El riesgo al que se enfrenta Homeland es que sus creadores o productores intenten alargar el éxito hasta que no dé más de sí y no se den cuenta de ello. El dejar abierto el final de la primera temporada con un listón tan alto obliga a un tour de force para su segunda tanda, que debería ser la última porque realmente la historia no da para más de otros 12 episodios. Una segunda temporada en la que se han de dar respuestas a esas cuestiones que han quedado abiertas o en las que se ha profundizado poco precisamente con el objetivo de justificar una nueva temporada,

La última Concha de Oro del Festival de San Sebastián es una oda visual al voyeur que todos llevamos dentro. Un voyeur que anhela ir más allá de la simple observación porque desea convertirse en un maestro de ceremonias de su pequeño teatro. Lo que en un principio se presenta como un ejercicio de literatura sirve para revelar rápidamente al profesor y al alumno como unos aprendices de demiurgos, que intentan controlar y manipular a esa en aparencia apacible familia de clase media. Una manipulación que ayuda a que este film, sustentado también en unas magníficas interpretaciones, vaya adquiriendo a lo largo de su metraje trazos del mejor thriller y que se cierra homenajeando sin ningún disimulo a La ventana indiscreta, con asesinato final incluído.

Stake Land funciona correctamente como una road movie de acción y sus personajes principales responden a esa premisa. Mister es un alter ego de Plissken de la ya clásica 1997 Rescate en Nueva York o del pistolero sin nombre de Infierno de Cobardes. Un tipo duro con un gran sentido de la justicia que sabe lo que tiene que hacer y que no duda en hacerlo, por muy ingrato o desagradable que sea. El chico huérfano, discípulo del maestro, también responde a personajes muchas veces vistos. Pero donde cojea, aunque igual tampoco era el objetivo de sus creadores, es en la profundidad del mensaje, aspecto en el que queda muy lejos de cintas como The Road.

Allen culmina su cuatrología turística europea, eso si alguna oficina de turismo de cualquier ciudad no le propone un nuevo proyecto, con un ejercicio de oficio que da a su ultima cinta el nivel al que el cineasta newyorkino tiene acostumbrados a sus seguidores. No se esfuerza mucho más. Allen te da lo que sabes y esperas de él. A Roma con amor no es una pelicula sino la suma de cuatro historias independientes, unas mejores que otras, en las que Allen proyecta sus diferentes alteregos y se interpreta a sí mismo como tantas veces ya le hemos visto:el del joven aspirante a arquitecto y el reciente jubilado.