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España España · Barcelona
Críticas de Tithoes
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Críticas 180
Críticas ordenadas por utilidad
9
22 de noviembre de 2018
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Lo mejor: la confesión del director antes del lanzamiento de la pieza, a modo de adelanto argumental, de que la misma sería muy diferente a la original (tanto para bien por no compartir apenas matices con aquella como para mal precisamente por lo mismo) para, un año más tarde (y tras prohibirse en varios países, entre ellos uno coproductor, el Reino Unido), comprobarse que así es, habiéndose invertido el tiempo necesario para que contenga una labor cinematográfica de calidad y una fotografía sencillamente sobresaliente partiendo de la asombrosa y a la vez ridícula idea de la original eludiendo a la extravagancia como método de reclamo (coser a varias personas entre sí respetando la obviedad de que los alimentos deben introducirse por la cavidad bocal del primero y salir por el aparato excretor del último para que formen un solo sistema digestivo sería la mejor síntesis si se aluden detalles técnicos de menor aunque considerable importancia), pudiéndose tildar aquella respecto a la presente de cometida y desenfadada (si bien algunos comportamientos y percales siguen percibiéndose cómicos), y es que el arduo proceso de rodaje ha dado como resultado una propuesta de inquietante maestría que, no obstante, solamente los auténticos degustadores de lo desquiciante, enfermizo y repugnante sabrán tolerar como es debido (algunas secuencias permanecerán imborrables para siempre incluso en las más depravadas mentes), quedando absorbidos por ella desde el segundo uno y, si es tomada en serio, despertando un tremendo sentimiento de gratitud de la ofensa que profiere cada toma (la dureza extrema de determinadas ocurrencias como la masturbación con papel de lija en la mano activa es tremenda y ejemplificadora de la enajenación exhibida); el meticuloso ejercicio (nada casual sino consciente) que contiene la película (sin ir más lejos la fascinación con la que la figura del ciempiés se convierte en un símbolo fálico), un fulminante viaje al epicentro del delirio más excesivo que va más allá del onanismo y ofrece alternativas en base a la buena construcción de un personaje principal que se ve rápidamente eliminada en un segundo acto (casi tercero por duración) en el que la creación de la prometida invención humana es el único objetivo de plasmación, reflejándose el desconocimiento (y correspondiente retahíla de atrocidades) de quien lleva a cabo tan detestable experimento desde un punto de vista satírico pero sobrio, obviando dibujar sonrisas a pesar de lo que sucede en pantalla, siendo más adelante cuando el responsable trata de trascender y pierde cierta entidad; la brillante interpretación de Laurence Harvey encarnando a un solitario asmático mentalmente discapacitado (además de pervertido) que vive con su madre en un barrio marginal londinense merece una mención a parte, siendo un villano de ensueño que se percibe como una especie de camaleón cuyo estrabismo y enormidad corporal (aun siendo su tamaño cercano al enanismo) son rasgos que aterran de veras apenas profiriendo unas pocas palabras, la mayoría de ellas fruto de divagaciones, pues apenas habla a lo largo de todo el largometraje.

Lo peor: la casi quimérica dificultad para discernir entre realidad y ficción (entendiendo como tales la propia esencia del autor), pues en la cinta se pronuncian diálogos con cierta sorna y es fácil trazar una delgada línea entre el improvisado doctor y el propio realizador en una repetición casi exacta de la fase de adiestramiento (la cual podría haber sido suprimida sin el más mínimo inconveniente), constatándose que no nace sólo como provocación sino que hay una necesidad imperial y puede que incluso deje entrever (por no sentenciar que lo hace explícitamente) que se puede lograr convertir lo atrozmente desagradable en un admirable arte a través de la firme convicción en una idea cualquiera, por absurda e irracional que pueda antojarse, lo cual no hace sino espantar sobremanera; la caricatura (no puede llegar a denominarse retrato) de alguien al borde de la locura por culpa de su padre carcelario que sigue traumatizado por la difícil niñez que padeció (los abusos psicológicos y sexuales por parte de su progenitor eran habituales) solo encontrando razón de vivir en superar la hazaña de quien él considera su guía (es decir, el pletórico Dieter Laser) aumentando el número de participantes (la fundamentación de las elecciones, por desgracia, no queda nada clara) en su composición de tres a nada menos que doce, una personalidad desdibujada hasta convertirse en mera excusa tormentosa (no tanto para él sino para el resto de la humanidad y, más concretamente, para sus sufridas víctimas); la controversia continúa, la polémica aumenta y el entretenimiento se disfraza de macabro vanguardismo provocando tantas náuseas entre los que creen firmemente que producciones de semejante índole no deberían tan siquiera ver la luz en el ámbito doméstico como levantamiento de pulgares entre aquellos masoquistas que disfrutan con esta especie de reducción al absurdo (así la definió la prestigiosa revista Variety junto con otras lindezas), disparidad de opiniones (todas ellas aceptables en cualquier caso) que impiden catalogarla de sobresaliente para la mayoría (he aquí el motivo de este alegato negativo) pero demencial (en sentido positivo) para un sector muy selecto tanto en la versión original (en apasionante blanco y negro) como en la comercializada años después (a todo color), contradiciendo para éstos la máxima de que segundas partes nunca fueron buenas (después de El padrino 2 no volvió a ser categórica) una secuela directa que, contra todo pronóstico, resulta más escatológica, nociva, visceral y, en resumen, poderosa que su flamante antecesora.

Daniel Espinosa
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Tithoes
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6
3 de octubre de 2018
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Lo mejor: el dispar recibimiento de una recién llegada a un sanatorio próximo a la ciudad de Gyoung-sung, a mitad del semestre de un curso de rehabilitación extremo, por parte de unas residentes que han contraído diversas dolencias y conviven con pocos lujos y menores condolencias, despertando más odio competitivo que simpatía simbiótica por el simple hecho de llamarse igual que la chica gracias a la cual dispone de plaza, muy en la línea del que cabría esperar en una situación similar; la rigidez conductual practicada en el citado centro, una en la que las normas son la clave de su intimidatoria estabilidad mediante un docente abuso que exige minuciosas preparaciones para toda actividad desempeñada y que se oculta tras prometedoras recompensas para quienes lo acaten; la manipulación metabólica desarrollada por las supuestamente implacables profesoras a partir de suplementos medicinales subministrados a diario, alteraciones activas que tienen impactantes efectos (especialmente poéticos y desconcertantes resultan los de la escena del fondo del lago del tramo medio y la del bordado con piel humana del final) y atemorizan por poder asumirse sin excesivas complicaciones en la vida real, siendo éste y no otro el sencillo mensaje captado por el espectador, que seguirá creyendo que la medicación sana pero también es peligrosa.

Lo peor: el drama personal de las tildadas de alumnas (pese a no aprender nada de índole facultativa) no cautiva en absoluto, ya sea por su clasicismo o intrascendencia, resultando una importante lacra para el conjunto fílmico; el nerviosismo que despierta la forma de hablar de la protagonista que se ve envuelta en un experimento pseudomilitar, la cual no abre la boca más de lo estrictamente necesario para que un fino hilo de voz salga de ella y se pronuncien las palabras que desea proferir con el menor esfuerzo imaginable, lo cual es tan desquiciante como la retrógrada filosofía que su figura representa de practicar deporte obsesivamente y entender la amistad, en una vertiente casi sexual, como si de un mal supremo se tratase; el exiguo aprovechamiento de cierto lugar en el que se ocultan multitud de objetos, revolucionarios para el emplazamiento que los albergan, y, sobre todo, del pozo típico de películas niponas (si bien otros elementos de esta clase de producciones se observan durante la trama, mucho más oscura de lo que aparenta en un principio), cuidándose solamente determinada libreta tapizada de rojo para que sirva como unión de las no pocas piezas dispuestas en una buena historia repleta de misterios, desapariciones y fuerzas sobrenaturales.

Daniel Espinosa
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7
13 de septiembre de 2018
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Lo mejor: el maquillaje, como no podía ser de otra manera al provenir de quien lo hace la película (un erudito en tan exigente campo que ha participado en más de cien créditos a lo largo de su dilatada carrera), se convierte en el más poderoso alegato para sugerir el visionado de la misma, luciendo en todo su esplendor en numerosos detalles, seis muertes (una de ellas simulada y otra ocultada) y, sobre todo, en la figura del estrambótico “Trickster”, un ancestral demonio al que se puede invocar profiriendo unos versos concretos para gozar de la concesión de ciertos deseos con apasionantes discursos en un inspirador juego de (e)lecciones plagado de escenas para el recuerdo (la de las marionetas es una delicia) que ocupa, exactamente, la mitad del filme; la muestra, en clave de humor (a través de un entrañable e imaginativo joven aficionado al arte cuyas monstruosas ilustraciones cobran vida un treinta de octubre del mil novecientos ochenta y uno, es decir, como el título bien anuncia una más que conocida víspera, para saciar el odio que alberga en su interior) o pseudoterror (mediante villanos de todo tipo que adoptan la apariencia física que les place para transformar los mayores vicios de sus víctimas en mortales perdiciones), de sencillos pero efectivistas efectos visuales propios del genio (al menos en dicho terreno) que firma la producción; la puerta a un mundo mágico en el que se traduce el volumen “El libro de Halloween” para potenciar la vertiente fantasiosa del metraje, creativo como pocos e irrelevante como muchos, siendo muy distendido pese a no trascender más allá de los setenta y cuatro minutos que abarca logrando, sin duda, el ansiado transporte al personal y distintivo universo que el autor ingenia a modo de homenaje al glorioso cine de los ochenta en esta su segunda incursión como director para demostrar que es capaz de reflejar múltiples talentos asumiendo variopintos roles.

Lo peor: el suspense apenas complementa correctamente una ambientación de ensueño (tanto época como género se recrean maravillosamente pero la precariedad de determinados elementos para tal fin, en especial el arácnido de gigantescas proporciones que protagoniza gran parte del impredecible desenlace, desmerecen al conjunto, incluyendo una más que decente banda sonora compuesta por el legendario John Carpenter) que, sin valerse de demasiados recursos, encandila exitosa y rememorativamente; la inconsistencia argumental de algunos temas tan escabrosos como el de la sobreprotección, la drogadicción, el maltrato o la esquizofrenia, introducidos todos ellos cual componente de madurez fílmica en una trama más bien infantiloide (entendiendo la ficción llevada al extremo como tal) que se inicia con una advertencia que a unos todavía impacta y a muchos otros ya importuna, “basada en hechos reales” (la motivación reside en una experiencia juvenil propia, como bien se puede comprobar en la entrevista que esta humilde página le hizo a Todd Tucker); la estricta y redundante estereotipación de los personajes deja muy poco margen a la sorpresa y, de hecho, ni siquiera es preciso disponer de estudios idiomáticos para captar todos los (escasos) matices de cada uno de ellos en la versión original (inglesa, claro) porque son tan básicos y planos que extrapolarlos a etiquetas puramente coloquiales sería tan fácil como citar las de “el pringao”, “el chungo”, “los lameculos” (“el fumao” y “el gordi”) y “la buenorra” para describir sin inútiles extensiones a los seis principales.

Daniel Espinosa
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6
27 de agosto de 2018
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Lo mejor: el inicio, que recuerda al de El renacido tanto por la adrenalina (el constante frenetismo no concede un solo segundo de respiro) como por la visión (el juego de cámaras con muy primeros planos ofrece una perspectiva casi subjetiva de la acción) con las que se desarrolla solo puede tildarse de excelente, una breve (conviene delimitar lo siguiente a la apertura) joya audiovisual que trata de prolongarse con dispar éxito durante las dos horas (la extensión es sin duda excesiva) de una película que bebe directamente del buen hacer (en este caso no tan clemente) del gran Quentin Tarantino detrás de las cámaras, con étnicas e interminables secuencias; la fantasiosa estrategia para relatar la feroz trama (el terror pasado, presente y futuro de una sociedad que concibe la inmigración ilegal como una enfermedad a erradicar sin tratar de comprender las motivaciones de quienes la asumen) puede no contentar a muchos aunque, tratándose de un asunto tan delicado (concretamente el de la perenne amenaza del prejuicio cultural y, más concretamente, el de los refugiados sirios), no está de más hacerlo así, como un conmovedor drama encubierto del fantástico más extravagante que llamará la atención, sin duda, de un mayor público, siendo la lectura final tan terrenal como concienciadora merced a un personaje que despierta mágica empatía hasta estremecer sin remedio pese a la frialdad con la que actúa; el apartado audiovisual es poco menos que una proeza del independentismo (nada tiene que envidiar a la antaño revolucionaria Matrix, y eso que entre el presupuesto de la una y el de la otra la diferencia es abismal) que, valiéndose de forzada sensibilidad e insulsa filosofía, permite al espectador soñar con un mundo en el que la gente deje de vivir horizontalmente para volver a mirar al cielo, preciosa introversión (antedicha pasajera pero explícitamente en el metraje) donde las haya.

Lo peor: el guión, que invita aparentemente invita a una profunda reflexión moral, se muestra poco sólido (se exponen muchas temáticas de trascendencia trivialmente) y peca de partidista cuando los responsables se recrean en menesteres que no debieran abarcar más de escasos segundos (por no sentenciar que son totalmente prescindibles) e incluso dan lugar al humor negro (la teoría del por qué solo algunos muertos flotan, la renegación de la homosexualidad de alguien que alberga dicha orientación, la petición de patatas fritas en un restaurante de cinco estrellas...), algo que resulta tan desconcertante como la grandilocuencia del punto de partida (aprovecharse de la contrastada existencia de la cuarta luna más grande de las setenta y siete conocidas del planeta que consta en el título, la cual se supone la cuna de nuevas formas de vida al tener un océano de agua salada debajo de su superficie helada que recibe el nombre, curiosa y puede que causalmente, de Europa) de una propuesta teóricamente humilde que no deja de ser una presuntuosa reinvención del capítulo bíblico por antonomasia, aquel que se centra en la incomprensión de un iluminado al no ser considerado precisamente una bendición solo por sus orígenes; la exageración que rezuman la mayoría de escenas resta credibilidad a una historia que, si bien es cierto que está bien confeccionada, no lo es menos que presenta un sinfín de decisiones direccionales que sustentan en la irracionalidad su base argumental para, irremediablemente, generar otras tantas preguntas sin resolver (el por qué del incesante movimiento de las extremidades del joven mientras levita, de la infructífera persecución policial por las transitadas calles húngaras o de las llamativas casualidades contextuales que provocan la precipitación de los hechos son solo algunas de ellas, sorprendiendo especialmente el incidente en la estación de metro por la inmediatez con la que acontece); la exhibición gratuita de ciertas partes del cuerpo femenino es tan fácilmente denunciable (o deplorable como el comportamiento del coprotagonista que, creyendo solo en la resurrección de la nación, no duda en aprovecharse de un conflicto de intereses en el que don dinero es el clásico poderoso caballero para tornar negocio la divinidad corpórea obviando los mínimos derechos de cualquier ser humano) como lo recogido en la evocadora cinta, pues si bien algunos compases las muestran delicada y elegantemente, otros lo hacen sin ángel (término traído a colación perspicazmente) alguno.

Daniel Espinosa
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9
20 de agosto de 2018
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Lo mejor: la dupla que forman Simon Pegg y Nick Frost es exquisita, asentándose precisamente desde esta ocasión fílmica como una de las más recurridas de la última década dentro del panorama cinéfilo, apareciendo en multitud de propuestas tanto en común como en solitario; el maquillaje de los no muertos, un aspecto que podría pasar desapercibido entre tanto desmadre, es más que notable al apreciarse una gran labor detrás del mismo e incluso de los decorados; la lista de personajes, desde los protagonistas ya citados hasta el padrastro y los amigos del primero de ellos, sin olvidar a los dueños de la taberna local en la que transcurre gran parte de la trama, sobre los que circulan historias de lo más desternillantes, conquista desde el primer segundo.

Lo peor: el humor que se estila no es el convencional, sino uno de raíces tan británicas que requiere de una gran metamorfosis apreciadora para disfrutarse; la repetición de determinadas ideas, como la de cierto plan mortíferamente asaltante, así como la limitada variedad de escenarios, puede llegar a enturbiar un filme sumamente original en cuanto a guión se refiere; el telón de fondo, una complicada relación amorosa en la que intervienen más terceros que los propios integrantes y los obstáculos se suceden sin oportunidad alguna de resolución, se desdibuja con demasiada frecuencia en virtud de escenas de alto divertimento pero escasa profundidad emocional en marcos poco o casi nada sinfónicos, lo cual no resta para nada méritos.

Daniel Espinosa
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