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Argentina Argentina · Colastiné
Críticas de Adela Hache
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Críticas 42
Críticas ordenadas por utilidad
8
31 de mayo de 2010
10 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta entrañable comedia dirigida por Philippe De Broca en 1966 es ante todo una deliciosa parábola sobre el absurdo de la guerra, que reinvindica con espíritu quijotesco "una sabia locura antes que una tonta cordura".
Como un mago, en la que sin duda es su mejor película, este director francés injustamente relegado en el olvido, despliega una fantástica galería de personajes extravagantes, tan poéticos como inolvidables.

El hilo de la historia está situado a fines de 1918, en un pueblecito del norte de Francia. Con las fuerzas aliadas avanzando, un batallón alemán recibe la orden de retirarse pero no sin antes dejar sembrados terribles explosivos coordinados a un mecanismo de relojería. Las fuerzas aliadas, previendo este tipo de despedida de los perdedores, envían a un especialista, el británico Plumpick, para que encuentre la bomba y la desactive.
El protagonista (interpretado por Alan Bates) llega a la ciudad que fue abandonada no sólo por los alemanes sino por sus propios habitantes que sospechan la inminencia del desastre. Pero la desolación no es absoluta. Un puñado de pacientes del manicomio del pueblo, deambula con alegría y espíritu libertario por las calles desiertas y dan la bienvenida al soldado británico, nombrándolo con el título de Rey de Corazones.
Pendiente de alcanzar su objetivo sin despertar el pánico, Plumpick jugará a contrarreloj el doble rol como rey de los locos y desactivador de bombas, buscando la que los alemanes han dejado escondida y que puede estallar en cualquier momento.
Mientras crece el peligro, se acrecienta también la afinidad con sus encantadores huéspedes entre los cuales se encuentra la exquisita Coquelicot (Genevieve Bujold) de la que se enamora. Una película impregnada de poesía en todas las imágenes que tengan que ver con los locos; y de suspenso, en las anécdotas de guerra. Los dos mundos se entrecruzan en el corazón del protagonista, que deberá optar por uno.
Es una película que puede verse infinitas veces, nada más que para dejarse envolver en la frescura poética de su pura magia que no ha logrado desgastar el tiempo.
Adela Hache
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4
11 de septiembre de 2012
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las películas de boxeadores cuentan con títulos clásicos y grandes directores, desde King Vidor hasta Scorsese con su “Toro Salvaje”, donde se impone un héroe popular y una épica fuerte. En el cine y en la literatura nacional contamos con “Gatica, el Mono”, de Leonardo Favio y con nobles relatos de Julio Cortázar o Abelardo Castillo e incluso con la canción de León Gieco “Cachito, Campeón de Corrientes”, pero no es el caso de “La pelea de mi vida” que está más cerca del melodrama televisivo y efectista que de los relatos con intenso sustrato social vinculados a un imaginario de la clase obrera y la cultura popular.
El argumento ronda en torno a Alex (Mariano Martínez), un boxeador argentino aún joven y fuerte pero que supo de tiempos mejores. Al iniciarse la película lo encontramos autoexiliado en Colombia, sobreviviendo con combates arreglados de antemano por la mafia de las apuestas. Pero un día se niega a perder y eso sumado a que es un donjuán perseguido por guardaespaldas de un marido engañado, decide regresar al país luego de diez años. Así se reencuentra con su antiguo entrenador (Emilio Dissi) y amigos del gimnasio (entre ellos Mariano Argento, la revelación de “El hombre de al lado”).
Al retomar los vínculos con su pasado, el protagonista se entera de que ha sido padre durante su ausencia, que su novia abandonada falleció y su hijo biológico -que ya tiene ocho años- ha sido adoptado por su máximo rival en las cuerdas y en la vida.
La historia tiene ingredientes que hubieran podido conformar un buen melodrama deportivo pero el guion cae en la superficialidad y esquematismos tan previsibles que lo hacen ser apenas un pasatiempo con público cautivo por la popularidad de los actores y una temática atrayente.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Adela Hache
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8
8 de agosto de 2010
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como en "La cinta blanca", pero con un tono menos realista, una comunidad se cierra voluntariamente para mantener la inocencia o la "pureza", al menos en los jóvenes y niños. Los adultos han tenido experiencias traumáticas con la violencia en la sociedad y han elegido involucionar hacia una vida vinculada a la naturaleza, prescindiendo del consumo e incluso de los adelantos científicos que trajo la evolución histórica.
Así se aíslan rodeados de un bosque donde acechan todos los peligros y por lo tanto nadie se anima a trasponerlo. Se dice habitado por seres innombrables que se identifican con el color rojo y los actos aberrantes, cada tanto incursionan para desollar animales y todos deben esconderse para preservarse. Es interesante que la historia se va hilvanando progresivamente. En una escena vemos que dos muchachas que barren el cobertizo descubren una pequeña flor silvestre de color escarlata y la entierran.
Poco a poco sabemos que el rojo (el color de las pasiones) está prohibido y solamente un subnormal, interpretado por Adrien Brodie, cada tanto obtiene rastros del mundo vedado que comienza en el bosque.
Hasta que empieza una historia de amor conmovedora entre una joven ciega y un muchacho ensimismado que la ama.
Pero sucede que los celos, la envidia y la violencia no pueden atajarse aún entre los que no se han mezclado con la identificada fuente de corrupción. La "antena" que lo comprueba es inimputable por su condición de minusvalido mental y lo único que podrá traer algo de luz ante la adversidad de los hechos que se suceden provendrán de lo genuino de un corazón enamorado que no vacilará en atravesar el peligro y la autodestrucción para salvar al otro.

Lo más interesante: una historia con múltiples lecturas. Un film con momentos de terror que hiela la sangre (nunca el crujido de ramas me ha estremecido tanto), sumado a la morosidad y el fuera de campo propios del terror. Pero la película no queda allí y es mucho más metafórica y simbólica, con interesantes lecturas psicológicas y sociológicas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Adela Hache
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4
31 de julio de 2010
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aclaremos de entrada que ésta es una película donde hay que dividir aguas entre las intenciones (lo que se pretende y/o declara) versus el resultado y sus efectos. El filme tiene como personaje central a Julián (Diego Mesaglio), un joven hipercrítico y escéptico, que ha tomado una decisión drástica: suicidarse. Mediante su voz en off se van conociendo los pensamientos que lo llevan a esa decisión, al estilo de los personajes románticos extremos (pero sin su misma pasión), que en la literatura han descollado con Dostoievski (o para encontrar un ejemplo mucho más cercano, con nuestro argentinísimo Roberto Arlt). Este antihéroe negativo quiere, antes de concretar su autodestrucción, darle una cuota de sentido a lo que le queda de vida y se fija un plazo. En una semana, renuncia a un trabajo bien remunerado, deja a su bella novia sin mayores explicaciones, visita a su familia y a sus mejores amigos. Paradójicamente, busca confirmar “la ausencia de Dios” en las iglesias donde conoce a un sacerdote progre, al que le confía incertidumbres existenciales y una
determinación magnicida: eliminar al ex dictador Videla.
Como en el “sindrome de Eróstrato” (el ignoto pastorcito que incendió el templo de Artemisa para adquirir la notoriedad que su existencia no tenía), el protagonista de esta ópera prima del joven realizador Nicolás Capelli, apuesta a dejar un “legado” a la posteridad.
El plano-detalle de un reloj despertador indicará las distintas jornadas no exentas de pesadillas, en el confortable departamento del joven, decorado como la vivienda de un artista. Julián elabora una estrategia escalonada para alcanzar su objetivo: comprará un arma por Internet; hará inteligencia en la casa donde vive Videla y avistará una mucama que no se saca los guantes ni cuando va a la verdulería.

Más allá de la historia sin cerrar de este particular justiciero, la película intenta dejar claro el mensaje de que “el dolor no da derechos”, en una frase que aparece dicha por Estela de Carlotto, referente ético para los integrantes de una generación que en muchos casos engendró simbólicamente a sus predecesores.
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Adela Hache
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6
15 de abril de 2013
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Impecable desde lo técnico, esta reconstrucción del exilio del líder político puede resultar muy elemental pero con el mérito de lo verosimil, desde una mirada humanizante del mito, con nostalgia y afecto.

La figura de Perón en el exilio es reconstruida por Víctor Laplace no sólo desde la actuación sino desde el guión y la dirección de una película, que con estructura clásica se basa en hechos reales pero que dejan lugar a la libre interpretación de lo ocurrido en las diferentes etapas que duró la proscripción del líder popular y su regreso al país.
Con el mérito de una sólida puesta en escena que no descuida ningún elemento histórico ni de ambientación, el relato comienza el día en que el general cumple 77 años, se peina frente a un espejo y luego recibe el saludo de Isabelita (meritoriamente interpretada por Victoria Carreras). También una joven -a quien no le permiten el acceso por razones de seguridad- le alcanza como regalo una grabadora para que cuente sus memorias. Éste es el pretexto del guión para organizar la narración, ya que como si fueran los capítulos de una autobiografía, el general se decide a evocar y rotular en antiguas cintas grabadoras los diferentes momentos que atravesaron su alejamiento forzado del país.
La trama, que si bien está basada en hechos históricos, cuenta con ciertas licencias como ésta, para poder encauzar el relato, corresponde a un cine narrativo donde no se dejan detalles librados al azar, pero donde también hay una fuerte construcción de los personajes ­el de Isabelita, López Rega, Jorge Antonio y Galimberti- sobresalen sin cargar las tintas pero esbozando el misterioso entorno que alojó esa residencia en las afueras de Madrid donde convergieron políticos de distintas líneas, estudiantes, sindicalistas, turistas y curiosos.


El personaje de Perón vuelve a estar en la piel de Víctor Laplace, el actor que más veces lo ha representado, aunque esta vez, con la figura del general en plena madurez logra una evolución en la forma de encararlo, donde el mito está mucho más humanizado y menos estereotipado, aunque demasiado discursivo. En una gran parte del film dispara frases entre didácticas e históricas, punzantes, ingeniosas o retóricas a través de recursos como la voz en off, la escritura de una carta o las charlas de café con su heterogéneo grupo de seguidores. Ese Perón, que por momentos cae en el estereotipo, también logra salir del cliché a base de humanidad, cuando sus gestos más que politicos son los de un hombre dolorido atravesado por la duda, de la que se sobrepone con ideales y el apoyo de los que lo rodean.
Se trata de una evocación nostálgica, desde la admiración humanizada y sobre todo desde el afecto de la memoria. En ese tono son constantes del retrato: un Perón de carne y hueso, que sufre el exilio, la proscripción. Que se emociona con el recuerdo de su madre, que sufre frente al cadaver ultrajado de Evita... que teme, que está afectado por la vejez y un cáncer de próstata que avanza y que pese a todo se decide a retomar el poder. Deja instalado un perfil simpático que une la leyenda, la historia y lo subjetivo que lo acerca más al perfil de un artista: entre la nostalgia tanguera con sonrisa de Gardel y la de un intelectual no ortodoxo que lee con humor y paciencia al Martín Fierro y que “como el ave solitaria con el cantar se consuela”.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Adela Hache
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