Un guion sin pies ni cabeza, como cualquier fantástico que se precie de serlo, tampoco vamos a engañarnos, y que es la excusa perfecta para uno de esos largos viajes hacia la noche, en el que el protagonista, un melenitas atractivo (o eso parece por como se le arriman las féminas) en pos de un espectro de la infancia, que se topará con un pistolero en un vagón de metro, vampiras con transparencias en medio de la lluvia, dará con sus huesos en un manicomio y descubrirá que no se puede fijar DNI e su madre. Un Jean Rollin en todo su esplendor que cumple supliendo imágenes para desatar los bajos instintos pero también por el lado más cinéfilo entusiasta

La secuela de la película de Bernard Rose de 1992 se sitúa aproximadamente dos décadas después de los hechos acaecidos en la primera. Un barrio ahora gentrificado, perspectiva de raza (negra, claro, con
Jordan Peele de coguionista y productor), y de propina crítica al arte moderno y al rollo hipster que se ha convertido en promotor de dicha gentrificación, pero a la vez, un producto sin alma, desprovisto del valor visual de la película original y, en lo que parece un chiste involuntario, si existe algo así en el cine, una gentrificación de aquella.