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España España · Santander
Críticas de Simsolo
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Críticas 53
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
13 de junio de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque a ratos lo parezca, “Cegados por el sol” está lejos de resultar insustancial. En ella se habla de dioses en contraposición con el común de los mortales. Seres tan cargantes como admirados, que disfrutan de su olimpo particular ante la aquiescencia de sirvientes y tenderos. La buena vida reluce en un indulgente verano; el desvalimiento vendrá después. El primer tramo de la película es magnífico en su representación de la vacuidad: la móvil puesta en escena acentúa la extrañeza de ese universo regido por la indolencia, cuyo leitmotiv es la piscina. No hay mejor manera de mostrar el lujo carcomido por la retórica de los que disfrutan del dinero y la brillantez creativa. La cantante interpretada por Tilda Swinton (una actriz peculiar, elegida a conciencia) y su benévolo acompañante, cultivan una complicidad perfecta. Incluso físicamente se están tocando todo el tiempo: Guadagnino muestra esa corriente interna con detalles que a veces, en las composiciones generales, pueden pasar desapercibidos. La llegada del embriagador Fiennes quiebra ese equilibrio y hace tambalearse el cosmos de salitre, barro y mar de la pareja.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Simsolo
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3
28 de febrero de 2021
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Hay películas que se caen a pedazos en cuando cogen carrerilla. “Te Meg” es una de ellas. Empieza tentando la poesía sumergida de “The Abyss”, continua en la estela de “Jaws” de forma indecente y tras un risible traca a lo Michael Bay, acaba siendo una película de Jackie Chan. Descorazonador. Lo más llamativo es cómo los apuntes interesantes se licúan entre tanto océano. No podía ser de otra manera cuando sus responsables tratan de nadar y guardar la ropa. Qué queda del paseo de la niña por los acristalados corredores de la estación sumergida, del devenir de esa pelota teledirigida que enfrenta el futuro con lo más antiguo del planeta. Es como si el director se avergonzase de los logros para zambullirse de cabeza en la iniquidad y la holgazanería narrativa. La huella de los dientes en el cristal como apunte de la dimensión de la amenaza pasa a convertirse demasiado pronto en un efecto digital burdo, no por su calidad, sino por su relevancia narrativa. El escualo vivito y coleando ante todo.

No se puede hacer un film con tiburones sin sangre. The Meg” parece un telefilme sobrado de presupuesto que ambiciona todo sin arriesgar nada. Las consecuencias de la herramienta clavada en el vientre de la ex de nuestro mal encarado buzo –una Jason Statham trasplantado de cualquier otra correría donde haya que repartir estopa-, desaparecen como por ensalmo. El dilema moral sobre los sacrificios durante un pasado rescate no castiga a nadie. Promete apuros y se queda en nada. Una película en la que adivinar lo que va a suceder a continuación es como contar hasta diez. Mueren los que tienen que morir, los modestos que se sacrifican, los inútiles y, valga la redundancia, los peces gordos sobrados de estupidez y dinero. La hemorragia de “The Meg” es intelectual y se merece pocas líneas. Pero conviene dejar constancia de cómo la digitalización del cine juega en su contra: si todo se basa en un “más difícil todavía” de circo, el misterio y el arte de las propuestas decaen. “The Meg” quiere puntuar en todo pero suspende como film de terror, fantástico, de aventuras, de catástrofes, de bichos. Excepto los citados al principio, no hay un solo registro inspirado o malicioso en ella.

Padeciendo su desenlace me acordé del “Piranha 3D” de Alexandre Aja, en la que el ataque final a la muchedumbre en el agua desbordaba ironía y mala leche. “The Meg” se ahoga en un vaso de agua. Ocurre en el mar, pero es insípida e inofensiva. Un largometraje hervido, sin más aliño que la rabia por las expectativas defraudadas. Qué decir de un film en el que hasta el amor (el sexo se limitaba a una toalla ceñida a la cintura) necesita traductor: esa japonesita algo impertinente que transporta sin pudor la flecha de cupido en un par de ñoñas escenas. Hasta la odiosa mascota se salva. Sus responsables no tienen perdón y animados por la taquilla, amenazan con una segunda parte. Difícil hacerlo peor.
Simsolo
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8
21 de febrero de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
“El buen maestro” puede parecer acomodaticia –una película sobre un tema delicado afrontada con conformismo-, pero no lo es. Tampoco resulta radical ni teórica, uno de esos filmes con conciencia que elaboran una hipótesis revolucionaria. Curiosamente, el asunto político con el que se inicia deriva con suavidad en otra coyuntura: la de las relaciones entre los personajes, ya sean amorosas, de amistad o meramente laborales. La vida más allá de las ordenanzas y los protocolos. No descubre nada nuevo, pero en su tibieza –no arriesga excesivamente, cierto- llega a conmover. El inconveniente, quizás, es que deja demasiadas cosas de lado. No es un asunto de guion en sí, sino una postura tan respetable como otras más radicales. Al menos no busca la baza de la redención. Es más realista que hipócrita o falsa.

Porque en el fondo, el mensaje de “El buen maestro” llega a ser desolador. El equilibrio final de los dos personajes principales es tan solo una puerta abierta a algo mejor o a la confirmación de que los cambios no son posibles. Frustrados en el amor (o dignos de él, como el rejuvenecido profesor), la experiencia de lo vivido deviene un resumen de sus pequeñas existencias. No hay tanta distancia entre el atildado docente urbanita y el alumno proletario, convencido de su nimiedad. Ambos comparten de un modo ilusorio –aquí la película se convierte en un cuento moral- el abandono sentimental a cambio de otra clase de esperanza. Para el joven un revés adolescente, para el adulto –su relación con la profesora surge de detalles y sutilezas- un apunte con el que seguir viviendo. El sistema, por llamarlo de algún modo, les ha pasado factura. No sabemos qué será de ellos, pero nuestro maestro ya ha descubierto con amargura que son los profesores jóvenes –aquellos que deberían procurar el cambio- los que buscan sacudirse de encima la miseria de las barriadas: ese soñado y francófono Canadá que es el pasaporte para abandonar la “banlieue” parisina.

La película no explica el conflicto, sino que lo cuenta. No busca soluciones porque no las hay. Todos dependen de sí mismos y su soledad para ser algo o dejar de serlo. Una puesta en escena sencilla, punteada por unas pocas canciones, busca interferir lo mínimo en esta narración en sordina de un día a día académico que, al menos por unas horas –esa liberadora excursión a Versalles y su picnic-, encuentra espacio para la ruptura. Y es precisamente la música, en una escena que recuerda al final de “El hospital de ranas”, la estupenda novela de Lorrie Moore, la que detiene el tiempo y sus penas para alzar las voces y elevar a los personajes: un coro hermoso que, durante minutos, deja ver un resquicio de luz y dignidad entre tanta grisura.
Simsolo
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8
30 de diciembre de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
A priori, “Definitivamente, quizás” reúne papeletas de sobra para resultar, cuando menos, blanda. Por no decir ñoña. Una de esas películas producto de la repostería más elaborada. Incluso hay una niña que hace de puente entre lo narrado y el frágil presente. La guinda del pastel. No falta el encadenado de novias, forzando el itinerario de un protagonista masculino eternamente enamorado. Alguien que sufre los altibajos del corazón sin rechistar, a la espera de un desenlace feliz. Su sufrimiento podría parecernos tan pegajoso como el almíbar. Sin embargo, “Definitivamente, quizás” acaba siendo un filme sincero. Es más, interesa. Nos cautiva porque parte de materiales de desecho para iluminar, sin solemnidad ni trucos, los recovecos del amor. Narra con enjundia lo que son las relaciones, la turbiedad de las promesas. Disfrutándola, deja de importar esa improbable confesión de un padre a su hija acerca de una madre atascada en los recuerdos.

Su tono es, a pesar de la juventud de sus protagonistas, otoñal. Surge de un fracaso, un divorcio que se consuma con la naturalidad de un cambio de estación. Puede que el orden de la vida esté equivocado y exista una primavera después de los cuarenta. El humor nunca ofende y predominan los diálogos inteligentes que van puntuando la decepción sentimental y laboral de nuestro protagonista. No es un perdedor, pero ese amor mayúsculo que busca le resulta esquivo. A veces, engañándose, se conforma con la amistad porque la realidad es tozuda y se llama Kevin, como en la escena de la fallida entrega del libro. Ese recurso a la cita escrita por un padre en un ejemplar perdido de Jane Eyre es muy hermoso. Añade valor a un film que sin dejar de buscar un público amplio, descansa sobre los tropiezos que conducen al marasmo del mundo adulto.

Para conseguir este equilibrio, su director reivindica las herramientas más básicas. Unos actores naturales y comprometidos, una dirección que no se nota y un guión amable que nunca disimula la fastidiosa verdad de la vida: nos equivocamos, erramos de continuo y solo descubrimos el origen del desliz cuando el tiempo ha pasado y las heridas no sangran. La felicidad siempre va a ser pasajera. Comprenderlo aparca el sufrimiento. Se puede vivir con las reliquias del pasado y desenvolver los viejos regalos como si fuesen nuevos. “Definitivamente, quizás”, descifra el amor y sus consecuencias. No es efímera, sino que busca perdurar. Lo merece. La recordaremos con media sonrisa. De películas pretenciosas y perecederas, para qué vamos a engañarnos, están llenas las salas.
Simsolo
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9
19 de diciembre de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el western –y en el cine en general-, la autoría tiene sus claroscuros. Sturges suele salir bien parado en muchas antologías, pero la condición de artesano termina por empañar la magnificencia de su cátedra. Analizada en conjunto –con la salvedad de alguna concesión al “rat pack”- su aportación a la enciclopedia del revolver en la cintura es mayúscula. De no ser por la fantasmagoría de “Joe Kidd” y el dudoso rodaje de “Caballos Salvajes”, “Hour of the Gun” pasaría por ser su testamento. Una obra de una profundidad insana, modélica. Un film rodado con precisión notarial que levanta acta de un mundo que empieza y otro que acaba. Earp y Hollyday son, en el fondo, el mismo ser, la misma tenebrosa turbulencia. La estela polvorienta de un trote que se aleja. Los vivos y los muertos. Los ajusticiados. Nada de esto está contado con énfasis. No existe el subrayado fácil en la filmografía de Sturges. Cartesiano y certero, sus planos son como disparos con silenciador. Una precisión alejada de la convulsa locura de Fuller.

“Hour of the Gun” comienza donde termina la leyenda de anteriores películas, incluida otra obra maestra del mismo Sturges. La épica es contenida, puesto que suele ser una aportación a posteriori, un juego de nuestra memoria cinematográfica. “Hour of the Gun” parece contada en tiempo real, un presente lastimado ya por la corrupción de las leyes. La profesionalidad se ejerce a costa de concesiones personales. Sturges retoma a los personajes principales del dudoso tiroteo en el O.K Corral y se salta la emotividad, la oda a los solitarios. A cambio se adentra en la política y las lóbregas interioridades de sus protagonistas. La bondad y la maldad van de la mano. Da igual que cuestionemos a Earp y Hollyday que a un Ike Clanton con una bota en la tiranía del rancho y otra en la servil ley. Los antagonismos están esculpidos en piedra, pero la distancia entre lo correcto y lo equivocado no existe. Es una película a ratos tétrica, masculina, sin amor. Su esencia es la amistad adulta, la lealtad. Ese duelo presencial entre el defensor de la ley y el jugador, su continua ambivalencia. Los límites entre uno y otro terminan por difuminarse. Sus posturas morales se solapan. La negrura de las vestimentas alcanza a los corazones. Los tiempos están cambiando y a sus protagonistas les resulta difícil adaptarse a la corrupción que compra juicios.

Un film probablemente incomprendido, que tergiversa otros y abre nuevas sendas al género. El retrato desencantado de una época en la que una vida, como se cuenta en una estupenda secuencia, valía 50 dólares. Un Sturges quirúrgico y desapasionado acierta a narrarlo. Su impronta sobrecoge. La ternura está en las miradas, en lo que no se dicen los dos viejos amigos a la puerta del abandono y la jubilación forzosa. Ya no hay más cartas sobre la mesa para ese eterno Doc Hollyday encarnado con finura por Jason Robards. Tampoco el futuro es halagüeño para Wyatt Earp. Tras el duelo con Clanton en un Méjico que parece una ensoñación, la despedida en la clínica orientada al sol, esa última partida, ese último trago, es de una belleza elegiaca. Sturges volviendo sobre sí mismo, sobre sus personajes, esos centauros vengativos que por azares del destino, una vez cabalgaron juntos.
Simsolo
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