la bella e interesante Betsy Blair, ocho años antes de que Bardem la llamara para protagonizar su “Calle mayor”.
Toribio Tarifa
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8
13 de agosto de 2014
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si de alguna película puede decirse que se halla en abierta contradicción con el Zeitgeist de nuestra época es ésta. Tras la secuencia inicial, que nos presenta al Padre Brown detenido por la policía como ladrón, debido a lo peculiares que son sus procedimientos pastorales, sigue un significativo sermón dominical sobre la Gracia y la igualdad del ser humano ante el mal para cerrar la película con otro sermón sobre la parábola del Hijo pródigo. ¡Toma castaña!
No faltaría más que leer el resto de críticas que otros colaboradores de esta página han colgado en ella para darse cuenta de lo atinado de mi aseveración: es una película que no cumple ni uno solo de los preceptos que actualmente se exigirían o mejor se exigen a cualquier proyecto cinematográfico. Canta como una calandria si se la compara con cualquier película recién salida de las fábricas de productos cinematográficos al uso. Es una película religiosa, profundamente religiosa y que recoge gran parte de lo que pudiéramos llamar la esencia del Cristianismo, desde el concepto de Gracia hasta el de libertad, pasando por cuestiones tan fundamentales para el cristiano como el sentido de la vida o la resurrección de la carne.
Yo me pregunto en este orden de cosas, es decir, en el orden de la comprensión de las claves que se ofrecen al espectador para que descifre los sucesos del guión, cuántos espectadores actuales de esta película son capaces de comprender el motivo que el padre Brown aduce para explicar cómo ha conseguido descubrir quién es su antagonista Flambeau en la escena de la cafetería parisina y que tiene que ver con un bocadillo.
Y es que conviene no perder de vista en ningún momento que el autor del texto Gilbert K. Chesterton es un converso al catolicismo, como tantos otros hubo en la Inglaterra de las postrimerías del siglo XIX y principios del XX, conversiones algunas de las cuales causaron una auténtica conmoción en el mundo social, literario o político del Reino Unido, como pudo ser la del que luego sería Cardenal Newman, en 1845, la del escritor Maurice Baring, en 1909, o ésta de G.K. Chesterton en 1922. Por otra parte, menos convendría, a la hora de juzgar El detective, pasar por alto el hecho de que su actor protagonista, el inmenso Alec Guiness, se convirtiera también al catolicismo unos meses después de haber terminado la película. Quiero decir que, con mayor o menor acierto en su desarrollo, hay mucha sinceridad, mucha autenticidad en este guión, y que no es justo calificar de moralina, es decir, de moralidad inoportuna, superficial o hipócrita, actitudes morales en las que los autores se jugaban personalmente mucho.
Quien esto suscribe no es creyente, ni tan siquiera aceptaría ser calificado de agnóstico, y se hallaría probablemente mucho más cómodo bajo el calificativo de ateo, es decir, aquél que considera que, puestos a decidir sobre la existencia o inexistencia de Dios juzga que, sin tratar de salirse del marco de profunda oscuridad en que vivimos desde el instante en que llegamos a este mundo hasta el momento en que nos vemos forzados a abandonarlo, quizá lo más sensato sería creer que estamos solos.
Toribio Tarifa
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6
9 de noviembre de 2011
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las primeras cosas que llama la atención de esta película,filmada en Berlín, es el nivel de destrucción de la ciudad a los diez años de acabada la guerra. Ya no se ven aquellas impresionantes acumulaciones de cascotes y de calles bordeadas de edificios de los que solo queda en pie alguna que otra pared que pueden verse en "Alemania, año cero", en menor medida en "Vencedores o vencidos", o de forma impresionante en los documentales de las tropas soviéticas en su triunfante e implacable avance hacia el corazón de la ciudad. Pero aparecen aquí y allá, como un involuntario espolvoreado de realismo, grandes edificios destruidos que dan cuenta de la situación. Cuando estuve en Berlín poco después de alzado el muro, la ignorancia y tontería de mis veinte años sólo pudo constatar la existencia de numerosos e inexplicables solares y no fui capaz de interesarme por la razón de su existencia. Es ahora que uno cae en la cuenta de que esos solares eran ya el último paso en la eliminación de los restos. La película gira en torno de los lingotes de oro nazi descubiertos por las tropas aliadas en el fondo de un canal y de su repatriación a Gran Bretaña. Mai Zetterling que, como tantas mujeres alemanas en la posguerra, ha tenido que dejar de lado cualquier prejuicio moral para sobrevivir, vive en uno de estos edificios que amenazan ruina, donde ha acogido a un grupo de niños huérfanos de guerra y tiene la aspiración de ofrecerles un futuro más esperanzador en Brasil. A Richard Widmark, policía militar del ejército de ocupación norteamericano, enamorado de ella, se le enciende una lucecita en la imaginación que alumbra un plan para que esos niños puedan emigrar.
La película, como no podía de ser menos - Mark Robson es un director acreditado con 33 títulos a sus espaldas - mantiene el interés hasta el final y la máxima pega que se le puede poner es que nadie sabe cómo concluir con una trama en la que se debe decidir si el bueno que comete maldades con una finalidad generosa es digno o no de un perdón dramático. Sobre todo para la época, ese final solo podía resolverse en la confusión y en esta película el final es confuso: absoluciones y condenas caen sobre los personajes de forma arbitraria.
Toribio Tarifa
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7
21 de mayo de 2014
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
La doctora Tuttle, profesora de psicología en las aulas universitarias, bella, recatada y, aunque con escasa justificación, con una cierta conciencia de solterona, resulta acosada por un alumno que precisamente destaca por todo lo contrario: seguro de sí mismo y de sus encantos físicos, osado, descarado y propenso a lanzar sus redes sobre cualquier mujer que se le ponga a tiro. La película, con un arranque excelente que ya capta y se gana la atención del espectador, narra las tremendas consecuencias que se derivan de una imprudente decisión de la doctora Tuttle: dejar que Bill Perry, su alumno, la lleve en su coche cuando, por su culpa, ella ha perdido el autobús que debía conducirla a casa; de lo que, vista esta excelente película, se deduce cuán conveniente resulta echar a correr cuando ves que se te va a escapar el autobús.
Toribio Tarifa
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