El asaltante parece un fragmento de otra película mayor. Todos sabemos cómo se estructura una película tipo; ésta se divide en tres partes: presentación, nudo y desenlace. Pues imaginen una película diseccionada sobre la mesa de edición. Tomamos la presentación y la arrojamos a la basura, tomamos el desenlace y hacemos lo mismo: nos quedamos sólo y exclusivamente con el nudo. Eso es El atacante. Sí, sé que resulta raro, que incluso se me puede tildar de exagerado, pero es cierto punto por punto. La acción se desarrolla prácticamente a tiempo real, el director obvia algunos minutos que resultan reiterativos, pero mantienen el pulso de la narración que avanza casi al compás del metraje. La idea no es muy original pero está bien contada, y los largos planos secuencia le imprimen un ritmo muy vivo. Vemos cómo la cámara sigue al protagonista por las calles de Buenos Aires durante la ejecución de un plan que nunca terminamos de comprender por completo. La consecución del mismo se ve alterada por el azar y por la interacción con el entorno, pero poco más. Alguna intervención, que más que aportar algo a la trama complementan la historia.

Film sobrio, compacto y elegante que destila melancolía y que hace hincapié en el honor y la justicia. Disfrazada de cine negro vemos una fábula sobre amor, amistad y compromiso, ambientada en un Japón acogedor e intimista.
Con un argumento bien pensado y sobradamente elaborado, vamos acercándonos a la vida de tres personas atrapadas en un triángulo que desata unas consecuencias que a priori, ninguno de los tres es capaz de prever. El ritmo de la película hace honor a la misma: sin pausa, pero comedidamente, va desgranando una historia que parece guardar continuamente un as en la manga; un as lícito y nada artero, dicho sea de paso, pues las sutiles sorpresas que nos va deparando no hacen sino reforzar la historia, y para nada dejan la impronta del tan consabido artificio cinematográfico del “ahora no lo ves, ahora lo ves”, al que tan acostumbrados estamos últimamente por desgracia.

No soy muy amigo de Godard: ciertamente me parece que su cine está sobrevaloradísimo, pero en esta ocasión haré una excepción. Hablar de la Nouvelle Vague es hablar, en ocasiones, de cine de guerrilla, del aquí te pillo aquí te mato, de un saco donde todo vale, donde todo está justificado por la propia conceptuación del movimiento. Eso, a mi entender, es disfrazar el cine experimental, dotarlo de una supuesta espontaneidad que no tiene por que ser inherente al término. El cine experimental no conoce fronteras, es un término amplísimo que califica más una actitud que una tendencia concreta, y en este caso supone el individuo tras la careta de nueva ola.
La experimentación en sí es una forma de autoexploración y de conocimiento del medio. Vale como campo de pruebas para asentar las bases de una técnica concreta. Pasarte la vida experimentando es un gasto inútil, a no ser que la dirección que tomes no agote sus posibilidades. Godard parece no saber donde ir y usa la experimentación como técnica, lo cual, sin parecerme mal, me aburre, porque todo parece siempre muy amateur; abre vías que luego deja desaprovechadas.
Bande à part no es muy distinta de sus otras películas, pero para mí tiene algo que no tiene, por ejemplo, A bout de soufflé, y esto es método. Esta vez pone en práctica lo anteriormente ensayado y eso dota de algo de coherencia al conjunto. No es que esté de acuerdo, o me guste, acepte o comparta cada uno de los recursos que usa en el film, de hecho hay un par de cosas que, a mi humilde entender, reducen la propuesta a broma de diletante aburrido, de rebelde sin causa tratando de llamar la atención de sus mayores, pero oye, podemos darnos con un canto en los dientes, al menos en esta ocasión la cosa se parece bastante a una película.

Supongo que considerar "buena" esta película es lo adecuado. No es fácil votar algo así: un film que revolucionó el cine en sus primeros años, pero que a día de hoy (cinematográfica y científicamente hablando) no es más que una anécdota extravagante y onírica. La realidad desde aquel 1902 ha cambiado tanto que Viaje a la luna se asemeja más a un bajo relieve de un templo de las orillas del Nilo, que nos habla de creencias ancestrales y ritos olvidados, que a una película tal y como la conocemos actualmente. Está claro que la culpa de esto la tienen el avance científico y el género que trata, pues hay auténticas joyas del cine mudo que continúan estando a la orden del día en la actualidad. Así, pese a la dificultad, es fácil admirar el ingenio, el humor y la valentía con que está hecha.

Me ha fascinado (aunque no sé si es la palabra) el esquema de esta película. Normalmente me molesta muchísimo que un guión se vaya por las ramas y se haga el remolón, que me tome el pelo para arrancar otro minuto insustancial más; se deshilache ante mis ojos y tenga la desfachatez de mirar para otro lado. Sin embargo, ver a Thomas deambular por las calles de Londres en ese ambiente snob me ha resultado casi necesario para comprender el resto de la historia, la parte substancial de la misma. Las idas y venidas establecen el marco, delimitan el escenario y lo preparan para lo que viene, que en realidad, aunque podría haber tenido una importancia primordial en la película, simplemente la justifica: Blow up no cuenta nada; si Thomas no fuese un personaje ficticio, bien podría tratarse de un documental: un día en la vida de un fotógrafo pedante.