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Críticas de Don Hantonio Manué
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Críticas 234
Críticas ordenadas por utilidad
9
6 de junio de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Enorme la megalomanía de semejante propuesta, fruto de unas difíciles y caóticas circunstancias que parecen contagiarse a una película que no es sino la representación certera, brutal, surreal por momentos, tanto del Vietnam como de las guerras, así en general; del absurdo, la locura y la violencia común a todas ellas. La coyuntura del momento (años 60, hippismo, contracultura…) ayuda a entender el tinglado, y aún así, hay algo que va más allá de lo meramente generacional. Gran manejo del “grupo hawksiano”, con sus personalidades, su evolución (de la inocencia al colapso mental, siendo llevada la cordura de todos al limite de su resistencia), conforme van adentrándose en un río que va directo al averno; un viaje épico en toda regla, tras el que nada será igual.

El mismo camino (físico y espiritual) que recorre Kurtz lo emprende Willard y las mismas conclusiones obtiene, siendo la conexión casi telepática que tiene con él lo que le convierte en su mayor amigo y enemigo a la vez. Recordaba la narrativa más dispersa de lo que en realidad es, pues hay una clara progresión; al principio permanecen parte de los valores del ejército yanki (caricaturizados con mucha sorna y mala leche), de los que nos vamos alejando progresivamente. En la psicodélica secuencia introductoria (inmejorable para meternos en situación), el bombardeo operístico (ni la Riefenstahl), el asedio al puente fronterizo… por citar lo más recordado, encontramos una mezcla de comedia negra (con acoso y derribo al mito de las pin-ups incluido), tragedia muy dura (de una crueldad sin precedentes cierta muerte con una grabación de fondo), secuencias de acción, ramalazos de puro terror… que ofrecen una perspectiva compleja, nada facilona ni complaciente, del conflicto. Y en cuanto a la parte visual, poco que añadir; digna de un cuadro de El Bosco o de Brueghel, visiones casi pictóricas de un universo de tarados, de ruido y destrucción, vapores y luces, de fuerte presencia de los elementos (fuego del napalm, agua del río, tierra, vegetación…), con el apoyo de una banda sonora inclinada hacia los sonidos más inquietantes (con los Doors y Wagner yendo de la mano).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Don Hantonio Manué
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8
15 de noviembre de 2019
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un estudio sobre las relaciones de poder en la Inglaterra rural decimonónica que pone los pelos de punta, de lejana inspiración shakespeariana (la obra que sirve de base, al menos). Nos es presentado un conjunto de personajes pertenecientes a distintos estratos sociales, y de ahí saltan chispas; un mundo marcado por la distancia inquebrantable entre señores y criados, hombres y mujeres, tanto en el espacio público como en lo más íntimo... a partir de aquí, una de tantas historias sobre pasiones viscerales y romances prohibidos que rompen con todo y acarrean consecuencias inesperadas y trágicas, digna de la literatura naturalista. Y con la mira puesta en ciertas cuestiones, tanto raciales como sexuales, que desafortundamente continúan teniendo vigencia hoy.

La protagonista (menuda actriz, debutante también), genio y figura, movida por sus más bajos instintos, capaz de cualquier cosa con tal de experimentar un ápice de libertad en un entorno asfixiante, obligada a sobrevivir sea como sea. El plano final, de una muy perturbadora ambivalencia moral; el espectador decide si está ante una mujer oprimida y víctima del sistema, o bien una loba carente del menor escrúpulo. La dirección, de lo más meticulosa (por momentos, puros cuadros), sin encorsetarse ni caer en lo contemplativo, formas duras y frías que ocultan un volcán, así como importancia del sonido y puntualísima banda sonora. Único defecto, la sensación de que, en un momento dado, los personajes entran y salen de la trama como Pedro por su casa, perdiendo algo de efectividad. Magnífico debut.
Don Hantonio Manué
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8
18 de abril de 2024
6 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Saint Maud” era un debut digno, pero sólo una muestra de lo que esta señora nos tenía reservado; una ida de olla que no sería disparatado comparar con aquella “Titane” de hace unos años, en el sentido de que, en un momento dado, toma impulso, se lanza al delirio, al filo del absurdo, del ridículo y de lo sublime, se la saca y se orina en nuestra cara, como la loca del coño que se intuía que era y ahora revela ser, en una gloriosa lluvia dorada de sangre, mierda, vómito y esteroides.

El molde es el de una de los Coen: paletos sórdidos, pueblo de mala muerte con cacique local, corrupción policial, gente que se pudre vitalmente en semejante entorno irrespirable. Con algún que otro secreto sucio en el armario, un pasado que vuelve, se desliza en forma de flashbacks en rojo neón. La Stewart es tal cual un tío, con actitudes, gestos, hasta tiene los celos tóxicos de un tío. Y la otra es ese estereotipo de muchacha ingenua y dulce que huye de su hogar campesino para perseguir su sueño americano a base de auto-stop, pero dándole la vuelta y convirtiéndolo en una puta bestia, con una filosofía de individualismo extremo que resulta, por desgracia, familiar. En el fondo, aquí todos adolecen de una condición monstruosa que tarde o temprano tienen que aceptar de sí mismos (otra vez A24 y sus movidas recurrentes).

Como introducción, la cámara surge del fondo del abismo hacia las estrellas, condensando lo fundamental. Se introduce en el gimnasio, y aquí ya vemos la fijación que tiene la directora por lo físico, como un estudio anatómico de torsos, sudor, etc. que se prolongará en un tórrido erotismo lésbico, en un montaje hábil de planos detalle (las yemas del huevo, las inyecciones…), reforzando incluso el sonido (el ruido que emiten músculos y venas marcadas al desarrollarse).

Popeye, los viajes de Gulliver, a modo de premonición. Se pretende un realismo que verdaderamente es el de un tebeo grotesco, uno que acaba por rendir tributo a esa serie B añeja de los años 50. Nostalgia, pero no la nostalgia etérea y soñada, sino de un imaginario ultra-violento de videoclub, evocador de aquella América de la era Reagan que sólo vivimos a través del celuloide.

Es una película nada complaciente con sus personajes, ni siquiera con unas protagonistas cuyo amor se encuentra lejos de la idealización. Más bien parecen decirnos que toda forma de amor, no sólo el de ellas sino el de la acosadora trastornada, el de la mujer maltratada, o incluso el simple afecto familiar, está mediada por la violencia y acaba por devenir en una adicción. En un veneno que te tomas a sabiendas de que te destruirá, como Kristen con sus cigarrillos. Por lo tanto, no hay nada edificante, ni redención; asoma el lado oscuro, animal, unos lazos de sangre que no se rompen con facilidad, una grieta que no se cierra, por mucho que alguien quiera sentirse al margen.

Hay un discurso en torno al cuerpo mutilado, alterado de algún modo, ajeno a lo convencional, que es donde la película evoluciona hacia lo fantástico y la locura, contemplamos un proceso de mutación de incierto desenlace y significado; el culto demencial al cuerpo para sofocar ciertas frustraciones y miedos, la mente sobre la materia, hasta el punto de aplastar y aniquilar la cultura masculina de las armas; Ed Harris como algo parecido al diablo, demostrando una sorprendente sensibilidad hacia los animales… y cuanto menos sorprendentes reacciones cuando le tocan la moral.
Don Hantonio Manué
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6
17 de enero de 2024
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Curioso lo de "El signo de la cruz", una película de mensaje cristiano que, debido a sus imágenes fuertecitas para la época favoreció el surgimiento de la censura, rodada en un Hollywood que había sido el despiporre pese al contenido moralmente edificante de una producto como este (no han perdido la costumbre), y que pese a dicho contenido, se le ve el plumero del espectáculo sensacionalista con el gancho del erotismo y la violencia.

En la Roma de Nerón, los cristianos son perseguidos sin tregua tras el incendio de la ciudad, pero el centurión Marcus cae enamorado de una piadosa muchacha perteneciente a la nueva religión, lo que le generará un conflicto entre la fidelidad debida a su tiránico emperador y lo que comienza a sentir... probablemente el único personaje de cierta enjundia, en cuanto a este cuestionamiento de valores, en un film de pura catequesis, con buenos y con malos; estos últimos son los miembros de la élite romana, con facciones palaciegas en torno a un Charles Laughton de auténtica caricatura, con Claudette Colbert y su célebre baño de leche de burra, tan provocativo en su insinuación, aunque inocuo. El verdadero amor, capaz de derrotar ese ateísmo del centurión (tan contemporáneo, y por eso, tal vez alusivo al espectador descreído), es un amor no egoísta, ni despechado, sino uno que trasciende este mundo y es una forma de fe.

En general la propuesta tira a acartonada, cursi (¡ese perrito!) y con aires de teatrillo, con el ojo más bien puesto en las escenas de masas. En lo que destaca, creo yo, es precisamente en la pintura topicaza de esa Roma degenerada y viciosa, personificación de esa deidad autoritaria que los cristianos intentan dejar atrás, en su inocencia. Dosis de carnaza, con una tortura en off a un mozalbete con demasiado apego a la vida como para optar por el martirio (más catequesis en torno a la traición y el perdón del creyente), un bailecito lésbico en medio de una orgía cortesana para contrarrestar los cantos de los mártires… y por fin, lo que merece la pena el film; una extensa secuencia en el coliseo, cargada de truculenta creatividad, donde vemos lo que más interesa a Cecil, es decir, gladiadores, gente acosada y muriendo bajo las fieras, ¿tribus de la selva? Luchando contra ¿amazonas salvajes? Y lo mejor de todo, unos planos del público que ilustran sus diversas reacciones, que van desde el morbo hasta la repugnancia, que no sé si serían comparables al público que iba a ver la peli; en este sentido, aquí hay honestidad. También metáforas de brocha gorda (el leopardo), la presencia de cruz de marras aquí y allá, y una imagen; los cristianos ascendiendo hacia el foso por unas escaleras que parecen conducirles hacia el reino de los cielos.
Don Hantonio Manué
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8
9 de diciembre de 2023
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Podría ser Cerrar los ojos la tercera parte de una trilogía en extremo dilatada en el tiempo junto con las otras dos ficciones largas del director, o la cuarta fase de un “ericeverso”, sumamente referencial a su breve pero significativo imaginario.

La premisa noir de la desaparición de un actor en pleno rodaje. el intento de reconstruir el motivo de esa ausencia por el autor de un film inacabado, se convierte en puro mcguffin para una película hablada y de argumento mínimo pese a su considerable extensión, simétrica y a la vez plagada de ramificaciones y desvíos, incluso de fugas musicales, que trata sobre el cine, pero más aún, del cine como metáfora de la memoria y el paso del tiempo, las deudas y el dolor acumulado. Sobre unos seres derrotados, un tanto “houstonianos”, o bien anclados a un ayer del que no pueden desligarse; tristones, que evocan resignadamente el tiempo perdido… pese a lo cual la película contiene cierto humor entrañable, aunque se trate de un humor propio de un octogenario, como es lógico, incluso de alguien a quien apenas le importa haberse quedado atrás.

Esa dialéctica cine-televisión ensalzando lo primero, la recreación de ese formato de programa de sucesos, que parece todo como de hace décadas… es cierto que estamos en 2012, fecha significativa en la cual las redes, smartphones y etc. aún no eran lo que son hoy (a punto estaban de serlo). Pero pese a la crítica de estos programas, la presentadora también se contagia de un interés desinteresado, vivo y humano por la historia. Se respetan, en fin, las razones últimas de cada uno, opacas aunque a la vez claras si uno presta atención (adulterio, culpa, necesidad de desvanecerse ante una vida imposible de vivir).

La del actor huido es una presencia obsesiva y cautivadora, portadora de un halo de leyenda y malditismo (¿como el propio Erice?), en el centro de un grupo de personas que acarrean cada una de ellas una forma de desarraigo o de herida, que dan pie a pequeñas digresiones sobre política (la juventud combativa del franquismo, que tendrá seguro mucho que ver con la vida de Erice, o de gente a la que conoció), sobre arte (el museo como máquina que ordena y clasifica con monotonía la belleza). Son conjurados los espectros de Hawks, de Ray o de los mismos Lumiere; el cine como acto mágico y quizá, sólo quizá, capaz de obrar milagros en tiempos de desmemoria, y aquí depende de cada uno pensar hasta qué punto son posibles esos milagros.

La imagen del dios Jano con su doble cara, como doble o múltiple es la identidad de un hombre fracturado, inescrutable, el farsante cantante de tangos. O como la propia evolución circular del relato, con el metraje de un film inexistente y finalmente completado (como gran ajuste de cuentas personal tiene todo el sentido del mundo)... evocador de ese “embrujo de Shanghai” nunca filmado (el contraste entre la fantasía pulp y la gris autenticidad del metro ligero de Madrid). “Triste LeRoy”... lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir. El marinero errante y el agricultor fijado a la tierra. El padre sin hija de la ficción, la hija sin padre de la realidad, el onirismo de una secuencia imaginada y no por ello menos real. La residencia de ancianos, lo blanco de la cal, lo blanco de la pantalla de cine, una extraña pureza y tabula rasa frente a todo. Y aquí, una breve pero intensa, impresionante interpretación de José Coronado.

Película agotadora e inagotable ella misma, probablemente lejos de ser perfecta, pero qué diantres es eso de la perfección. Que ha venido a decir lo que tiene que decir y con eso basta. Película sobre la mirada como sujeto y objeto portador de la verdad del cine. Algo banal y hasta insignificante, pero en lo que se cifra una existencia entera, cual Rosebud; ¿por qué? Porque la identidad de cada uno no está en uno, en las máscaras ni en los nombres que adopte, sino que está en los otros, en su capacidad para descubrirnos, recordarnos, iluminar esa vida y finalmente reconocernos.
Don Hantonio Manué
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