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España España · Marte
Críticas de Gort
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Críticas 32
Críticas ordenadas por utilidad
10
7 de marzo de 2010
37 de 46 usuarios han encontrado esta crítica útil
Seguramente no es casualidad. Al inicio de la película vemos a Jean Kéraudy como Jean Kéraudy y nos dice: “Mi amigo Jacques Becker me ha pedido, ...”, pero se me antoja que no se refiere a esa amistad que es “un asunto privado fundado sobre el afecto que sentimos por las personas que nos gustan” (1).

Lo pienso más que nada por lo siguiente:

Tras ese largo plano fijo en el que Roland Darbant y Manu Borrelli se van turnando para ir arañando primero, y destrozando después, el suelo del rincón de la celda con la pata de la cama, hay un cambio de plano, un movimiento de cámara que envuelve de espaldas a los compañeros recogiendo los restos del terroso cemento. El plano se detiene tomando una cierta distancia de la acción, encuadrándolos. Imposible no recordar en ese momento el controvertido dictamen de Godard –“todo travelling es una cuestión de moral”- que ya desarrollara Rivette a propósito de un movimiento de cámara en “Kapò” (G. Pontecorvo, 1960), y que yo entiendo en el sentido del morar del espectador en la imagen.

Porque éste del que hablamos no es un movimiento espacial, es un movimiento del alma. La cámara en realidad no se mueve, es una ilusión. La secuencia transcurre en la pantalla, se refleja en los ojos del espectador, pero es en el interregno de la Imagen-Emoción que cobra su sentido pleno.

Del hecho que esta adhesión se rubrique cinematográficamente se sigue esta conclusión: agazapado en la negrura de la sala de cine, ilocalizable, casi una ausencia, el espectador no se alinea de forma retrospectiva –estoy contigo por lo que has sido o vivido-, sino que, por ‘Le trou’, por los oscuros corredores del Cine que hacen del tiempo no una línea sino una intrincada espiral, tal encuentro no entiende ni de principio ni fin, la amistad es incesante, perenne.

Eran amigos y no lo sabían (2).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Gort
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9
9 de julio de 2008
43 de 61 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo reconozco, siempre he desconfiado un tanto del término cinefilia, esa indagación pormenorizada a través de los estantes y pasillos de la inabarcable Filmoteca. Me parecía que una dedicación tan exhaustiva tenía más de recuento de cadáveres o víctimas que de amor por ese ente esquivo llamado cine.
Será tal vez debido a mi naturaleza perezosa, pero siempre abrigué la convicción de que bastaba una sola película para poder amar el cine y que ese afortunado individuo contendría todas las demás posibles, las ya acabadas y las aún por concebir.

A pesar de que esa película no ha llegado a rodarse nunca es con las de Chaplin que descubrimos que ya existe, anterior a todas las que jamás lleguen a filmarse, referencia hacia la que escoran sus proas indefectiblemente y probablemente origen de todas ellas.

Cuando el viejo Scottie cantaba en fin de año (Auld Lang Syne) creí ver en los rostros entristecidos de las mujeres a Gretta (Dublineses), súbitamente atrapada por algo que pensó desaparecido. Y la introspección a la que esa música las lleva supone una ruptura -no se puede volver a bailar igual pese al jolgorio-, la misma que motivó a la Srta. Kubelik en una fiesta parecida, para nosotros posterior cronológicamente, en realidad la misma fiesta.
Y esa misma noche, pero en la cabaña, el sueño anhelante de Charlot prefigura la ensoñación a plena luz del día de aquel, en San Francisco, que tras un cambio de peinado y de traje es incapaz de discernir la realidad. ¿Son acaso el mismo hombre?

Considerando estos indicios no es de extrañar, entonces, la incesante búsqueda, ni las decepciones ni la envergadura de la tarea se presentan como obstáculos, ¿cómo renunciar a seguir el rastro de ese mundo que se introduce paulatinamente en el nuestro?
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Gort
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7
2 de abril de 2008
30 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
1.

Acusado de un delito que desconoce y que nadie parece querer revelarle, el procesado no puede evitar considerar que tal vez sí haya hecho algo, que a fin de cuentas sí sea culpable. El sentido común se recompone y, con furia, no acepta este sometimiento, intenta revocar la sentencia. Todo aquel al que acude, todo aquel que acaba conociendo su desdichado destino, le presta una solícita ayuda, una comprensión tierna e infinita, pero algo en sus gestos les delata: no confían en realidad en la reversibilidad del proceso. Así, en esa suerte de escalera hacia el cadalso que es la travesía del Sr. K., cada uno de sus escalones (los compañeros de oficina, la súbitamente interesada vecina, la criada del abogado) cumplen la misma y ejecutoria función.

2.

Orson Welles volviendo a hacer de las suyas. Me refiero a que, de todos los papeles que podía elegir para interpretar, no elige el de un protagonista azorado por una presunta injusticia, sino que el suyo más bien es el de la presencia inquietante, aquel con una media sonrisa socarrona que nos hace pensar que nos escamotea algo, al igual que al desgraciado de K pendiente de su salvación. Y lo consigue con eficacia, ya que las escenas en las que aparece en pantalla son especialmente intensas.
En definitiva, una adaptación fiel de la obra literaria a la que sin embargo le reprocharía no haber intentado una interpretación tan apegada a la obra original, así como una marcada insistencia en el uso de lo kafkiano como simplemente absurdo cuando este adjetivo se abre a una consideración mucho más amplia.

3.

–Dime, tú, mi valiente amigo, que hombro con hombro hemos luchado contra tormentas y galernas, que supiste llevar mi nave a buen puerto, ¿por qué no puedes salvarme ahora?, ¿por qué me ajusticias con el lento puñal del tiempo?
Y tú, mi fiel esposa de compartido lecho, alivio y consuelo en la funesta hora, ¿por qué tan delicadamente ocultas mi destino?, ¿por qué me matas pacientemente con el veneno de tu comprensión?

- No te compadezcas. También tú eres mi callado verdugo.

4.

“En la representación o simulacro de proceso que solemos llamar vida humana, no hay jueces, no hay acusados, ni mucho menos inocentes y culpables, sólo hay verdugos” (en el artículo “Tres novelas que cambiaron el mundo” incluido en “Lecturas compulsivas”, F. de Azúa).

“Lo que ocurre en la cocina es el secreto de los que allí se sientan, y éstos lo guardan contra mí. Cuanto más tiempo se duda ante la puerta, más extraño se vuelve uno. ¿Qué pasaría si alguien abriera la puerta y me preguntara algo? ¿No aparecería yo acaso como alguien que quiere guardar su secreto?” (en “Regreso al hogar”, dentro de los Cuentos completos de Kafka).
Gort
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8
4 de diciembre de 2007
30 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
La popular mancha roja de Júpiter es una tormenta que se estima existe desde hace más de 300 años, un remolino cuyo tamaño podría englobar el de la Tierra entera.
Júpiter, vivido desde la habitación en la que escribo, es menos una roca enorme y lejana que una colorida imaginación: sus vientos huracanados se nos antojan incapaces de volar ningún sombrero. Considerar la realidad de esa zona ventosa, tratar de imaginar que ahora, siempre, sopla un viento hostil allá lejos puede acabar desembocando en una sensación de terror que ya atenazó al francés (el mal de Pascal, "espacios que ignoro y que me ignoran"). Es importante, para no sucumbir al vértigo propio de este mal, ni tan siquiera plantearse un primer elemento de la serie: el cráter donde aguarda y se oxida el robot de la Mars Pathfinder; las violentas sacudidas del volcán gigante de Ío; profundos mares de azufre, lluvias ácidas que caen sobre extensas llanuras... y al final está Solaris. En definitiva, ese vértigo antes mencionado es producido por la incertidumbre ante el sentido de todos esos lugares insondables, absurdos y reales, el sentido de lo existente.
Solaris es una obra que Tarkovsky tenía que hacer, que le venía como anillo al dedo. Los personajes de la película, entre algún que otro escalofrío y entre algún momento especialmente hilarante, dialogan explícitamente sobre el tema y junto con los elementos circunstanciales de la película (el océano resplandeciente bajo la ventana, la cama compartida del camarote, etc.) nos hacen sentir la incertidumbre de la que hablamos. Es entonces cuando...
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Gort
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Noche y niebla
MediometrajeDocumental
Francia1956
8,2
5.824
Documental, Voz: Michel Bouquet
8
28 de octubre de 2008
26 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
No sólo hierbajos y zarzales crecen en la campiña abandonada que rodea los barracones de los campos de concentración -espacio yermo y ahíto de historia-, también de ella brota el ruido.

Adentrándose aún recelosa por los vestigios del holocausto, la imagen nace deslindada de la voz que narra, sabiéndose responsable del malestar que esta última expresa: sospechando de la monumentalidad del recinto –producida por la historia, relato de los vencedores-, constatando lo incompleto de la ruina, ¿cómo poder llegar a recordar lo sucedido?, ¿cómo se recuerda algo que no se ha vivido?

Por senderos de distinto orden transitan entonces ambas, voz e imagen, la primera lamentando no poder sino mostrar la superficie de la historia, la cáscara vacía de lo acontecido; la segunda volviéndose más y más opaca en su narración documental a través de testimonios gráficos (la pila de cadáveres desnudos, los rostros enjutos…). Parecen compadecerse por su incapacidad para superar el límite, para rescatar una miga de verdad.
En realidad es todo pura estrategia, aspiran secretamente a producir lo que sintió el poeta mientras observaba a la lejanía desde lo alto de la montaña:

[…] e mi sovvien l’eterno,
E le morte stagioni, e la presente
E viva, e il suon di lei […]

[...y me sobreviene lo eterno,
Y las muertas estaciones, y las presentes
Y vivas, y el sonido de ellas...]

(L’infinito, G. Leopardi)

De la conjunción afortunada de imagen y voz surge un rumor como de lejana caballería al galope, estrépito que se siente más con el cuerpo que con el oído y que configura un momento de verdad histórica, de captura de un instante perdido en el tiempo.

Este temblor que sobrecoge al corazón es también “el llanto sin fin de la humanidad”, aquél al que las líneas finales nos instan a escuchar antes que “sobrevivir a estas ruinas con nuestra mirada sincera, como si el antiguo monstruo yaciera aplastado para siempre bajo los escombros.”
Gort
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