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España España · Ávila
Críticas de Ludovico
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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
2
14 de noviembre de 2009
121 de 188 usuarios han encontrado esta crítica útil
Históricamente falsa, intelectualmente pobre, moralmente retorcida, políticamente oportunista y estéticamente desdeñable. Y, además, demagógica.

Es preciso ganarse el derecho a criticar. Y para criticar a las religiones sin que la crítica se convierta en un acto mezquino, antes hay que haberlas comprendido; y comprenderlas supone valorar con justeza su naturaleza y sus límites, su grandeza y su miseria. Eso implica, en este caso, entender que el cristianismo (con el que no me siento identificado y sí con la búsqueda independiente de la verdad de Hipatia) vino a salvar una sociedad en decadencia y la salvó, creando un mundo, como la cristiandad medieval, en línea con las grandes civilizaciones de su tiempo. Hay que ser capaz de deleitarse con el canto llano y la polifonía, abismarse en el bienaventurado silencio pétreo del románico, anonadarse con la espiritualidad de los Padres del Desierto, emocionarse con la belleza de los relatos artúricos, hay que ser capaz de comprender ese mundo y de percibir también las razones de su decadencia en la modernidad: el autoritarismo, el dogmatismo, el ansia de poder, la traición a sus ideales primeros y todas las perversiones múltiples del vaticanismo. Hay que saber diferenciar lo que es achacable al cristianismo y lo que es achacable a la civilización occidental (que desempeña, para bien o para mal, un papel singular en la historia con el que le tocó apechugar al cristianismo); hay que captar lo que fue el espíritu de Jesús y las manipulaciones de la burocracia eclesial, heredera de la estructura política del imperio romano; hay que entender, en definitiva, las dificultades y las exigencias de la supervivencia de un mensaje como el cristiano en esas circunstancias y ser capaz de discernir las luces y las sombras.

Habría que recordar aquellas líneas magníficas de Nietzsche en Ecce Homo sobre la práctica bélica: «Yo sólo lucho contra cosas que triunfan [...] Yo siempre lucho solo». Vilipendiar al cristianismo en unos tiempos en que el cristianismo se hunde y agoniza es un acto de mezquindad; y buscar la connivencia de la inmensa mayoría, su halago y su aplauso fácil, una debilidad sonrojante.

Hipatia, espíritu libre de toda ruindad, habría escupido a Amenábar a la cara.

Véase nota en el spoiler.
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Ludovico
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10
23 de agosto de 2011
62 de 74 usuarios han encontrado esta crítica útil
Béla Tarr, yo creo, ha reinventado el cine. Y lo ha hecho llevando al límite una concepción específica del tiempo cinematográfico que niega la idea convencional de temporalidad: esa concepción cuantitativa y cartesiana del tiempo —cómoda pero inaceptable— como magnitud homogénea y vacía, susceptible de ser llenada de acontecimientos que se suponen objetivamente observables. Ahora bien, ¿puede separarse el tiempo de los acontecimientos que lo constituyen? ¿Un bloque de tiempo es el mismo si es vivido por otro? Creo que Tarr diría que no.

Si añadimos que en todo acontecimiento hay siempre parte de interpretación, que no existe versión “objetiva” de un hecho humano, se puede entender ese repetido retorno sobre sí y la sustitución de la ficticia y engañosa línea recta de la narración (mera abstracción) por una sucesión de oleadas poéticas: planos secuencia que se cruzan, se solapan, se entrelazan, para fabricar el tejido mismo de lo real: danza de Shiva o tango de Satanás. Tarr lo ha dicho con incontestable claridad: «No quiero contar historias; quiero mostrar el fondo de la naturaleza humana». Y para acceder ahí, hay que arrancar los acontecimientos a la linealidad de la historia (y de la Historia) y a las convencionales leyes de nuestra idolatrada causalidad, romper la horizontalidad del despliegue cronológico y dejar que afloren las dimensiones ocultas de la temporalidad.

No hay paradoja en que el cine metafísico de Tarr parta de una estética hiperrealista, que potencia al extremo los detalles visuales y sonoros: textura de las ropas raídas, de paredes desconchadas, de una piel envejecida (todo trabajado siempre por la duración)... rumor de pasos, de respiración, de jeringuilla absorbiendo el líquido (!)... Omnipresencia de agua, tierra y barro en Sátantángó, obra esencialmente telúrica, “matérica”, que no materialista. Belleza sublime de las formas, expresión luminosa de la verdad de lo esencial: Tarr o la aparición de la belleza en todas las cosas.

Tampoco hay paradoja en partir de situaciones sociales definidas (pero, como en “Armonías...”, sin referencia espacio-temporal alguna, lo que libera de la anécdota) para llegar al mundo del alma y al alma del mundo. Tarr, cineasta en busca de lo absoluto, vincula las dos orillas del ser, uniendo sin confundir lo descriptivo y lo profético, lo personal y lo cósmico, lo social y lo ontológico, lo material y lo intangible, lo efímero y lo eterno: arco infinito que abarca el abismo de la existencia, en un ambiente (también como en “Armonías...”) de apocalipsis inminente.

Sus imágenes quedarán en mi memoria, hasta la próxima visión, como recuerdo indeleble de que, más allá —o más acá— de la banal cotidianidad, existe un mundo real. Tarr me proporciona, más que ningún otro cineasta, eso que Rudolph Otto llama “experiencia de lo numinoso”: una presencia “tremenda y fascinante” que, superando cualquier posibilidad de expresión, me deja sin habla y literalmente anonadado.
Ludovico
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10
1 de marzo de 2014
45 de 49 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es difícil recoger en el espacio aquí permitido toda la riqueza de este film, cuya deslumbrante belleza plástica permite, por sí sola, calificarlo de “obra maestra”. Pero dejaré a un lado los aspectos más “formales” (convencionalmente hablando) para centrarme en ciertos puntos de su contenido, procurando no insistir en cosas que ya otros han dicho aquí con acierto.

Veo en la película una doble línea temática; la primera es la crisis creativa de Rublev ante el mal que observa en su mundo. A través de una serie de experiencias vitales que dan lugar a un proceso progresivo de maduración interior, y que, sobre todo a partir de la “fiesta”, van a ir minando su inocencia original, Rublev se va distanciando progresivamente del mundo; hay distancia del pueblo adormecido, alterado sólo por frenesíes insubstanciales como el provocado por el bufón, pero distancia también de la autoridad establecida, con la que, a diferencia de Kirilo, nunca se planteará colaborar. Dentro de su comunidad está distante del citado Kirilo, representante de un individualismo egoico y autoritario, y se separa también de su amigo Danila, representante de un tradicionalismo obediente y bondadoso, pero temeroso y no demasiado inspirado. Profundizar en la verdad implica avanzar en la soledad.

¿Para qué crear belleza en un mundo que la ignora e incluso se obstina en destruirla? La pregunta sigue tan vigente ahora como en el siglo XV y Tarkovski procede, me parece a mí, a una cierta modernización de la figura de Rublev, lo que no es ilegítimo, puesto que su propósito no es restablecer una realidad histórica. La retirada del mundo, la reclusión en su interior, es la salida natural para un hombre de aguda sensibilidad, abrumado por una realidad que le resulta literalmente incomprensible.

Importante en ese proceso es la presencia de Teófanes. La primera conversación de Andrei con Teófanes presenta a este como un personaje misántropo y desengañado; laico, a diferencia de Rublev, Teófanes cree en Dios pero no en el hombre; su postura, un tanto dualista, no le genera los problemas que le plantea a Rublev la necesidad de conciliar a Dios y el mundo. El de Teófanes es un Dios todopoderoso, en cuya absoluta transcendencia se refugia. El de Rublev, por el contrario, es un Dios sufriente que quiere salvar al mundo. Parece que, en concordancia con esto, Rublev se apartó hasta cierto punto de los criterios iconográficos bizantinos para ofrecer una imagen en algún sentido más “humanizada” de Dios (probablemente representaba en alguna medida la reacción humanista del Renacimiento naciente frente al espíritu más teocéntrico del Medioevo). Es la de Teófanes una actitud un tanto escéptica que Rublev no quiere aceptar, pero a la que se acercará de algún modo con el tiempo, si bien para entonces --en la segunda conversación, en la catedral saqueada-- tampoco Teófanes estará ya exactamente ahí --independientemente de que pueda estar vivo o muerto--.

Sorprende que esa situación que vive Rublev no le plantee problemas con su fe. Sus problemas parecen ser exclusivamente con el mundo, no con Dios. Rublev en ningún momento se revuelve, como Job, contra su Dios. La salida de la crisis podría haberse resuelto por un largo proceso de maduración interior, pero Tarkovski opta por otra solución: la revelación súbita que supone para él la aparición de Boriska. Se le podría, tal vez, reprochar a Tarkovski que esa revelación, para ser efectiva, no deja de requerir un proceso interior que haga posible su recepción, lo que, en la película, ciertamente no es perceptible. En todo caso, esa revelación permitirá la confluencia con una segunda línea temática, desarrollada en el episodio de la campana.

Tarkovski suspende ahí provisionalmente su identificación con Rublev y pasa a identificarse básicamente con Boriska. Tarkovski manifestó repetidas veces que se sentía profundamente unido a la tradición espiritual y cultural de su pueblo, cuyas últimas manifestaciones estaban en la literatura del siglo XIX (Dostoievski, Tolstoi...), pero esa tradición se había visto interrumpida. ¿Cómo volver a enlazar con ella? La tradición, tan importante en el cristianismo ortodoxo que Tarkovski compartía, se basa en la continuidad ininterrumpida. La posibilidad de recuperarla, una vez rota la cadena, ha dado lugar a profundos debates en el mundo de la espiritualidad, especialmente en contextos esotérico-teosóficos con los que Tarkovski parecía estar relativamente familiarizado. Boriska, a quien no le fue transmitido el secreto del oficio --y que se encuentra, por tanto, en idéntica situación que Tarkovski--, apela a una intuición interior para salvar el hiato: pretende “resucitar” en sí mismo y por sí mismo la tradición que había muerto con la muerte de su padre y recuperar así el “secreto” no transmitido, restaurando espiritualmente la cadena iniciática formalmente interrumpida. La Tradición, especialmente en el momento de crisis que implica la modernidad, no puede limitarse a una transmisión formal. Hace falta revivirla desde dentro. Es lo que hace Boriska. Es lo que pretende hacer Tarkovski, que es, en este sentido, optimista; desde una perspectiva más espiritualista que legalista, piensa que esa resurrección es posible, colocando la experiencia personal por encima del orden institucional.

La contemplación de ese proceso en la figura de Boriska, llevará a Rublev a abandonar su silencio creativo, si bien de forma --podría objetarse-- no del todo comprensible: quince años de silencio no se derrumban tan fácilmente ante la tenacidad de un muchachito sin las ideas demasiado claras y que va tropezando en todas partes. Un poco irónicamente podría decirse que Tarkovski plantea un problema en la primera parte --una crisis existencial de carácter personal-- y resuelve otro distinto en la segunda --una crisis histórico-institucional--, pero se las apaña para matar dos pájaros de un tiro.

(termino en el spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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5
31 de enero de 2008
80 de 123 usuarios han encontrado esta crítica útil
Película extremadamente ambiciosa, pero, en mi opinión, fallida. El guionista ha percibido con cierta profundidad la naturaleza de reacciones y comportamientos, ha avistado, incluso con hondura, los entresijos del alma humana, pero sin embargo algo falla. Pienso que la película no funciona porque una cosa es un personaje y otra una máquina de soltar discursos a toda pastilla. La película adolece de sobresaturación dialógica y eso, en cine, suele ser grave. Esa continua búsqueda de la quintaesencialidad en el discurso, acompañada de la imprescindible sobriedad, produce obras geniales en los genios; pero, víctima de una especie de maníaca embriaguez, autoseducido por su propia locuacidad, Aristarain —que podría ser un buen director pero no es un genio— construye un guión aquejado de principio a fin de hipertrofia verborreica. Se puede admirar su extraordinaria habilidad para construir técnicamente los diálogos, y no se discute que escribir un guión así no sea fácil; el problema es que tampoco el triple salto mortal es fácil, pero, excluyendo el circo, su utilidad es escasa.

Uno se pregunta cómo es posible que unos personajes que hablan como filósofos consumados, siempre con la frase justa, precisa, redonda, de brillantez argentina —en ambos sentidos—, puedan andar por la vida tan absolutamente perdidos, empezando por ese insufrible Dante que parece un compendio de filosofía práctica para deslumbramiento de jóvenes posmodernos. ¿Será quizás porque — exceptuando a Hache, el único personaje que todavía conserva vagamente algo que recuerda a la condición humana— jamás asoma en ellos ni la más leve sombra de una duda? No lo sé; en todo caso, la película merecería tener al final un índice analítico, como los libros de ensayo.

Buena la interpretación, cierto, aunque el lenguaje cinematográfico sea, en general, más bien pobretón. Parece que todas las energías se les fueron en el lenguaje oral.
Ludovico
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La sociedad del espectáculo
Documental
Francia1973
7,0
328
Documental, Intervenciones de: Leonid Brezhnev, Fidel Castro, Guy Debord, Jacques Duclos, Robert Fabre ...
4
11 de febrero de 2013
46 de 55 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1957 se constituye la Internacional Situacionista. Guy Debord está entre sus fundadores y va a ser el principal referente teórico del grupo que, se supone de forma discutible, tendrá un papel destacado en la inspiración de los acontecimientos del 68 en Francia. Un año antes, en 1967, Debord había escrito su obra fundamental, “La sociedad del espectáculo”, que él mismo llevará al cine en 1973. En su libro, Debord había desarrollado a lo largo de 221 tesis sus ideas fundamentales acerca de la moderna sociedad capitalista como sistema totalitario estructurado en torno al concepto de “mercancía”, en el que la vida, sustituida por su imagen, se ha convertido en mera representación o espectáculo.

Por más que Debord y el situacionismo aparecieran en su época como un movimiento radicalmente innovador y escandalosamente heterodoxo en el panorama político, en realidad solo los cuadriculados y ramplones esquemas de la izquierda comunista de la época, ya fuera prosoviética, trotskista o maoísta, le hicieron aparecer de ese modo. Vistos en perspectiva, los análisis de Debord no se apartan, en lo esencial y en el fondo, de la ortodoxia marxista más estricta. Únicamente la estrechez de su universo confería magnitud a diferencias que no pasarían de ser matices, contempladas desde un marco de referencia más amplio. Pero ya se sabe que para los militantes políticos de todo signo lo real se identifica con lo social.

Llevar al cine un ensayo de filosofía social como “La sociedad del espectáculo” parece un proyecto descabellado. Y, en efecto, lo es. Debord hace una selección de fragmentos de su libro, que, sin cambiar una coma, son recitados por una voz en off, mientras en la pantalla aparecen imágenes, más o menos relacionadas con el texto, tomadas de fuentes diversas: noticiarios de la época, anuncios publicitarios, fragmentos de conocidas películas, etc. Todo ello de acuerdo con el característico “détournement” situacionista: recuperación de elementos ya existentes para reutilizarlos en un sentido crítico-revolucionario. En cualquier caso, el discurso oral es el elemento rector del film y las imágenes no pasan de tener el papel secundario de una mera ilustración.

Sin entrar a juzgar el texto de Debord, y aún aceptando su interés, la película, en mi opinión, fracasa; a quienes conozcan el libro, el film no les aportará nada nuevo, y quienes no lo conozcan se quedarán a dos velas, pues la complejidad conceptual del discurso hace de él, de manera obvia, un texto destinado a ser leído y no a ser escuchado. Las imágenes escasamente aportan nada al conjunto. No discuto la importancia de Debord como teórico de sociología marxista, incluso, si se quiere, como “filósofo”, pero como cineasta creo que su papel es más bien irrelevante. Por otra parte, ¿creía verdaderamente él mismo en la posible eficacia revolucionaria de sus películas? Debord era lo bastante inteligente como para pensar una cosa así. ¿Cual era entonces su intención?...

Sé que al formular estas críticas, entro en ese espacio al que se dirigía el propio Debord, cuando, unos años después, afirmaba: “Los especialistas en cine han dicho que había en la película una mala política revolucionaria; y los políticos de todas las izquierdas ilusionistas han dicho que era mal cine. Pero cuando se es a la vez revolucionario y cineasta se demuestra fácilmente que su acritud general deriva de la evidencia de que el film en cuestión es la crítica exacta de la sociedad que ellos no saben combatir y el primer ejemplo del cine que ellos no saben hacer”. La arrogancia intelectual de Debord y su incapacidad para aceptar cualquier crítica queda bien patente no solo en esas palabras, sino, sobre todo, en el título mismo del cortometraje que firmaría dos años más tarde: “Refutación de todos los juicios tanto elogiosos como hostiles formulados hasta ahora sobre el film ‘La sociedad del espectáculo’”.

El mesianismo de Debord, que se creía iluminado y en posesión de una verdad absoluta y completa que, curiosamente y a lo que parece, no estaba dispuesto a compartir ni siquiera con sus amigos, es un hecho lamentablemente común. Pero Debord cree ser el único en ver la verdad y toda la verdad. Todo el cine forma parte de la sociedad del espectáculo... salvo el suyo. Toda actitud ante el hecho social es farisaica y aliada del poder... salvo la suya. Demasiado vulgar y demasiado banal. Si Debord hubiera sido capaz de trascender su visión cerrilmente ideológica, habría podido percibir que ese arte, que él despreciaba aunque cultivara, puede desvelar realidades que se abren más allá de sus análisis, tan brillantes en sus reducidos límites como miopes en su capacidad para abarcar un ámbito más amplio.

En ese canto de autoexaltación que es “In girum imus nocte...” realizada pocos años después, Debord diría, entre otras cosas: “Yo he merecido el odio universal de la sociedad de mi tiempo, y me hubiera disgustado tener otros méritos a los ojos de esa sociedad... es en el cine donde he provocado la indignación más completa y unánime... mi mera existencia sigue siendo una hipótesis generalmente refutada. Me veo situado por encima de todas las leyes del género... No es poca satisfacción para mí presentar una obra que está absolutamente por encima de toda crítica...».

Con toda su inteligencia, parece que Debord no llegó a comprender nunca que él era parte del espectáculo que denunciaba (alguien podrá decir que del área conocida como “psicopatología”) y que su cine estaba destinado a formar parte integrante --mucho más que el de otros cineastas menos “espectacularmente revolucionarios”-- de la sociedad que pretendía combatir. Sus partidarios, me podrán acusar de una crítica fácil y ya antes formulada. Concedido; no pretendo, por supuesto, tener la brillantez de Debord; pero que dos y dos sean cuatro no es menos cierto por el hecho de ser una verdad insistentemente repetida y formar parte del acervo común.
Ludovico
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